Conversación sobre lo inútil

Gina Saraceni: “Entre estas materias muertas, pronto gritará una flor”

18/06/2024

Gina Saraceni. Fotografía de Cinzia Grimaldi

Gina Saraceni (Caracas, 1966) es crítico, poeta, investigadora y docente. Fue profesora titular de la Universidad Simón Bolívar. Actualmente se desempaña como profesora asociada del Departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Fue editora de la revista Cuadernos de literatura entre 2017-2023. Con el poemario Entre objetos respirando ganó el Concurso de Poesía Víctor José Cedillo (1995); con Salobre, la Bienal de Coro Elías David Curiel (2001); con Casa de pisar duro, el XI Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2011). Es autora de En-obra. Antología de la poesía venezolana contemporánea (1983-2008) (2008), de El verde más oculto. Antología poética de Fabio Morábito (2002) y Adriático (2021). Es coautora, junto con Antonio López Ortega y Miguel Gomes, de Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX (2019). Ha traducido al italiano a Rafael Cadenas (L’isola e altre poesie, 2007) y a Yolanda Pantin (I bassi sentimenti, 2008), y al español a Alda Merini.

¿Cuándo se descarrila un verbo?

«Descarrilar» significa «salir fuera de carril». Pienso que la literatura, sobre todo cierto tipo de literatura, y la poesía en particular, pueden descarrilar no solo el verbo, sino la lengua como sistema establecido, tanto en términos gramaticales y sintácticos, como en términos semánticos y de la expresión. Este desborde o descarrilamiento de la lengua no está asociado necesariamente con una literatura o poesía experimentales, sino con lo que los filósofos Deleuze y Guattari denominan «lengua menor»; es decir, con la experiencia de hacer surgir una lengua extranjera en el seno de una lengua mayor; es decir, una lengua que vuelve ajena la lengua que no es familiar.

En tu poesía el amor siempre desuella las palabras. ¿Por qué?

Para darle forma poética al amor, para «hacer» el amor con las palabras en el sentido de construirlo verbalmente, ha sido inevitable desgarrar el lenguaje. Hasta ahora, en Salobre, Casa de pisar duro y, particularmente, en «Extravío en Manhattan», escribir la experiencia amorosa ha implicado una experiencia con y en contra de la lengua. Esto porque el amor es siempre una herida de amor. Por ejemplo, en los poemas sobre King Kong escribir sobre este tema ha significado hablar de la violencia de los hombres ante la incomprensión de un amor entre una humana y un animal, ante a una relación contra-natura que resulta incomprensible en las sociedades gobernadas por la razón y el discurso de la especie. En este sentido, hablar de amor también ha implicado problematizar los límites del querer como lo expresó Clarice Lispector en una brevísima crónica de 1968 titulada «Revuelta» que dice:

Cuando el amor es demasiado grande se vuelve inútil: no se lo puede administrar, ni la persona amada tiene la capacidad de recibir tanto. Me quedo perpleja como una criatura al ver que incluso en el amor hay que tener sentido común y noción de la medida. Ah, la vida de los sentimientos es demasiado burguesa.

¿También el poema mata cuando salva la belleza?

Retomando la respuesta anterior, el concepto de belleza que aparece mencionado varias veces en el poema de King Kong pone al desnudo la dimensión cultural que lo constituye en el sentido de que se trata de un paradigma instituido y performado por varias normas que la relación entre Anne Darrow y el gorila «descarrila» al hacer aparecer otras maneras del amor y de la belleza desconocidas o ignoradas por los hombres. El poema intenta sugerir el daño que causa el exterminio de un afecto no comprendido, de ese «gasto» que se extingue; el poema intenta hacer sentir su pérdida.

¿Cuál es el precio a pagar por no comprender la belleza?

El precio que pagan los hombres por no comprender la belleza es el de vivir en función de las apariencias, de lo calculable, de lo comprensible, de lo gobernable. Esto significa perder la oportunidad del asombro, de la «gracia», «la ignorancia» (Agamben), de no saber.

Siendo eco de Rilke ¿es ascendente o descendente la dicha en tu poesía?

