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Hay un punto de iniciación de lo que seguramente es un antes y un después en la visión espiritual de Occidente y, particularmente, del catolicismo. En la más reciente bendición Urbi et orbi, dirigida a la ciudad de Roma y al mundo entero, “el Papa Francisco usó gestos y símbolos porque no le estaba hablando sólo a los católicos, porque entiende que la crisis del COVID-19 es tan global que ubica a la Iglesia en un nuevo discurso, en el que toda su misión tiene que volcarse hacia la humanidad entera, independientemente de las creencias de las personas”.
Quien habla es Rafael Luciani, doctor en Teología, profesor titular de la Universidad Católica Andrés Bello y Extraordinarius de la Escuela de Teología y Ministerio del Boston College (Estados Unidos). Luciani colabora con el proceso de reformas eclesiales que se llevan actualmente en la Iglesia bajo el actual papado. Urbi et Orbi se transmitió vía satélite a todo el mundo y realmente hubo una compenetración espiritual que estremeció a la audiencia por su significado y su alcance. Es un paso adelante mientras el mutismo y la inacción sigue siendo la sempiterna respuesta de organismos como Naciones Unidas, por ejemplo.
Desde una perspectiva moral y espiritual versa la conversación que sigue a estas líneas. Le he pedido a Rafael Luciani que no eluda el componente político, porque es ahí, precisamente, donde la falla estructural —abierta por el virus— amenaza con provocar un terremoto social y económico que, si no actuamos a tiempo, va a estremecer a todo el planeta. Las opciones están sobre la mesa y el liderazgo no se puede dar el lujo de eludir su responsabilidad.
Para decirlo en una frase que se ha convertido en lugar común: la crisis saca de nosotros lo mejor, pero también lo peor. Quizás la solidaridad tiene una dimensión política, pero ahí hemos visto muy poco del Estado y de sociedad en general. ¿Realmente cree que vamos a salir de esta pandemia con solidaridad y empatía?
Una cosa es la solidaridad producto de la emergencia humanitaria y de la crisis que conocemos en América Latina y otra cosa muy distinta es entender que la solidaridad toca lo más humano que tenemos. No es sólo una actividad producto de una coyuntura, sino una relación con el otro, en la que ambos, recíprocamente, nos damos como seres humanos. En la sociedad venezolana se tiende a confundir la solidaridad con las acciones específicas que atienden necesidades de las personas vulnerables. Y de eso se ocupa el Estado y las organizaciones humanitarias. Pero la solidaridad es un valor humano que me define ante la sociedad. Cuando esas acciones específicas y coyunturales son cooptadas por un discurso oficialista se confunde la solidaridad como algo ideológico. Entonces tranca toda posibilidad en caso de una ayuda humanitaria. Esto, en mi opinión, revela todo un proceso de deshumanización en el que hemos venido caminando y donde este tipo de valores, para muchas personas, no encuentran asidero. Una sociedad que, en lo más profundo de sus relaciones cotidianas, no entiende que la solidaridad es un valor y algo natural, pues en las actividades concretas no la va a expresar.
A propósito de la pandemia estamos obligados moralmente a practicar la solidaridad, a observar la cuarentena, a cuidar no sólo de nuestras vidas, sino la vida de los demás. ¿Realmente los venezolanos estamos preparados para enfrentar las amenazas que supone la pandemia?
El aislamiento social sólo funciona en países en los que se acompaña a las personas con políticas públicas, que ayudan a sobrellevar la situación económica que implica el hecho de quedarse en sus casas, el hecho de no contar con mi trabajo diario. A posteriori, en la pos pandemia, puede crearse un problema mayor, porque el número de personas que quizás mueran por causas socioeconómicas puede ser mucho mayor al número de personas que actualmente mueren por causa del virus. En el caso de Venezuela no podemos hablar de la pandemia como se hace en España o en Italia, porque en esos países se aplican políticas públicas que acompañan a la persona que está aislada. En el caso de Venezuela hay una vulnerabilidad completa, porque una gran mayoría de la población —alrededor del 60%— vive del día a día. Esas personas no van a tener lo necesario para subsistir. Yo creo que hay un problema, porque se hacen comparaciones entre países como si fuesen lo mismo.
