Fotografías de Alfredo Lasry
Cristian Oropeza tiene 19 años y no conoce a sus padres. No sabe dónde están sus seis hermanos. Estudia Contaduría Pública en la Universidad Alejandro de Humboldt, en Caracas. Es fanático del Fútbol Club Barcelona y soñaba con ser futbolista profesional. Hace una semana metió tres goles seguidos en un partido entre amigos. Es el mayor de nueve adolescentes que viven en la Casa Hogar Don Bosco de Sarría, una asociación civil que alberga a varones en situación de riesgo.
Un hombre asaltó a Cristian hace un año. Le robó la cartera, el reloj y el iPod en el Parque Los Caobos. Llegó a la casa hogar deprimido. No solo le habían arrebatado tres años de reguetón, pop y bachata. También las notas que llevaba sobre su vida. “Cuando escribía en el iPod me sentía liberado. Allí estaba todo lo que quería decir sobre mi pasado y mi presente, cosas que pensaba hacer y otras que odiaba, personas que quería y que me caían mal”. Antes escribía para sí mismo. Ahora, a punto de cumplir 20 años, quiere contar su experiencia para ayudar a otros niños y jóvenes que crecen sin su familia, como él.
Un día de 2004
Mercado de San Martín, oeste de Caracas
Un niño perdido
“Siempre viví con mi hermano mayor y mi abuelo en La Vega. Pero era un caos. Mi abuelo era alcohólico. Yo era el menor pero tenía la mentalidad de un chamo grande. Cuando mi abuelo se metía esas rascas, tenía que bañarlo, cambiarlo, cocinarle, acostarlo. Era un problema porque cuando él tomaba mucho se quería ir a la calle. Una vez se cayó. En otra ocasión se quiso ahorcar. Yo vivía siempre llorando. Siempre con el ánimo por el suelo. Llegué a una casa hogar porque me perdí”.
Cristian tiene 6. Deambula solo en el mercado municipal de San Martín. No encuentra a Julio, su abuelo materno. Camina entre los puestos de verduras y busca entre la gente a un hombre calvo, con lentes de aumento y olor a alcohol. Julio no tiene más de 60 años y administra un negocio de hortalizas. Pero no está en su puesto. Tampoco su mercancía.
Todos los días toman el autobús desde su casa en La Vega hasta San Martín. Son 5 kilómetros. El niño va a la escuela y después se reúne con su abuelo en el mercado. Sabe leer y sumar. Recibe los pagos y cuenta el dinero de las ventas. Los clientes están acostumbrados a verlo. Pero esta vez, Cristian pasa toda la mañana en un puesto de empanadas, cerca del pasillo de los carniceros. Mira películas en un pequeño televisor y espera que su abuelo pase por él al mediodía para regresar a casa. Son casi las 3:00 de la tarde y no sabe dónde está Julio.
El pequeño conoce el camino a casa, pero necesita transporte. Le pide a unos conocidos en el mercado que lo lleven. La casa de Cristian es grande, una construcción sin terminar en lo alto de Los Paraparos de La Vega. La cocina, el baño y la cama -la única que hay- están en el mismo espacio. No hay muebles ni armarios. Dejan la ropa sobre las sillas. No hay fotos de mamá y papá. Sus identidades se resumen a unas anotaciones en una libreta de Julio. El niño la ha leído varias veces a escondidas. Memorizó el nombre y la cédula de identidad de su madre. A veces Luis, su hermano mayor, se queda en casa cuando no está en las calles o en un albergue. Las ventanas no tienen vidrios ni rejas. Son solo huecos en las paredes. Las noches suelen ser frías en casa de los Oropeza.
Cristian abre la puerta. Todo está como lo dejó en la mañana. Julio no ha vuelto. El niño intuye que algo anda mal y decide buscarlo. Piensa en los sitios que frecuenta su abuelo. Visita las licorerías y las casas de los amigos donde suele quedarse hasta perder la conciencia. Cristian le ayuda a cambiarse la ropa y lo guía hasta la cama. A veces le prepara un sándwich, una arepa o una pasta con queso.
Casi anochece y Julio continúa desaparecido. Cristian ya no sabe dónde buscar. Regresa a San Martín y encuentra una licorería a unos metros del mercado, pasando una callejón estrecho. Varios hombres beben a las puertas del local, pero ninguno de ellos es su abuelo. Se sienta al borde de una cancha y mira a unos niños jugar béisbol. Se entusiasma y se une al grupo hasta que todos se van a sus casas. Se queda solo de nuevo. Solo distingue la silueta de los edificios y las sombras de los transeúntes. No reconoce las calles por las que ha caminado. Llega la noche y Cristian descubre que es él, y no su abuelo, quien está perdido.
En un puesto de perros calientes ve a un policía comer la cena.
—Señor, ayúdeme.
—¿Qué te pasó, niño?
Cristian le cuenta su historia.
—Súbete a la moto.