Esta pregunta me hace pensar en Altazor, de Vicente Huidobro, que me hizo imaginar la posibilidad de una caída hacia arriba. La dicha en mi poesía tendría esta dirección contradictoria o irresoluble: sería la oportunidad de un vuelo que sabe que tendrá un término.

¿También el poema regresa de la guerra del amor con el vientre abierto?

Retomando algunas reflexiones hechas anteriormente sobre el tema del amor, la experiencia que el poema nombra no afecta solo su contenido sino también su forma. En otras palabras, el poema no puede hablar de la guerra del amor sin que esta se refleje también en su materialidad verbal y fonética.

¿También son tristes los poemas que abandonamos?

Escribir es también abandonar y desechar. Los poemas que abandonamos y los restos que producimos cuando escribimos constituyen un archivo de desechos que podríamos mandar al «basurero» o guardar, como hago yo, por una suerte de relación emocional que tengo con las palabras y los versos que tuve que sacrificar. Es una memoria menor con la que un día me gustaría escribir un breve libro.

¿Cómo hacer para que el poema diga lo que siempre será ausencia de duración?

Quiero partir del hecho de que el lenguaje nombra aquello que no está: el signo está en lugar de lo que nombra, la palabra dice una cosa/un hecho que están ausentes. Cuando hablamos y cuando escribimos usamos la palabra como si fueran la cosa cuando es su signo. Dicho esto, pienso que el poema no solo pone en escena la ausencia de lo que no está, aunque parece estar a través del suplemento de la palabra; sino que también nos hace saber algo, nos revela algo que no existe previamente a la escritura, sino que la escritura crea más allá y en contra de las correspondencias instituidas entre signo y referente. Esto que el poema crea tiene una duración efímera, pero que se renueva en la memoria del poema o en su relectura.

¿Son suficientes las palabras para sostener la memoria?

La memoria tiene diferentes formas de manifestarse y de «guardarse». Creo que las palabras no son suficientes: los objetos, los lugares, las imágenes, los sonidos, los olores son materias que nos permiten recordar.

¿También en Caracas «la memoria muerde»?

Este verso lo escribí en un poema sobre Berlín, una ciudad del extranjero. Caracas en cambio, es mi ciudad, el lugar donde pasé la mayor parte de mi vida y allí la memoria se manifiesta de forma constante hasta el punto de que el pasado regresa como si no se pudiera habitarla sin sentirse arropado por este velo espectral que más que morder, extravía y marea.

Háblanos de este verso: «Las casas mueren cuando se vuelven árboles».

Este verso está asociado a un referente concreto: en las afueras de la ciudad donde nacieron mis padres en Italia, hay una casa antigua y en ruinas dentro de la cual nacieron un árbol y muchas plantas. Desde que era adolescente la veía cuando pasábamos en frente camino a la playa y me generaba curiosidad; hasta que, hace algunos años, me acerqué, la contemplé desde diversos ángulos y luego escribí un poema. El verso alude a dos tiempos diferentes: el tiempo de los hombres y el tiempo de las plantas. La casa que es el lugar de arraigo y pertenencia del hombre se puede convertir –a causa de la guerra, del abandono, del tiempo– en una ruina que la naturaleza invade poco a poco.

¿Descansa todo poema en un mito?

Pienso que no.

¿El poema salva algo de ser destruido, olvidado, banalizado? ¿La poesía nos permite oír otras edades?

Estas dos preguntas las voy a responder juntas. La poesía –pienso en la mía– «guarda», archiva, recuerda hechos, experiencias, momentos, lugares. En este sentido, es anacrónica respecto de su tiempo porque actualiza, relee, reescribe el pasado y, de este modo, revela algo de ese pasado que todavía no habíamos visto o entendido.

Leemos tus libros y nos preguntamos: ¿por qué sentimos que el poema es lo que ocurre cuando las alas y la ola entran en contacto?

El ala y la ola se encuentra en el poema «Pájaros migrantes», de Adriático, un poema sobre mi padre (el) inmigrante, donde el encuentro entre el pájaro y el mar produce la cercanía de dos palabras que son casi la misma, aunque tienen una vocal que las diferencia y las pone en tensión, parte de una sonoridad común donde ala y ola se vuelven palabras y materias indiferenciadas que brindan la oportunidad de imaginar este encuentro verbal y afectivo.

