Fotografías de Gaby Oráa | RMTF
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Como un tributo a la memoria del maestro Armando Scannone, republicamos el texto que en su momento escribiera Faitha Nahmens sobre el espacio del ilustre caballero.
Una vez traspasado el umbral de la casa, el olfato obliga a virar a la derecha. Los aromas, como carnada, conducen a la histórica estancia donde ocurrió el prodigio. Las modificaciones arquitectónicas de la quinta Santafé, adquirida en los modernistas años cincuenta por un ingeniero con papilas gustativas que son historia, harían propicia la hazaña.
“Originalmente aquí estaba el recibidor”, dice don Armando Scannone. Ahora el espacio de once metros por cinco, blanco de piso a techo y todo en su sitio —por ahora—, es la legendaria cocina. La sala de partos donde gimen los pucheros de la identidad. No es exagerado decir que en estos fogones repotenciados se gestó en los sesenta una revolución —una para resguardar— cuya terminología está muy lejos de producir desazón: allí se concibió el Libro Rojo, la biblia de los sabores vernáculos.
Todo comenzó cuando Scannone decidió poner remedio a sus nostalgias. El hombre que a los 96 se ufana de recordar a pies juntillas la cualidad de las fragancias, sabores y texturas del menú de la infancia —“era una sencilla celebración la mesa compartida con mis padres y mis ocho hermanos”—, haría uso de su don para extrapolar lo que sería su versión del recetario caraqueño: la memoria como prólogo de su trabajo de campo. “Me educaron con dos premisas: hay que alimentar bien cuerpo y alma; comer bien y estudiar”.
En el laboratorio doméstico que diseñó en la blanca quinta Santafé, dedicaría infinitas jornadas de cocción —ensayo y error— orientadas por su despabilada retentiva. Hará el primer alto en su afán luego de estar satisfecho con el resultado obtenido, al cabo 742 recetas. Solo la jalea de guayaba requirió de 18 intentos hasta dar con el punto justo de gusto y consistencia.
Con tal devoción se horneó en esta mítica estancia, cuyos efluvios son patrimonio del Country Club y alrededores, Mi cocina a la manera de Caracas, vademécum que desde su aparición en 1982, más que reivindicar el repertorio culinario criollo, lo exalta. Tras compartir con los parientes una copia, decidió convertir el trance en publicación. “El libro tenía dibujos de Kees Verkaik, el gran artista holandés radicado en Caracas; no fotos, y me arriesgué con un tiraje inicial de 15 mil ejemplares. La editorial española presagió un enorme fracaso”.
Investigación, registro, suerte de narración novelada de un acto cultural —en la mesa se sigue un protocolo orgánico con prolegómenos, nudo, momento climático y desenlace—, con esta obra maestra, suscrita por Armando Scannone, la gastronomía criolla quedaría a salvo para siempre. “Mi motivación fue esa: preservar nuestra cocina, su sazón y sus complejidades”.
Nunca imaginó que las predicciones resultarían fallidas: el libro rojo se agotaría en 15 días, y no por la cacerola de oferta que fungía de señuelo. En su ya vigésima quinta edición, Mi cocina a la manera de Caracas es el libro más vendido en Venezuela. El regalo obligado que recibe toda pareja la víspera de su boda. Los 500 gramos que no faltan en la maleta del que se va.
Se trata de un trabajo realizado con afán perfeccionista. “Me interesa, por sobre todas las cosas, la excelencia”. Armando Scannone, el autor intelectual, que asimismo cocería en la misma escena el libro verde, de recetas ligeras; el azul, de comida criolla actual; el amarillo, que ofrece menús y sus respectivas recomendaciones de vinos; el anaranjado, para una nutritiva merienda escolar; una docena de folletos temáticos de sopas o pescados; el de los clásicos de la cocina criolla, sus 80 recetas favoritas; y el rosado, para las embarazadas que está en el horno, dejará constancia en cada uno de su razonamiento cartesiano.
“El libro no es mandatorio, amo la libertad, pero mis recomendaciones pueden cumplirse al pie de la letra si se busca determinado resultado”, sonríe. Aconsejará usos y medidas en todas las versiones posibles para garantizar exactitud: añada 4 cucharadas colmadas o una taza rasa o 250 gramos u ocho onzas o un cuarto de litro.
Paradojas mediante, el maestro de ceremonias no intentará trinchar, picar, remover, salpimentar o desconchar nada. Oficiará de catador, cronometrador del tiempo y observador cuidadoso de cada paso, como lo sería en la casa de la infancia —“la 155 de Santa Teresa Sur”—, cuando miraba sin perder detalle el ritual que frente a los fogones se ejecutaba todos los jueves, día en que su madre amasaba la harina para la pasta.
No, no es chef y nunca intentaría serlo, “pero quienes me han acompañado en este viaje han tenido la sensibilidad y la paciencia para interpretar el plato y la nota que he querido reproducir”. Armando Scannone delegaría en el matrimonio de José Varela y Elvira Fernández de Varela, a quienes extraña inmensamente, y en Magdalena Salavarría, las manos que siguen preparando lo mejor, la tarea de restañar la culinaria criolla a su gusto, el de él.
Y no sabrá cocinar, pero además de inspirar a otros autores a hurgar en los arcanos de nuestra gastronomía, tendrá el placer de haber inventado nuevos platillos. “Son creaciones que vienen de la intuición, de probar tanto, de asociar y evocar”. Por ejemplo, la crema de auyama y mandarina, dos sabores y un color con delicado dulzor, “una ocurrencia que resultó una maravilla”. O la sopa Dos tiempos, mitad crema de aguacate, mitad crema de caraotas, yin yang visual a dos temperaturas que podría ser más bien un autorretrato.