Se detienen frente a un edificio gris. Cristian lo reconoce. Cuando su hermano adolescente se metía en algún problema, su abuelo acudía a aquel lugar y él lo acompañaba. A sus 6 años ya ha escuchado la palabra Lopna varias veces. Ley Orgánica para la Protección del Niño y del Adolescente. La asocia con cosas buenas. Cristian está en la sede del Consejo de Protección del Niño, Niña y Adolescente (CPNNA). Lo entrevistan, toman nota de todo lo que dice, y le prometen ayuda. Imagina que pronto llamarán a su abuelo y regresará a su casa. Entre los presentes, un hombre le dice que puede quedarse a dormir en su apartamento esa noche.
Permanece por una semana bajo el techo de aquel extraño. El desconocido lo deja bañarse y le da de comer, pero no puede estar allí por más tiempo. Es ilegal acoger a un menor de edad sin seguir los procedimientos para su adopción o colocación familiar. Regresan al CPNNA y es enviado a una casa de abrigo.
A 30 kilómetros de su casa en La Vega, Cristian se reencuentra con su hermano mayor. Están en una fundación que da abrigo a varones en Hoyo de la Puerta, en el estado Miranda. La entidad civil es dirigida por pastores evangélicos. Al niño no le gusta la casa. Mira las rejas que la rodean e imagina que es una cárcel. Pero la presencia de su hermano lo tranquiliza. No confía en él, pero al menos es un rostro conocido.
La hermandad se quiebra muy pronto. Cristian tiene solo dos semanas en el albergue cuando Luis decide escapar. Es la última vez que ve a su hermano mayor.
Un día de 2009
San Antonio de Los Altos, estado Miranda
Controlar las hormonas
“Pienso que mi familia nunca me quiso. Cuando estaba en la casa hogar de San Antonio de Los Altos, mi abuelo fue una vez. Me contó todo sobre mi mamá. Me enteré de que tenía una manada de hermanos. Juró y perjuró que me iba a visitar todos los sábados. Pero más nunca apareció. ¿Dolió? Sí. Bastante. Pero cuando empecé a ver que mi abuelo y mi familia no me buscaban, también me desentendí de ellos. No puedo llamar familia a alguien que no se preocupa por mí. Abogados y personas de defensa pública me entrevistaban y decían: ‘Te estoy buscando a tu mamá. Te estoy buscando a tu papá’. Ese era mi sueño. Conocerlos. Pero con el tiempo perdí el ánimo”.
Cristian tiene 11. Ha vivido en la casa hogar de Hoyo de la Puerta por cinco años. Despide a otros niños que son adoptados o colocados en familias sustitutas de forma temporal. Ve a otros escapar de regreso a las calles, donde no existen normas ni deberes. En 2009, cierran el programa de abrigo para varones. Trasladan a cinco niños de buen comportamiento a una casa hogar de niñas en San Antonio de Los Altos. Cristian es uno de ellos. Duermen en un cuarto con un baño en la planta baja, mientras las chicas están en una habitación en el tercer piso. La instrucción principal es mantenerse lo más lejos posible de ellas. Ni siquiera comparten la mesa.
Con el tiempo las reglas son más duras y los jóvenes están aislados casi todo el tiempo. Si las muchachas caminan libremente en la casa o en los jardines, ellos no pueden salir de la habitación. Por unas horas no es tan malo. Ven películas. Completan aventuras en los videojuegos de su Play Station. Pero nada mitiga la sensación de encierro.
Sus amigos del colegio y del liceo planean salidas a centros comerciales. Juegan partidos de fútbol. Se reúnen los fines de semana. Cristian no es parte de ningún plan. No tiene autorización para salir de la casa. Tampoco puede tener un celular. Se hace amigo de Javier, uno de los educadores de la casa. Está en silla de ruedas porque hace algunos años recibió un tiro en la espalda. Javier defiende la libertad de los chicos y los cuida. Se gana la confianza de Cristian y se convierte en su padrino.
Cristian estudia primaria y parte del bachillerato en la Unidad Educativa Alma Mater. Luego se va al colegio José Gil Fortoul, en Los Teques. En ambas instituciones coincide con una de las niñas de la casa hogar, una morena de 18 años. Le atraen sus ojos. Es cariñosa. Tiene 14 años y le gustan las niñas. El pastor de la casa hogar le ha dicho que mirarlas está mal. Cristian está decepcionado porque no puede controlar sus hormonas. Piensa que tiene algún problema.
Se las arreglan para verse a escondidas de los coordinadores y voluntarios del lugar. Cristian desea explorar. Ella también. Se besan y se acarician. Pero fallan en su intento por ocultarse. Los descubren tres veces. Los directivos deciden que la casa ya no es lugar para Cristian.
Un día de febrero de 2014
San Antonio de Los Altos, estado Miranda
Carnavales cerca de la muerte
“Por donde me veas, tengo cicatrices de quemaduras. Fueron de tercer grado. Después de lo que me pasó, no mostraba mi cuerpo. Pero dos años después, mi primera novia me cambió la mentalidad. Me dije: ‘Si yo le gusto todo quemaíto, ¿por qué esto tiene que importarme?’ Mucha gente me ha querido ayudar para hacerme cirugía. Ahora pienso: ‘¿Para qué haría eso? Ya no lo necesito. Esto es de algo que viví y se tiene que quedar. Es una marca. No necesito taparla’”.