¿Cómo llegamos a la vasta voz del padre nombrando lugares? ¿Cómo es regresar siempre a la voz del padre?

La voz del padre en sí misma es un lugar: el lugar donde Italia y Venezuela se encuentran, se confrontan, se intersectan, se convierten en un tercer lugar de idas y vueltas que nunca es una síntesis sino un espacio siempre en movimiento como el mar. Además, la voz del padre es también una lengua resonante que al nombrar expresa una sonoridad específica.

¿Basta el lenguaje para pertenecer a un lugar?

La pertenencia ha sido el tema de mi poesía y de mi investigación. La pregunta por la raíz, la proveniencia, la casa. Pienso que uno pertenece (o no pertenece) con todos los sentidos y que no hay un solo modo de pertenecer. Se trata de algo parecido a una sensación que puede desencadenarse por medio de un sonido, un sabor, un paisaje, un recuerdo.

Adriático nos dice que también el poema es una geografía devenida espera de alguna confesión, revelación, destello íntimo. ¿Es Adriático un gesto del amor?

Adriático lo escribí estando en Bogotá durante la pandemia. Creo que fue necesario ese afuera radical –ni Venezuela, ni Italia– para intentar nadar en este mar indecidible de intersecciones, corrientes, mareas. Si bien el libro tiene mucho de autobiográfico, mi deseo era también el de escribir la naturaleza que rodea el mar Caribe y el mar Adriático, los animales, las plantas, las piedras, las maderas… la luz, los sonidos, las casas, los objetos: materias sensibles que constituyen mi vida. Quizás es un gesto de amor y de gratitud por haber tenido la oportunidad de tener dos mares, dos lenguas, dos memorias, dos culturas.

¿Es la poesía una conversación con los muertos que admiramos?

La poesía es, entre otras cosas, una conversación con lo ausente, con lo perdido, con el pasado y los muertos que admiramos, pero también es un diálogo con lo vivo donde el pasado se actualiza y se manifiesta de forma espectral y anacrónica.

¿Ser poeta es una vocación o un oficio?

No estoy segura de que ser poeta sea una vocación ni tampoco un oficio. Creo que para ser poeta se necesita una sensibilidad específica que no es solo un sentir sino una conexión con el mundo, una capacidad de cuestionar, de interpelar la realidad unida a una destreza –que para mí no es técnica o método– de intervenir el lenguaje y transformarlo. Sin duda la escritura de poesía requiere dedicación, constancia, revisión, relectura además de mucha lectura de poesía.

Enrique Lihn defendía que escribir es hacer público lo que es privado. ¿Es así?

No lo creo así o lo formularía de otro modo. Escribir implica «darle forma» a la experiencia sin que esta pierda necesariamente su dimensión íntima. Incluso hay experiencias que se vuelven públicas porque los medios las viralizan y a las que la poesía les da un carácter íntimo y entrañable, como por ejemplo sucede con la poesía de Raúl Zurita, específicamente en la intervención poética que hizo en la India en la Bienal Kochi-Muziris en 2016.

En tus poemas siempre una flor está a punto de gritar.

La naturaleza es para mí un espacio constante de descubrimiento y lectura. Hay un poema de Adriático titulado «Geografía» que se refiere a la importancia de los fenómenos naturales. Haberme alejado del trópico mudándome a Bogotá me ha dado una mayor consciencia de cuánto necesito esa «flor a punto de gritar» que es la vitalidad de las plantas, sus cambios y variaciones, sus formas inesperadas.

¿También tu memoria habla en italiano?

Mi memoria, un tiempo, hablaba solo en italiano. Ahora entra y sale de la lengua materna para nadar en español,  que se ha vuelto el idioma de mi cotidianidad y de mi profesión. Quizás Adriático quiere representar esta tercera lengua que es la zona de contacto entre el italiano y el español como dos corrientes del mismo mar.

Tu poesía nos permite confirmar a algunos poetas: «La poesía crea archipiélagos imposibles». ¿Para qué o por qué?