La Organización Mundial de la Salud ha anunciado que en los próximos días vamos a ver el pico de la pandemia —tal como ocurrió en China y actualmente en Italia y España— en los países de América Latina. No tenemos las herramientas de las cuales disponen esos países. ¿A qué dilemas morales nos vamos a enfrentar?
La vulnerabilidad no es sólo quedarnos frágiles e impotentes. También es la capacidad de asumir este drama que nos tiene cada vez peor. Es la solidaridad en la dimensión de la que hablamos. Por ejemplo, en un contexto donde la gente no va a tener acceso a la alimentación, hay una responsabilidad colectiva, de cada familia, de cada persona. Pero también hay una responsabilidad pública, donde se involucra no solamente el Estado sino organizaciones como la Iglesia. La Iglesia, tal como está ocurriendo en Europa, pone a disposición no del Estado sino de la gente infectada o de personas que viven las calles y no tienen donde resguardarse, un colegio que actualmente no está en uso, una casa de retiro que en este momento está vacía. Creo que a la Iglesia, en América Latina, le toca jugar ese papel.
¿Pero cuál es el papel de cada uno de nosotros? ¿Cuál es el papel de las organizaciones humanitarias o de Derechos Humanos, por ejemplo?
Exigir que exista un espacio humanitario donde no entre la política, porque en este momento lo que está en juego es la vida de las personas. Estamos hablando de miles, quizás cientos de miles de personas, que en pocas semanas podrían fallecer, según estimaciones que se han hecho. Ahí la Iglesia —así como la sociedad— puede contribuir, pero no podemos decir que no se está haciendo nada. Hay organizaciones que, con todas las normas de seguridad, están llevando comida a las zonas más vulnerables —en el caso de Carapita, en Caucagüita, por ejemplo—, en donde organizaciones eclesiales y no eclesiales están haciendo eso. No se puede generalizar. Se han activado respuestas concretas a la situación que se ha generado.
El venezolano tiene una relación pragmática y de larga data con la visión asistencialista que ha prevalecido en el Estado. Digamos, ese intercambio de lealtades políticas a cambio de beneficios socioeconómicos, sean puntuales o no. ¿No es una rémora para enfrentar las amenazas que plantea el COVID-19?
El asistencialismo no es la solución —ni a mediano ni a largo plazo— porque crea una relación de dependencia en el sujeto. No es sostenible en el tiempo. Tienes que dar un paso adelante. Puedes atender una necesidad inmediata, si la gente no tiene acceso a lo mínimo indispensable, digamos, para alimentarse. Pero tiene que haber una política de acompañamiento que sirva para la reinserción de la gente en la economía productiva. Esa es la misión de Cáritas, por ejemplo. Los gobiernos en Venezuela han usado el asistencialismo, primero, para captar votos —en la era democrática— y luego —durante el chavismo— para el control político y social. Es decir, para imponer el modelo autoritario.
En las redes sociales refieren la actuación de personas que denuncian a un vecino porque presenta síntomas del virus. Escuchan la tos, los estornudos y marcan un número de teléfono. ¿Esa es una conducta que deberíamos rechazar? ¿O es gente que está actuando de buena fe?
