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Ronaldinho y el mito de la felicidad

Fotografía de Norberto Duarte | AFP

22/04/2020

—¿Y si Ronaldinho en realidad es un visionario?, capaz sabía que todo esto iba a pasar y decidió encerrarse en el que consideró el lugar más seguro –me dijo un amigo.

Se refería al hecho de que Ronaldinho estuviese preso en Paraguay. Fue encarcelado luego de que lo detuvieron –junto con Roberto, su hermano y representante– por portar pasaporte falso.

En el mundo una pandemia dio pie a dos palabras que nos unieron incluso desde los lugares más disímiles: “coronavirus” y “covid-19”. El virus que salió de China afectó cada ámbito de la vida. Un lugar común es decir que el fútbol detiene el mundo. Pero el coronavirus detuvo el fútbol. Pronto, las únicas imágenes de un futbolista o ex futbolista jugando que nos llegan en tiempo presente han sido tomadas en una cárcel paraguaya.

El chiste de mi amigo es una muestra de que, incluso en el momento más bajo de su imagen pública, Ronaldinho sigue cayendo bien. A Maradona se le tilda de drogadicto, a Platiní de corrupto, a Ronaldo de gordo –como si eso fuese un insulto–, y se llega al extremo de no poder hablar de Zidane sin recordar su cabezazo a Materazzi. Ronaldinho no tuvo una carrera tan brillante como ellos que, instalados en el Olimpo, acaso lo ven como alguien que debió caminar entre los dioses, pero nunca abandonó su condición de héroe: el Heracles que no superó las doce pruebas.

Al mismo tiempo, quien fuera más famoso por su sonrisa que por la regularidad de su juego presume algo que la mayoría de quienes entraron al Olimpo envidian: la total aceptación de la gente. ¿Cuántos futbolistas podrían seguir teniendo una imagen de “buen chico” después de reventar más discotecas que canchas y luego de tener una pasantía por la prisión? Pocos se preguntaron qué hacía Ronaldinho con un documento que aseguraba que era paraguayo, en tanto muchos pidieron videos del torneo que disputó en la cárcel.

El fútbol es una mitología contemporánea. Es imposible saber lo que hay detrás de los partidos televisados. Los medios de comunicación llegaron no para mostrar verdades sino para construirlas. La chica más buena onda puede tener una imagen pública de maleducada, mientras que el más indolente puede ser un ícono de la solidaridad. Lo que vemos es artificio. A nadie le cae bien o mal un futbolista con el que no ha intimado, le cae bien o mal el retrato que construyeron decenas de asesores.

En la construcción de su imagen se cruzan tres corrientes: su desempeño en la cancha, su historia de vida y sus declaraciones. Más que personas son personajes, imágenes arquetípicas en las que vemos los valores de la sociedad que los produce.

Ronaldinho se hizo conocido por la creatividad de sus regates y porque siempre estaba sonriendo. ¿Siempre? Esa palabra y su contrario, nunca, son ilusiones. Si lo único constante es el cambio, ambas no tienen cabida como hechos fácticos. Es obvio, dirán, que Ronaldinho no estaba literalmente siempre sonriendo, sino que sonreía mucho. Y esto en un contexto en el que había cada vez más semblantes serios. Aunque en Brasil mostrar los dientes puede ser cotidiano, Ronnie alcanzó la gloria en el Barcelona. Cuando llegó al club ni siquiera los payasos sonreían.

Para triunfar con la contundencia que lo hizo fue necesario mucho más que alegría y un talento que no admite discusión. Me atrevo a decir que más recurrentes que sus sonrisas era la mirada de absoluta concentración con la que encaraba cualquier cobro de pelota detenida, esos ojos abstraídos que daban a entender que ese tipo fue a la cancha a hacer mucho más que divertirse. ¿Por qué nos acordamos más de su saludo de surfista que de los saltos de calentamientos que tantas veces dio antes de empezar a jugar?