Caballero del orden o de la Orden de los impecables, así como su habitación, escaleras arriba —contiene en perfectas pilas, filas y secuencias, la ropa y sus efectos personales—. En los intervalos de la actividad diaria, los fogones lucirán impolutos como una sala de terapia intensiva. Pero que nadie se llame a engaño. Quien ha sido anfitrión del director Claudio Abaddo, su huésped durante meses, y habitué del festival mozartiano de Salzburgo, así como fan de los Gipsy King, se deleitará con el concierto diario de pailas, artefactos y utensilios; fanático del cine, adorará la saga de acción en tres funciones de su cocina.
Sopones borboteando, vísceras y filetes sangrando, melazas goteando en hilos de cristal para plácemes del melómano que lleva la batuta. Con más o menos intensidad, ese recinto albino será un aquelarre de acuerdo a la estación, si es 22 de agosto, el día de su cumpleaños, y ya están listos los primeros ¡20 postres!; si es Navidad, y urgen hallacas. Aunque este año, por primera vez, ay, no se hicieron en Santafé, “la hija de Magdalena sigue al pie de la letra la receta del libro rojo y comimos de las que hizo para vender. La vida continúa”, suspira.
Sobrio, Armando Scannone no será, sin embargo, cauto con las frituras, y hará gala de su celebérrima generosidad a la hora de azucarar una receta. Es célebre su propuesta de caraotas negras endulzadas a fondo, así como son un clásico las simétricas arepitas de chicharrón, que come sin remilgos. “Me gusta todo, solo debe saber sensacional”. Gourmand que ha sido comensal de Joel Robuchon en París y ha probado león y jirafa en Estados Unidos, siempre regresa, no obstante, a sus predilecciones. “La ensalada de gallina es una obra de arte”, jura. “La arepa sustituirá la hamburguesa en el mundo”, avizora.
Y lo dice desde antes del 2012 cuando se decretó el 9 de septiembre como día mundial de este pan nuestro, y antes de que Federico Tischler fuera reconocido este noviembre con el premio Armando Scannone por su trabajo de difusión de la arepa en su restaurante de Boston. “La arepa es como la vida, depende de con qué la rellenes”: Tischler la ve como un sobre. “Aunque creo”, añade Scannone, “que en sí misma es fantástica, la de maíz pilado es gloriosa”.
Sin embargo, la mesa y sus circunstancias, necesidad y placer vinculados a la cultura y la tierra, deben satisfacer, más que ser asunto de tendencias o excentricidades: “se trata de un oficio”, aterriza don Armando. Sabe que un bocado debe impactar al instante las papilas y con qué cepa maridar la experiencia; pero considera que cada platillo, además de ser sabroso y estar bien presentado, debe sin duda ser saludable.
También la gastronomía, ese espejo de lo que somos, que da arraigo y expresa tradición es, sin duda alguna, vínculo. Su cocina ha sido escenario de programas de televisión y radio, escuela y taller de catas, e imán para aprendices y estrellas.
Por ahí cada año todos los chefs invitados por Ben Amí Fihman al Salón Internacional de Gastronomía. No olvida la escena: Helmut Blumenthal, el chef inglés que sin poder resistir la tentación destapa la olla y desliza: “Huele a limpio”. Luego la siguiente: “Huele a dulce”. “Curucuteando lo que tenía en las hornillas, con dos palabras describió la esencia de dos platos fundamentales y mis favoritos: el mondongo, cuyo trabajo de limpieza es tan arduo como su preparación, y el asado negro”.
Y así, como punto de encuentro irremediable, también convoca en su casa la sala que se prolonga hasta la estancia tapizada de retablos con imágenes marianas, donde se impone un piano de cola y, por supuesto, su comedor. “Por mucho tiempo preparé dos cenas semanales para 24 personas, como un club”. Creadores, artistas, gente de teatro, músicos, gastrónomos, sacerdotes, y sus tantos sobrinos y sobrinos nietos compartieron con él la sorpresa que le prepararon en su más reciente cumpleaños: un recital del Orfeón Universitario. “Aun no me repongo de la emoción, yo canté jovencito en esa coral maravillosa, cuando la dirigía Antonio Estévez”.
Compartieron también en el otro imán, el jardín, ese tapete de horizonte perfecto y al ras, sembrado de árboles ancestrales descendientes de los mijaos de la casa de la niñez. Sitio dilecto de don Armando, se sienta allí a esperar el atardecer, mientras se regocija con las mutaciones cromáticas del Ávila. “Mi amada Caracas, otrora ciudad gratísima, de infinitos aleros que protegían al caminante de la lluvia, tiene que convertirse en una unidad en la heterodoxia, sí, como la hallaca; lo que no sé es si tendré tiempo de ver ese milagro”, dice el mismo que, entre otras fórmulas, conoce la de la longevidad: tener un sueño e ir por él.
Por lo pronto, el ingeniero que se dio a conocer por la manera como estructuró nuestros sabores, que desde el gusto por lo imperecedero defendió lo efímero, disfruta del olor a canela que despide la bollería que acaba de salir del horno, mientras defiende la hibridez de sazón criolla y la complejidad de una cocina que se hace en la olla, “que hay que vigilar y probar cada tanto, que es fusión desde el inicio, sí, también como nosotros”.
Nosotros es una palabra que saborea. Le parece dulce, ácida, amarga, picante, salada. Multisápida. Plural. El significado acaso no incluye a sus orquídeas. Esos seres enigmáticos de extrema belleza, “de otro mundo”, que no sabe a ciencia cierta si llamarlos flores.
Faitha Nahmens Larrazábal
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