Se corre el riesgo de crear tal estado de miedo que, ante cualquier cosa, yo denuncio a la persona sin siquiera hacer algo previo, como puede ser llamar a un médico o establecer el vínculo para que esa persona se contacte con un médico. Hay que tomar en cuenta que la llamada se hace en el contexto venezolano, donde todo está politizado. El reto que enfrentamos es cómo yo despolitizo la emergencia humanitaria que estamos viviendo y que se va a agravar en los próximos días. Entonces, hay un primer temor a la forma en que piensa el otro y un segundo temor a que me transmita el virus en un país donde no hay una estructura de salud pública a la que yo pueda asistir. Es toda una realidad social que me va llevando a tomar decisiones, de las que no necesariamente soy consciente, pero que son deshumanizadas. A mí me preocupa porque la situación política desvirtúa todo tipo de respuesta, incluso, la individual.
América Latina es el continente más desigual del mundo. Nos hicimos los locos con ese tema. Y ya sabemos que las grandes mayorías, los más vulnerables, son las víctimas de los desastres naturales. Tal vez sea una oportunidad para poner de relieve lo terrible que significa la desigualdad en la vida de los seres humanos. ¿Qué diría alrededor de este tema?
En los años 60 la Iglesia dijo que la pobreza era el signo de los tiempos en América Latina. Hoy en día es la inequidad. Hay una gran diferencia, porque en la inequidad toda estructura pública (de salud, educación, seguridad) queda inaccesible para la mayoría de las personas, por lo tanto se crean pequeñas burbujas que pudieran sobrevivir en situaciones como las actuales y la mayoría que no va a contar con eso. Pero lo que se descubre con esta pandemia es que todos somos completamente vulnerables, independientemente de los medios que tengamos. Y eso revela un terrible mal desde el punto de vista moral si no es el momento de reconstruir la estructura política, económica y social, en la que tengan acceso todas las personas. Si los países son incapaces de leer la inequidad como el signo de los tiempos, habremos perdido una oportunidad de rectificar nuestra visión de lo que significa el ser humano.
Lo que hemos visto es justamente lo contrario. Aquí se está fortaleciendo el autoritarismo, el populismo y la opción del sálvese quien pueda. Los sistemas democráticos están perplejos, incapaces de reaccionar, incapaces de proponer una vía diferente.
Ya hemos visto lo que es el control. En América Latina prevalece en general una mentalidad autoritaria en lo político, en lo cultural. Sociedades sometidas al control, al miedo, a la dependencia a la luz de todo ese fenómeno. Pero también está la alternativa, aunque minoritaria, de fortalecer la responsabilidad personal y social en estos momentos. Hay países que lo han dicho con claridad en el discurso político. Si cada uno no hace lo que tiene que hacer individualmente, todos nos vamos a ahogar en este problema. El caso de Venezuela revela el extremo de la maldad de un régimen donde todo es controlado. Al llegar la pandemia lo que se hace es fortalecer el sistema de control y miedo.
Aquí no se publican estadísticas de enfermedades transmisibles —malaria, dengue, zika, chikungunya, tuberculosis— desde 2012. Ni siquiera sabemos cuántos homicidios se cometen en Venezuela anualmente. Y la pregunta es ¿cuál sería la razón que nos lleve a creer en las cifras que dan a conocer el señor Maduro o la señora Delcy Rodríguez en relación a esta pandemia?
Publicar cifras o decir lo que realmente acontece revela que el sistema de salud fracasó. O que el sistema de políticas públicas de promoción del ser humano fracasó. El régimen se encuentra ante un gran dilema. Decir o dar a conocer cifras es reconocer públicamente el fracaso. Es decir, ambas cosas están correlacionadas. No hay ningún régimen autoritario que suministre cifras transparentes de lo que ocurre en cualquier ámbito de la sociedad. Lo mismo sucede en China. Realmente, no sabemos cuál es el origen de esta pandemia, ni tampoco el número de personas que realmente resultaron afectadas, porque inmediatamente se cerró todo de lo que se supo después. Si los regímenes autoritarios revelan números con transparencia están dando a conocer el fracaso la visión política ideológica que están promoviendo.