La literatura y el arte son lenguajes que nos permiten imaginar más allá de los límites de lo verosímil o de lo comprobable. En este sentido, la poesía puede hacer lo que la vida no puede. Y lo hace imaginando posibilidades que los hombres no tienen previstas. Un más allá de la razón, de la verdad, de la ley, del saber científico. En este sentido, nos permite conocer de otras maneras, más creativas, inciertas, insólitas.

¿Es cada página blanca la mano de tu madre?

La mano de mi madre me enseñó, junto a la mano de su madre –mi abuela– a mirar la hoja de un uvero del Caribe, a verla como un cuerpo vivo que te asombra cada vez que lo miras. La hoja puede ser también la hoja de papel sobre la que uno escribe, lo que intersecta la escritura vegetal de la planta con mi escritura. Mi madre y mi abuela son una raíz para mí en lo que se refiere a la experiencia poética.

¿Adriático es, como tus demás libros, una conversación con la tradición?

Una nunca escribe sola sino con sus lecturas, como decía Ricardo Piglia. Este libro lo escribí eligiendo unas lecturas que podían alimentar el imaginario sobre el mar, los objetos, los animales, las plantas: Derek Walcott, José Watanabe, Clarice Lispector, Marosa di Giorgio, Simic, Fabio Morábito, Igor Barreto, Eugenio Montejo.

Presentimos la naturaleza de José Watanabe en tu poesía. ¿Es una coincidencia o hay conciencia de ese vínculo?

Fue una elección leer a Watanabe. Su poesía es una de las que mayor impacto han tenido en mí: su manera de adentrarse en el referente animal, vegetal, geológico, corporal me ha impactado mucho. Una escritura que está entre la observación y descripción precisa y la «iluminación» poética que transforma «el lenguado», «el algarrobo» una ocasión para pensar el lenguaje.

En tus poemas algo persiste, pero no sabemos qué es. Un atributo elogiado por Joseph Brodsky. Háblanos de eso.

Cuando escribo hay «algo» que no se logra decir y ese algo inexpresado es también lo que dice la voz de la poesía: lo que calla, lo que puede decirse solo diciéndolo de modo opaco, sugiriéndolo, dejándolo suspendido. Se trata de sugerir, de suscitar posibilidades de sentido, de abrir las palabras para hacerlas proliferar hacia derroteros no predecibles.

La antigua labor de sal, para bien y para mal, nos diría Czesław Milosz, labra el tono de tus libros. Háblanos de esa sal.

No hay mar sin sal. La sal es una materia fascinante porque es muy sensorial: tiene sabor, tiene color, muta, se disuelve, arde, corroe, oxida, afecta. No hay navegación sin que la sal escriba su historia, una historia de la sed pudiera ser, de la falta de algo, de aquello que se busca desafiando las mareas y que no siempre se encuentra. Cuando escribo el mar siempre está entre la escritura y yo: el mar como energía, como inmersión, como oleaje, como transformación, como lugar donde se quisiera vivir. Tengo un proyecto sobre las salinas que espero desarrollar pronto que va a dialogar con la película Araya, de Margot Benacerraf, y con otros referentes de las islas venezolanas.

¿Escribimos porque algo nos falta como la madera que flota?

Escribimos porque hay cosas que solo se pueden imaginar y entender, escribiéndolas.

Escribe Peter Brook: «Sin proximidad, uno es incapaz de conmoverse, y sin distancia es imposible maravillarse». ¿Cómo lograr esto en un poema?

Mi vida ha estado muy marcada por las figuras de la ausencia y de la nostalgia. Mi pertenencia a dos países me ha hecho sentir a menudo que siempre hay algo en otra parte. La tensión entre proximidad y distancia no me parece que se pueda resolver salvo asumiendo que, en el centro de la experiencia vital, están la conmoción, el asombro, la inquietud producidas por alguna situación específica que se sigue manifestando incitándonos a darle otra posibilidad a través de la escritura.

Gracias, Gina. Uno de los poemas de Adriático:

Transmilenio

Algún día
dejará de doler
este viaje en Transmilenio
por la autopista Norte
y la avenida Caracas.

Tan lejos del mar
me lleva este autobús.

Mientras tanto,
ningún pájaro
canta en el mundo.


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