Yo no sé quién es Ronaldinho como persona y no me atrevería a juzgarlo. Lo que sé se limita a su vida pública y a lo que se filtra de su vida privada. Más allá del humano, ¿qué nos dice la imagen que construimos de él?

En el Mundial de Corea-Japón 2002 tuvo gestos de figura mundial. En el 2004 y 2005 ascendió a rey del fútbol: fue el mejor del mundo sin discusión. En 2006 y 2007 su reinado comenzó a declinar. De ahí en adelante vivió de lo que había hecho y no tanto de lo que hacía. Incluso, cuando en 2013 el Atlético Mineiro, en el que tuvo sus últimos destellos, salió campeón de la Copa Libertadores quedó claro que por su rendimiento el retiro era lo más sensato.

Su punto más alto duró dos temporadas: 2004-2005 y 2005-2006. El resto de su carrera vivió más como una promesa: primero, de lo que podía ser; después, de que volvería a ser lo que fue.

Además, le tocó una etapa de transición. Lo que antecedió al 2008 se vería casi como un entrenamiento cuando, en los años siguientes, el fútbol diera un salto cualitativo. Para brillar en lo que vendría después necesitaría adquirir juego entre líneas (lo más destacado de su carrera se vio arrancando desde la banda izquierda, siempre con espacio), mejorar su juego de espalda al arco, ganar intensidad defensiva. Nada hace pensar que no podría haberlo hecho. Pero prefirió pulir sus rutinas de baile.

Visto solo desde lo futbolístico, la relevancia de sus acciones me resulta menos destacada que la de quienes brillaron luego de su declive: Xavi, Iniesta, Puyol, Piqué, Valdés, Busquets, Dani Alves, Casillas, Sergio Ramos, Xabi Alonso, Toni Kroos, Luka Modric, entre otros. Compararlo frente a lo que ha logrado Cristiano Ronaldo ya resultaría absurdo. Y de Messi ni hablemos, para no ofender el sentido común.

Tengo la misma percepción cuando reviso a quienes antecedieron al brasileño: Ronaldo, Zidane, Figo, Oliver Khan, Buffon, Roberto Carlos, Cafú, Raúl, Maldini, por nombras algunos. Lucio, su compañero en la selección, tuvo una regularidad y unos picos de rendimiento en escenarios top mucho más altos que él.

No se ofendan: estoy hablando –insisto– de la relación relevancia-regularidad en la élite.

¿Cuántas actuaciones memorables de Dinho recordamos en las grandes citas: finales y partidos decisivos?

El último spot que lo mostró como jugador importante fue Nike: escribe tu futuro. Emitido previamente al Mundial de 2010, exhibe a varias estrellas de la marca caminando entre las posibilidades de fracaso y de gloria: Drogba, Rooney, Ribery, Cannavaro, Cristiano Ronaldo. Casi todas aparecen haciendo grandes acciones con trascendencia deportiva (una bicicleta que acaba en saque de banda es más espectacular pero menos importante que una barrida que resuelve una situación de peligro). Todas, menos Ronaldinho. A él lo muestran haciendo piruetas –en una zona intrascendente– y cómo eso genera un impacto en la cultura popular.

Lo más importante acabó siendo eso: las emociones que nos generaba, más allá de si lo que hacía era relevante o no para la victoria.

Todo empezó con Diego Armando Maradona. Si Pelé fue una leyenda de la que todos oían y pocos tenían el privilegio de ver, la televisión hizo de las patadas del Pelusa un asunto de interés mundial. Lástima que el empeño del Diego por destruir defensas rivales solo se comparaba a su empeño por autodestruirse.

La FIFA descubrió que los goles del argentino vendían tantos periódicos como sus desplantes a la prensa, su adicción a la cocaína y los rumores sobre su vida sexual. Aunque señaló a Maradona, hizo lo posible por mantenerlo en la primera plana de los diarios. El mundo del fútbol jamás había facturado tanto.

