Conversación sobre lo inútil

Adalber Salas Hernández: “El poema también puede ser una máquina del tiempo”

Adalber Salas Hernández retratado por Elisa Díaz Castelo

17/12/2023

 

Autor de los libros de poesía Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita, con tradución al alemán); La ciencia de las despedidas (traducido al inglés), Nuevas cartas náuticas (traducido al italiano) e Isolario. Meditación en archipiélago; así como de los textos en prosa 23 shots, Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria,  y Retrato del traductor con cabeza de perro. Ha traducido obras de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Roger Robinson, Li-Young Lee, Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Safiya Sinclair, Patrick Chamoiseau, Édouard Glissant y Frankétienne.

El poeta Seamus Heaney nos dejó la certeza de que construir un poema es cavar para hallar algo en el lenguaje. ¿Qué buscas en el poema?

Busco las palabras que llevan a otras. Busco la orilla donde el sentido se abre, donde las posibilidades de significar que el poema entraña se transforman en horizonte.

Cuando escribo poesía procuro volverme un oyente. El poema se vuelve entonces una especie de artefacto auditivo, de máquina para la escucha, de oído prostético. A través de él intento escuchar cómo una combinación específica de palabras –con sus choques y tensiones sonoras y semánticas– puede producir nuevos significados.

Como lector ¿qué esperas hallar en la poesía ajena?

Lo que nunca había visto, oído o pensado. En la poesía ajena espero encontrar los mundos que no habito. O mejor: un costado de este mundo que había ignorado hasta ahora. Al poema ajeno le pido que ahonde mi comprensión de la lengua, que reeduque mis sentidos, que me haga reconsiderar lo que forma parte de lo real.

Creo que las rutinas, los deberes desangelados, el trajín del día a día nos imponen un sentido de la realidad muy pobre, domesticado. En la poesía ajena busco algo que ponga en crisis esa realidad. Que la quiebre y me muestre lo que no percibo —sea maravilloso, horrible o ambos a la vez.

¿Es necesaria la comunión del ruido y el silencio, sin anulamientos, para que sucede un poema real?

Sin duda. Ruido, silencio y la armonía que a veces, equilibrista, se da entre ambos.

Diría que un poema real introduce silencios en los espacios y momentos donde nos hemos habituado a escuchar solo ruido. Silencios como estacas. Y lo contrario: trae un contrabando de ruido a los lugares donde el silencio se ha entronizado.

Pero el poema mismo brota de la tensión entre la materia sonora, proliferante y voraz, y el ejercicio quirúrgico del silencio.

¿En cuál idioma sueña un traductor? ¿De cuál idioma son los verbos de un poeta traductor?

En cierta ocasión soñé que visitaba una casa en Washington, donde nunca he vivido y apenas he estado. Era de noche, recuerdo que hacía frío. Al entrar recorrí un largo pasillo que desembocaba en un rellano; ahí, en una biblioteca baja, encontré un libro de Ibn Arabi, encuadernado en terciopelo, que leí en su lengua original.

Diría, entonces, que el traductor sueña con los idiomas que no comprende.

No es absurdo. Esta labor te enfrenta con la extrañeza que hay en las lenguas, como un magma bajo su corteza familiar. Te obliga a reconsiderar cada frase, cada expresión, cada palabra, sin importar cuán comunes sean. Vuelve ajena la lengua materna. Sueñe en la lengua que sueñe, el traductor siempre sueña en una lengua extranjera.

Como poeta traductor me gusta pensar que mis verbos son todos, empiezo mi tarea con las manos llenas de vocablos, pero la verdad es que esta fantasía se despeja rápidamente. Me quedo con los verbos que el poema necesita y pide, nada más —el poema que escribo o traduzco, que es lo mismo.

¿Qué papel juega la insignificancia en tu poesía?

Un papel fundamental porque considero que para escribir se requiere una dosis alta de insignificancia. Hay que volverse insignificante para que sean las otras cosas las que signifiquen. Las palabras, por supuesto, con su comparsa sonora, su carnaval de sentidos, pero también aquello a lo que uno procura dar voz. He dedicado una parte considerable de mi trabajo a prestar mi voz, a escribir desde el punto de vista de criaturas que consideramos insignificantes, como ratas o cucarachas, a pensar en la vida de los objetos o los insectos. Pienso que eso que solemos tachar con imprudencia de insignificante está repleto de sentido, de pasión –de pathos–, de posibilidad.

