Fotografía de Luke Giese / Flickr
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Odiaba esos madrugonazos. Mi hermano, que estaba obsesionado con hacer una carrera en un deporte que no daba ni medio en Venezuela, me llevaba los fines de semana al Parque del Este.
El plan era que le acompañara en su entrenamiento espartano. Obviamente no le seguía el trote y terminaba detrás de algún animal que rondaba los charcos. Tan distraído andaba una vez que un día terminé metido de patas y cabeza en el agua.
El caso es que mi hermano se machacaba con las barras, las carreras y las flexiones. Me animaba a que le siguiera. Su confianza en mí era más grande que la mía. Pero yo era muy flojo como para aguantar el ritmo. ¿Jugar? Jugar sí me gustaba.
Apenas rodaba el balón, enganchaba, driblaba, pateaba… hacía todo lo que le había visto hacer a mi hermano César. Y no puedo negarlo, eso me ayudó en mi infancia para pertenecer al grupo de los que escogían para ir a la cancha. Pocas veces estuve en la banca.
Así fue hasta la universidad. Sin embargo, realmente no tenía ese extra que convierte a un jugador promedio en uno competitivo. Tal vez por eso escogí el periodismo deportivo, de forma inconsciente. Era una manera de seguir ligado a algo que sabía hacer, sin la necesidad de estar en el gimnasio.
Cuando comienzas en la fuente deportiva, te toca cubrir muchas ligas infantiles. Es la materia que los más curtidos van dejando. Fácil no era. Hacer una crónica de 2000 caracteres, cuando esos pequeños apenas pueden articular una frase, alargaba la descripción de los goles. Ya quisiera Lázaro Candal tener tanta creatividad.
Pero era divertido. Los niños siempre van a donde ruede el balón. Imaginen un cardumen de peces pequeños que se mueven de lado y lado. Nadie guarda su puesto o rol en el campo. Hasta el arquero puede terminar en la mitad de la cancha.
Lo desagradable era ver y escuchar las reacciones de los padres. Hasta la última vez que fui a un partido de muchachos de 15 años –y de eso no hace mucho– seguían protagonizando los peores momentos.
Es fácil adivinar el impacto de estas reacciones. Los niños y adolescentes compiten cada vez más por la imagen de éxito que venden los medios de comunicación y ahora las redes sociales, pero, sobre todo, para no defraudar a sus padres.
Una vez un técnico, que luego haría carrera exitosa en primera división, después de una entrada muy dura en un entrenamiento entre compañeros de una división juvenil, sentó al infractor. “Ése es una mami, por eso es que este técnico es una mierda”, dijo a viva voz el que, supongo, era cercano al muchacho que pasó a la banca.
Groserías, golpes, enfrentamientos entre los mismos padres. Todo esto se ve en cualquier cancha de Venezuela y, por lo que he hablado con otros periodistas, en el resto de Suramérica.
“El niño tiene que recrearse, aquí los ponemos a competir desde la categoría Compotica”, analizaba Richard Páez en una de las tantas conversaciones que tuvimos sobre fútbol.
“Primero tienes que agarrarle el gusto, crearles valores desde el trabajo en equipo y después sí, con los años, ir desarrollando un programa acorde a los objetivos. Pero aquí cualquier técnico quiere ser campeón con cualquier categoría por encima de todo y eso no forma, es una vitrina sólo para el entrenador”, seguía Páez en un discurso que tenía de fondo el tema de los cambios que necesitaba Venezuela para competir con el resto del continente.
Pasaron por mi mente todos estos recuerdos ahora que estoy en Colombia y vi el primer entrenamiento de mi hijo.
Román tiene siete años. Como todo pequeño de esta época, ha desarrollado una gran capacidad para protagonizar cualquier videojuego. Cuando no está con una consola, mira videos en YouTube de sus ídolos: Germán, El Rubius, Fernanfloo y no se quién más. De hecho, descarga e instala programas y un día descubrimos con estupor, su madre y yo, que con apenas cinco años sabía cómo comprar actualizaciones por internet.
Como toda mujer sabia, la mamá decidió inscribirlo en natación y ahora en fútbol. Lo primero se le da mejor que lo segundo. Probablemente porque para nadar sólo necesitas tus brazos y piernas. Es un reto con tu mismo cuerpo. En el fútbol no, allí tienes que competir contra otros niños, que pegan patadas, empujan y le dan duro a la pelota.
Mi generación creció pateando cualquier cosa en la calle. Eso te daba una formación previa, una cura de cicatrices que funcionaban de escuela antes de ingresar a un entrenamiento organizado. Para los pequeños de ahora es al contrario. Inmersos en un mundo de violencia, con avenidas y calles cerradas o sólo para los automóviles, ya no tienen al asfalto como primera prueba.
Román, pues, lleva pocas clases y se nota en la cancha. Casi no le pasan el balón. El profesor, un joven de unos veinte y tantos años, lo toma siempre en su equipo para que pueda disfrutar de algo de acción. Y este martes, contra todo pronóstico, anotó un gol. Una pelota que le quedó providencialmente cerca de la raya y sólo tuvo que empujarla.
Mi hijo corrió como loco y hacía unos gestos realmente muy extraños. Supongo porque aún no ha visto cómo celebra Cristiano Ronaldo o cualquiera de esos jugadores del Mundial, como Antoine Griezmann, que copian los bailes de Fortnite.
Esa felicidad también me hizo viajar en el tiempo y aterrizar en el parque Paramaconi, que está en San Bernardino, zona que está rodeada de barrios (Cotiza, Sarría, Los Erasos).
Dirigía yo a los infantes de la parroquia. En el equipo había chipilines con un enorme desarrollo físico y técnico y otros que no tenían la fuerza para empujar el balón.
En uno de los partidos más difíciles, ganábamos 6-3, cuando ingresé al más chiquito. Su mamá lo llevaba religiosamente a todos los entrenamientos. Pasó cinco minutos en cancha y fue suficiente para que el rival volteara la pizarra.
Ese día recibí insultos de todos lados. Sin embargo, eso no me dolía tanto como ver la cara de aquel niño que se sentía culpable de lo que había pasado.
Un día me lo conseguí, ya convertido en adulto. Le pregunté si se acordaba de ese día. Y me dijo que sí, que durante unos días no quiso volver a jugar fútbol, pero que en una caimanera lo invitaron a sumarse y volvió al campo.
“Next goal wins” es uno de los documentales más interesantes del mundo del balompié. El título en español lo dice todo: “El peor equipo del mundo”. Cuenta la historia de Samoa Americana, que cayó 31-0 en 2001 contra Australia y desde entonces ostenta el récord Guinness por la mayor derrota en unas eliminatorias al Mundial.
Fue el peor equipo clasificado de la FIFA durante 17 años porque durante ese tiempo sólo anotó dos veces en dos décadas. Ver el esfuerzo de todos estos jugadores, entre los cuales hay un transgénero, es toda una lección para los seguidores del fútbol
Andrés Iniesta dijo una vez en una entrevista: “El sentirte feliz como persona es superior a cualquier triunfo”. ¿Cómo cambiaría nuestro entorno si, en vez de juzgar a los pequeños como buenos o malos en el campo, o cualquier otra actividad, sólo los dejáramos ser? Es una pregunta que todos debemos hacernos.
Jován Pulgarín
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