Con el retiro del Diego, los hinchas quedaron sedientos de un nuevo dios. El trono del Olimpo era cosa de los libros de historia: Di Stefano, Pelé, Beckenbauer, Cruyff y Maradona. Pero la realidad ofrecía héroes con los que entretenerse. Era deber de los patrocinantes hiperbolizar a los candidatos a ídolos.

El Mundial de Francia 1998 nos mostró a Zinedine Zidane. Ícono de la globalización, con su ascendencia argelina tiñó de azul la Copa mientras la Marsellesa sonaba de fondo. Al mismo tiempo, otro ídolo en potencia saludó a las cámaras como un Aquiles rebelde y sensible: Ronaldo.

El brasileño era un portento físico con la precisión de un artillero de mitología. Las marcas vieron en él más potencial que en el taciturno Zidane y lo vendieron como el nuevo candidato al trono. Lo que no sabían era que el talón de este Aquiles era una rodilla hecha de cristal.

Antes de iniciar el calvario de lesiones, Ronaldo visitó Porto Alegre. Allí fue acosado en el lobby de un hotel por un adolescente de dientes torcidos y sonrisa gigante que quería un autógrafo. El muchacho, que en un partido de las inferiores del Gremio llegó a anotar veintitrés goles –cuatro de los cuales los hizo de córner–, sería conocido en el futuro como Ronaldinho. En diminutivo, porque su nombre de pila ya lo presumía su ídolo.

Las lesiones mermaron la progresión de Ronaldo e hicieron de él una estrella de selección prestada al club de turno. El fútbol no encontró un monarca absoluto, pero sí una constelación de estrellas que marcaron época con su talento para jugar y para protagonizar comerciales. Zidane, Raúl, Roberto Carlos, Figo, Ronaldo, Beckham y compañía. Este último, ligado sentimentalmente a una Spice Girl, metió un nuevo componente en las discusiones: ¿quién vendía más?

La categoría de mediático llegó en el siglo XXI como un apartado especial en el rol del futbolista. Si Ronaldo y Figo vendían era por su estampa ligada a su talento. Beckham causó más interés por posar en calzoncillos que por marcar la diferencia dentro de la cancha. El Real Madrid lo fichó pensando en que necesitaba un arquero seguro, un defensor férreo, un mediocampista creativo, un delantero letal y alguien que vendiera más camisetas que todos ellos juntos.

Beckham había sido antes la promesa electoral de Joan Laporta si se convertía en presidente del Barcelona. Laporta se impuso en las urnas, pero la casa blanca le robó credibilidad al fichar al inglés. Acorralado, recurrió a lo que pareció una apuesta arriesgada: Ronaldinho Gaucho, a quien le ofreció la gloria y exigió que tuviese un carisma equivalente al de Beckham y destacara más que todos los galácticos.

En el 2005 YouTube tenía solo seis meses de vida. A Nike se le ocurrió subir un spot para publicitar unos zapatos. Ronaldinho, con sus hombros caídos y su patentada sonrisa, aparecía sentado sobre un césped tan verde como una mesa de pool. Alguien le acercaba en una maleta sus nuevas armas: un par de relucientes tacos que el brasileño probó al instante. La magia –de la televisión– no tardó en aparecer. Desde fuera del área, Dinho estrelló la pelota una y otra vez contra el travesaño de un arco sin dejarla caer. Ese fue el primer video de YouTube en llegar al millón de visitas.

Fue aplaudido en el Bernabéu por la afición rival y le quitó el polvo a las vitrinas del Barcelona. En el proceso, inauguró la moda de los highlights: millones de aficionados prefirieron ver compendios de sus proezas que partidos completos. En una época en la que había demasiadas opciones reales al FIFA World Player y al Balón de Oro, hizo que el planeta concluyera que ambos premios debían ser suyos. Su nombre fue tasado por la publicidad en sesenta millones de euros, superando a Beckham.