Siguiendo a Baudelaire, Víctor Hugo y Calasso, lo poético del lenguaje no reside en la poesía, sino en los breves ríos de las palabras cargadas de tiempo. ¿Cómo entiende eso un poeta de la hora de la velocidad desesperada?

Cada palabra viene colmada de pasado. Así la recibimos, con su abundancia de espantos y asombros, de milagros. Da vértigo pensar en cuántas personas en cuántos años han pronunciado o escrito las palabras de las que nos valemos a diario. Da vértigo pensar cuántas personas las usan en este mismo instante, de entre los seiscientos millones de hablantes de nuestra lengua.

Este vértigo se transforma en la consciencia aguda de que esas mismas palabras nos enlazan con todas esas personas. Nos vinculan con ellas de manera irrevocable. Todos compartimos el mismo pan, lo masticamos con idéntica boca.

Las palabras están cargadas de tiempo porque tomamos esa materia sonora que es pasado y presente y, con el texto poético, procuramos transformarlas en futuro: darles sentidos nuevos. Que en el poema resuenen los sentidos que los vocablos poseían en el pasado, sí, pero que lo hagan de manera insólita. El poema también puede ser una máquina del tiempo.

En esta hora de velocidad desesperada, mi apuesta es por todos los tiempos a la vez.

En honor a María Zambrano ¿qué intentas decirnos, confesarnos con tus poemas?

No sé si se trate exactamente de una confesión. Prefiero pensarlo de dos modos. Primero, creo que los poemas delatan cosas de mí que yo mismo no puedo ni quiero anticipar. Segundo, me gusta pensar que mi trabajo, más que contener una confesión, contiene un catálogo de las cosas que me sorprenden, que me impactan. Quisiera creer que escribo poco a poco un testimonio de todo lo que interpelo en este mundo.

¿Cómo llega la infancia a tu poesía?

Por vía oblicua. Publiqué mi primer libro muy joven, a los veinte años, y mi escritura trataba desesperadamente de ser adulta. Con el tiempo, sin embargo, mi infancia se filtró en mi trabajo. Primero bajo la forma de la infancia de mi hija, Malena; luego, como parte de un examen consciente de mis primeros años, una genuina tarea de buceo y apnea.

¿Cómo es el mar que está atrás del mar? ¿Habitan allí el deseo, el asombro, el perdón y la gracia?

En el mar atrás del mar habitan todas esas cosas y más: es el mar de la lengua. El mar atrás del mar es un libro que explora las palabras con las que hemos fabricado ese inmenso mito que llamamos mar. También es, en cierto sentido, una reflexión crítica sobre el trabajo del traductor, su relación con el misterio, con el enigma del lenguaje.

Se trata de un libro curioso. Funciona como contracara de Nuevas cartas náuticas, volumen que publiqué en 2022. Condensa las reflexiones que lo hicieron posible y a la vez toma una dirección propia. Su publicación por Fundación La Poeteca me llena de dicha: no se me ocurre mejor hogar para él.

¿Qué intuyes como la definición de un poema?

Intuyo –el verbo no puede ser otro– que el poema es un animal omnívoro, capaz de dar voz a todas las experiencias humanas bajo todas las formas que pueda tomar la palabra.

No creo en preceptos. Creo, en cambio, en el poema como búsqueda de nuevas formas de decir el mundo y como consideración crítica en torno a las viejas formas de decir el mundo.

Hasta el final, Mary Oliver sostuvo que «Everyone knows that poets are born and not made in school». ¿Se nace poeta?

Para nada. Creer que se ha nacido poeta es peligroso: uno corre el riesgo de suponerse elegido para un destino notable. Todo el mundo sabe que los poetas no nacen, sino que se hacen en esa escuela íntima que son las lecturas que nos apasionan y nos cambian —con el perdón de Mary Oliver, por supuesto.

Mi escuela ha sido la traducción. No sería quien soy sin todas esas voces que me acompañan, que me cuestionan y educan. Esas voces que me ocupan las manos, que son mías y a la vez no.

¿Cuándo la poesía es la piedra ontológica de la ética? ¿Cuándo es una Mínima moralia, suscribiendo a Adorno?

Estoy convencido de que la distinción entre ética y estética es artificial. No puede haber una sin la otra.

Todo poema tiene una postura ética. No tiene que declararla expresamente para tenerla. De hecho, esto es lo que siempre me ha molestado del término «poesía comprometida»; me parece simplista. Toda poesía está comprometida con algo, es producto de tensiones y preguntas tanto estéticas como éticas. Que no sea evidente en un primer momento, no quiere decir que no esté allí.