Se han hecho varias propuestas. Henrique Capriles hizo la suya, así como Leopoldo López y, obviamente, Nicolás Maduro hizo lo propio. Si esto no fuera una tragedia sería algo risible, porque todos sabemos que, sin unidad de criterios, sin un liderazgo reconocido, aquí no hay posibilidad de enfrentar con éxito al virus. ¿Qué es lo que está pasando en la esfera política? ¿Por qué seguimos en lo mismo?
Si nos salvamos, nos salvamos todos; si nos morimos, nos morimos todos. Eso es lo que tenemos que entender frente a lo específico, lo único, lo novedoso, que es esta pandemia global. No hay punto medio. Todos estamos sujetos a infectarnos, todos nos podemos morir. Ese criterio no está dado en ninguna de las partes que pueden intervenir en Venezuela para solucionar esto. Ni desde el punto de vista oficialista, ni desde el punto de vista de la oposición. Y eso es grave. No es suficiente que simplemente exista una política pública por parte del gobierno y que existan ayudas humanitarias por parte de la oposición. La situación es tan distinta a cualquier otra crisis que hayamos enfrentado en el mundo que no queda otra. O nos salvamos o nos morimos todos.
Sería un punto de partida, un primer criterio a tomar en cuenta, pero la crisis es de tal magnitud que seguramente es insuficiente. ¿Qué otras consideraciones son necesarias?
Un segundo criterio es que las políticas públicas que pudiera aplicar el Gobierno no tienen la infraestructura necesaria para que sean viables y puedan ofrecer, realmente, una solución a lo que nos estamos enfrentando. No la tiene. Estamos contra la espada y la pared. Si no hay una apertura del Gobierno a reconocer que necesita apoyo y ayuda internacional no va a haber ningún tipo de avance. En el caso de la oposición hay que decir que este no es el momento de políticas para buscar espacios de poder. Si la oposición no tiene un discurso unitario frente a esta pandemia, pues tampoco va a ser creíble que pueda ofrecer algo que ayude a una solución. Según cifras oficiales, el 70% de la población mundial será infectada, sólo entonces la pandemia comenzará a pasar.
¿Cifras oficiales?
A esa coincidencia han llegado estudios que se han hecho en Alemania, Israel y Estados Unidos. No es una cifra inventada. No es un número gracioso. Son realidades. Los tres han dicho lo mismo, el 70% del mundo se va a infectar para que empiece a bajar el pico real de la pandemia.
¿Qué es lo que más le preocupa? ¿Qué es lo que quisiera ver?
Lo que más me preocupa es la cantidad de muertos que va a haber, algo inevitable en un país que no cuenta con una infraestructura capaz de responder. Y a nivel global, aún teniendo la infraestructura, la misma situación de muerte que nos viene. Me preocupa también y de manera significativa la situación económica, donde ya hay millones de desempleados en todo el mundo y vamos a vivir una catástrofe económica sin precedentes. Eso significa que una mayoría de la humanidad que ya era pobre ahora va a ser miserable. Estamos en un tránsito de la pobreza a la miseria a nivel global. Se está creando un fermento de situaciones políticas que pueden ser aprovechadas de situaciones sociales de exclusión. Lo que viene exige un liderazgo que hoy en día entienda qué significa, a partir de esto y después de esto, una sociedad más humana, con una visión social, con una visión espiritual que no tenemos en este momento.
O elegimos la visión que acaba de vislumbrar o lo que viene es más violencia y más deshumanización.
Sí, una sociedad de la anarquía, con pequeñas burbujas de control social. Eso es lo que va a ocurrir en muchos contextos, no digo en todos los países, pero sí en aquellos países donde la inequidad es una realidad transversal. Se van a producir explosiones sociales; de hecho, ya han ocurrido y los estados apenas van a poder hacer control social en pequeñas burbujas. Después de la pandemia no van a tener el control al interior de las fronteras de un país, ni política ni económicamente porque van a quedar estructuras muy desgastadas.
Hugo Prieto
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