En Barcelona estuvo rodeado de familiares, como un niño que se niega a cortar el cordón umbilical. No supo vivir de otra forma que perpetrando la celebración de sus logros. Después de que el Barcelona cautivara al mundo y de que Brasil lo decepcionara en el 2006, Ronaldinho pasó más tiempo durmiendo con resaca cerca del campo que entrenando. La grasa apareció en su abdomen, pronto solo sonrió en las noches de fiesta.

Salió del Barcelona con los ojos rojos y llegó a Milán para comprobar la calidad de sus discotecas. A partir de ahí solo pudo deambular por campos de fútbol para la frustración de quienes aún opinan que el Olimpo le abrió las puertas, pero él se distrajo cuando pasó una comparsa de samba.

Juan Villoro dice que el fútbol es el retorno a la infancia. Lo atractivo de Ronaldinho es que no parecía retornar a ella, sino vivir ahí. Era un símbolo de los valores contemporáneos: talento, sí; pero, sobre todo, mucha fiesta, fama y diversión. Una vida de Hollywood que, nos dijeron, no estaba peleada con la posibilidad de trascender, perdurar y ser el mejor. Ronaldinho podía rumbear y luego marcar un golazo de tiro libre. El equivalente era pasar la semana de juerga, no abrir un libro y graduarse en la universidad con honores.

Nos engañaron.

En 2006, su hermano y representante declaró: “Ronnnie se entrena incluso los días que tiene fiesta, que cumple con un programa de recuperación física”. La declaración, emitida como una muestra de responsabilidad, sería impensada en la carrera de los jugadores que reinaron después. Cristiano Ronaldo llegó a presumir que hacía tres mil abdominales diarios, mientras Messi se casó con el pescado y renunció a los dulces.

Tras ascender al trono, Dinho esperaba vítores. Pero el mundo seguía pidiéndole más: más goles, más asistencias, más títulos. Él se había liberado, al parecer, de los traumas que cargaba: la muerte de su padre, la lesión que sacó del fútbol a su hermano, la pobreza que rodeó a la familia. Cuando era niño un profesor le insistía conque debía estudiar: “¿Para qué? Yo voy a ser futbolista”, respondía. El héroe había cumplido su sueño. Ahora debía enfrentarse a sí mismo, alcanzar la madurez. Fue entonces cuando el mito resultó devastador.

Pocos futbolistas lucían, por ejemplo, tan plenos como Carles Puyol. Aun después de retirado, cuenta lo mucho que disfrutaba de entrenar, de cuidarse, de llevar una vida que algunos tildaban de “sacrificada”. La seriedad y disciplina con la que se desenvolvía contrastaba con, por ejemplo, las actitudes de Ronaldinho. Sobre el segundo era imposible saber si era feliz aunque todos se esforzaban en que lo pareciera. ¿Quién disfrutaba más su vida?

El mundo pone presiones sobre las figuras públicas. La obsesión con el triunfo tampoco parece sana. Si alguien cumple su sueño y luego baja la intensidad, ¿puede ser enjuiciado? ¿Quién dijo que a todos nos hace feliz lo mismo? El problema es que las actitudes de Ronnie no eran las de alguien que se siente pleno, sino las de un adolescente que desea que la fiesta no termine.

Es verdad que no descubrió las discotecas cuando inició su declive; ya antes salía. El desgaste es acumulativo, las exigencias del fútbol se estaban haciendo más altas y el problema más que su indisciplina era su indolencia. Hubo períodos en los que apenas cumplió con un tercio de los entrenamientos de la temporada.

Para mí, la felicidad (“estado de grata satisfacción espiritual y física”, dice el DLE de la RAE) no es una emoción sino un estado. Dentro de ella hay períodos de tristeza, alegría, rabia, etc. Es como estar enamorado: un día puedes estar triste o molesto con tu pareja, pero eso no significa que ya no la amas. Todo depende del nivel de plenitud: una relación entre las gratificaciones y los placeres, en el que los primeros pesan más. De eso y de tener un sentido, un propósito.