De hecho, esta es una enseñanza que la buena poesía –la buena literatura– nos reserva siempre: desconfiar de lo obvio.

¿Es la poesía un gesto de agradecimiento? ¿A quién le agradece el poeta?

Imagino que depende de la poesía y de quien la escriba. En mi caso, no siempre lo es. No obstante, de vez en cuando lo noto al escribir: ciertos poemas entrañan un gesto de agradecimiento dirigido a los autores y textos que me han marcado.

Como traductor –oficio que, insisto, no distingo íntimamente de mi labor como poeta–, doy gracias con cada texto que traduzco. Traducir se ha vuelto para mí justo eso: una manera de agradecer la maravilla que me deparan los textos que trabajo.

¿Para quién escribe Adalber Salas Hernández?

Para mi hija. Para mi hijo por nacer. Para mi esposa. Para mis padres. Para mi hermana. Para mi abuela. Para mi tío. Para mis amigos. Para los autores que admiro, vivos o muertos.

Decía el poeta José Ángel Valente que no importa cuánto y de qué escribas si no sabes desde qué tradición lo haces. Un poeta es un continuador de ciertas tradiciones de la belleza y del grito de la vida. ¿De quiénes deseas ser continuador?

Pienso la tradición como un entramado de afinidades electivas. Procuro que la mía no se restrinja a una lengua o a un costado del planeta, sino que esté conformada por numerosos personajes –personajes que no siempre dedicaron su vida a la literatura. Más que ofrecer una lista de nombres prefiero declarar que quisiera ser continuador de quienes asumieron la escritura como un gesto vivo, capaz de declarar leyes y transgredirlas, de dar voz a lo que no lo tenía. La escritura que hace mundo.

El viejo Ezra Pound insistía que en poesía no importan los hechos ni su descripción, sino cómo los presentas. ¿Cómo resuelve esto un poeta venezolano frente a la memoria en ruinas de su país?

Pound –aunque fuera un poeta inmenso– hizo y dijo muchas cosas cuestionables o directamente viles. Los hechos importan, hoy más que nunca.

Creo en los hechos, no solo en su presentación. Creo en la memoria, en el examen de las ruinas, en la escritura que se deja interpelar por la historia y su capacidad incontenible para la violencia.

¿Por qué el mar como lugar de encuentro y conversación de las obsesiones de tus libros anteriores y de los libros ajenos que has traducido?

No sabría decir a ciencia cierta por qué. Imagino que tiene que ver con el Caribe que me deslumbró desde muy chico. O con la intuición del mar como espacio de intercambio fructífero por excelencia. El asunto es que, tal como dices, obsesiona muchos de los libros que escribo y traduzco. Así pues, solo me resta seguir escribiendo y traduciendo, aunque no espero que el enigma sea resuelto —solo perpetuado.

Danos siete verbos, siete substantivos y siete adjetivos que nos permitan aproximarnos a tu poesía.

Navegar, decir, olvidar, testimoniar, registrar, morir, insistir.

Memoria, horror, ruina, asombro, lengua, herencia, traducción.

Insólito, contundente, brutal, cruento, líquido, dulce, rabioso.

Me gusta este ejercicio, esta especie de radiografía.

Un imperativo de la humildad: rechazar algo de lo hecho. ¿Ya empezaste a rechazar algunos de tus poemas?

¿Empezar? No he hecho sino rechazar cada uno de mis libros. Escribo a partir de la negación de lo ya escrito: mi voz huye de mi voz. Cada libro que he terminado se me antoja un fracaso, de un modo u otro. Así, cada libro que emprendo procura intentar nuevas formas, otras maneras de decir.

Decir «exilio» está en crisis. Las formas de decirlo están en crisis, urgen cambios lingüísticos. Esas formas ya no dicen lo real, lo ocultan, lo disimulan, lo cancelan; propician mayores desarraigos, nuevos campos de concentración en el lenguaje y la realidad. ¿Cómo te enfrentas a eso? ¿Intentas resolver los dilemas planteados?

Intento resolver esos dilemas, en efecto. Por eso creo en el poema como un modo de ejercitar una crítica del lenguaje, de profesar la sospecha activa. Vivimos en un mundo convulso, donde ocurren simultáneamente numerosas formas del desarraigo, donde se ejercen violencias sutiles y obvias. Hay que aprender a decir esta realidad, contra la inercia del lenguaje, del pensamiento ansiolítico, de las costumbres y su modorra. Hay que aprender desde cero a decir esta realidad con cada poema.

Adalber, gracias por conversar.


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