Dudo que hacer tres mil abdominales sea placentero, pero intuyo que será satisfactorio.

Ronnie era el sueño de mi generación: sacó a su familia de la pobreza, vivía con su madre, su hermana lo asesoraba y su hermano llevaba su carrera. Nunca se le conoció pareja formal, fue papá antes que esposo y el dinero no era un problema. La figura de este mito se erigió como un héroe que no supo completar su proceso de individuación, que siempre dependió de las decisiones de otros. Ya preso en Paraguay, su abogado llegó a afirmar que era “tonto” para que le rebajaran la sentencia.

¿Tiene su fútbol algo de infantil?, le preguntaron una vez. “Puede ser. Por atrevido. O porque me divierto jugando”, respondió. Divertirse es importante. Quizá, eso sí, se debió haber resaltado también la intensidad con la que entrenó para alcanzar el nivel que tuvo en 2005. La alegría puede surgir del placer de comerse un chocolate. La felicidad demanda también hacer ejercicio.

Mientras el mundo atraviesa una pandemia que nos obliga al encierro y a repasar qué valoramos –a la vez que renunciamos a muchos placeres–, Ronaldinho se gana un lechón de dieciséis kilos en un torneo en prisión. Los funcionarios y presos le piden fotos. En su primera tarde en el patio, solicita unos zapatos deportivos. El partido termina 11-2. Dinho da seis asistencias y marca cinco goles. Se le ve más delgado que en los últimos siete años de su carrera.

Nunca he entendido aquella frase de Truman Capote: “Odio escribir pero amo haber escrito”. Si yo no disfrutase de escribir, no lo hiciera. Otra cosa es que me resulte placentero, pero sin duda el proceso es de mis experiencias más lindas y gratificantes. Más allá del resultado, me estabiliza y me da paz.

“La pelota es mi amiga, mi compañera, mi novia, es todo para mí”, declaró Ronaldinho una vez. Resultó conmovedor recordar esas palabras mientras veía una foto de él jugando en prisión. El brasileño parece amar la pelota con la inocencia de cualquier niño. Pero figuras como Puyol parecían amar mucho más la vida de un futbolista profesional. Y figuras como Pep Guardiola –quien, en palabras de Jorge Valdano, es el “Steve Jobs del fútbol”– cambiaron la historia del deporte con una pasión y amor sin límites: en sus ojos se ve la certeza de quien sabe que tiene una misión.

La mitología muestra a Dinho como un adolescente que sabía lo que le gustaba, pero que no supo encajar durante demasiado tiempo eso en el mundo adulto. Las noticias y todo lo que se genera a su alrededor dan a entender que a su vida le falta rumbo. Ante esto, su hermano y demás agarran el timón y lo dirigen hacia el dinero y el marketing.

Mientras tanto, un adolescente, que cumplió cuarenta años estando en prisión, patea una pelota como si esa fuese su única certeza. Y sonríe, claro, porque aprendió que solo así caía bien, que esa sonrisa que una vez lo libró de deberes académicos y le permitió escaparse de un entrenamiento también podría sacarlo de la cárcel. Pero en sus ojos, cada vez que hace una aparición pública, no se nota la tranquilidad del humano pleno, sino la incertidumbre de alguien que antes de recibir el Balón de Oro de 2005 dijo: “Para entrar en la historia necesito títulos. Y para jugar al fútbol sentir la motivación por ganar”, y no sabe dónde extravió esa motivación. O si la misma de verdad encajaba con su sentido de vida.

¿Con cuál sentido?

Mi amigo me dijo, en tono de chiste, que es posible que Ronaldinho fuese un visionario. Yo pienso que hay que tener cuidado con crear una vida que gire en torno a los placeres. O peor: con confundir la alegría con felicidad.


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