Cristian tiene 15. Trepa un árbol de aguacates en la casa hogar de San Antonio de Los Altos. Los frutos más verdes están en la copa y quiere tomar algunos. El director insiste en que ya tienen suficientes. Le pide que baje. Se lo ordena una y otra vez. Cristian es terco. No hace caso y extiende una vara de aluminio para agitar las ramas y dejar que el aguacate caiga en su otra mano. No es la primera vez que trepa el árbol y se siente confiado.
—¡Cristian, no subas más! ¡No subas más!
Ansioso por llegar más alto, pisa una rama muy delgada y pierde el equilibrio. Antes de caer al suelo, la vara de metal roza el tendido eléctrico que pasa cerca de la casa. Cristian se convierte en un rayo humano. Cuando choca contra el piso ya está inconsciente. Sus piernas son dos troncos en llamas.
Despierta en una cama de hospital. Le aseguran que ha dormido apenas 10 minutos. Él cree que le mienten. Siente que lleva semanas ausente. Todo le duele. Tiene quemaduras de tercer grado. No reconoce a nadie en la habitación. Debe someterse a más de 10 cirugías de reconstrucción. Los doctores toman injertos de sus muslos. Amputan dos dedos del pie izquierdo.
Durante tres meses escuchan sus gritos en el Hospital Militar. Las primeras semanas de tratamiento, los doctores logran calmar el dolor. Pero ni la morfina los alivia. Cuando la anestesia pierde efecto, Cristian siente punzadas donde le han tocado, movido o cortado. El muchacho travieso se convierte en una sombra.
Javier se acomoda junto a la cama de Cristian y hablan sobre su recuperación. Le da ánimos cuando dice que prefiere morir a sentir tanto dolor. “Cris, que estés vivo es un milagro”.
Entre el bíceps y el antebrazo derecho, Cristian tiene una mancha ovalada y oscura. La piel es delgada y está hundida porque perdió parte del músculo. Tiene cicatrices rectangulares en sus muslos. Son los cortes de piel que los médicos usaron como injertos. Deja de usar shorts y camisas sin mangas. Va a la playa en mono y suéter, y entra al agua con una camisa manga larga. No quiere asustar a la gente ni responder preguntas incómodas.
Nueve meses después del accidente, lo envían a la Casa Don Bosco de Sarría, un hogar para varones entre 15 y 18 años.
Domingo 8 de julio de 2018
Casa Don Bosco, Altamira
Madurar es difícil
“Al principio no fui abierto con los muchachos en la Casa Don Bosco. A la hora de comer iba directo a la cocina. Si quería salir, preguntaba dónde quedaba tal o cual lugar y me iba solo. No me comunicaba con nadie. Así viví cinco meses. Pero el fútbol me permitió entrar en confianza con mis compañeros. Me dije: ‘Esta es mi segunda familia, me tengo que abrir’. Después de eso todo fue un bochinche. Yo soy el niño de la casa. Madurar para mí ha sido difícil. Cuando es necesario ponerse serio, lo soy. Y siempre he tenido liderazgo”.
Cristian tiene 19 años. Envuelve las cicatrices de sus pantorrillas con vendas de tela. Lo hace rápido pero con cuidado. Cubre las tiras con medias largas, como los futbolistas profesionales, y se ajusta las trenzas de sus zapatos deportivos fluorescentes. Han pasado cuatro años desde el accidente. Cristian ya no oculta las viejas heridas de las miradas curiosas. Intenta proteger la piel cicatrizada, muy sensible al tacto, de las patadas y golpes que recibirá en el juego de fútbol. A las 3:30 de la tarde comenzará el partido contra un grupo del barrio Las Brisas, de Petare. Los muchachos se atrincheran en una esquina de la cancha del colegio Don Bosco, en Altamira. Cristian es delantero del equipo de Sarría. Quiere ganar.
Medrano tiene 16 años y también es delantero. Es el mejor amigo de Cristian. Sus casilleros están juntos y duermen en la misma habitación. Medrano corre por el lateral izquierdo y mete el balón como una bala. Es el primer gol. Los adolescentes sentados en las gradas gritan: “Y uno, y dos, y tres. ¡Sarría!”. Cristian y Medrano chocan las manos y se abrazan en la mitad de la cancha. Celebran como hermanos la primera victoria del equipo.
Cristian impide que los petareños empaten, pero hace una movida difícil. Está solo contra tres jugadores. Patea el balón y lo saca del área. Luego del forcejeo se cae. El lado derecho de su cuerpo se raspa contra el cemento. Las cicatrices del muslo se ponen rojas. “Uuufff”, se escucha en las gradas. Sus compañeros saben que la piel de las viejas heridas es muy sensible. También se lastima la rodilla; no se queja. La media azul se descose, pero las quemaduras de sus piernas siguen protegidas por las vendas.
Una de las chicas sentada entre los espectadores lo saluda. Tiene el cabello rojo y pecas en las mejillas. Cristian se sienta entre las piernas de la muchacha. Comparten un pedazo de pizza. Cuando siente que ha recuperado fuerzas, regresa al juego. Cristian anota tres goles seguidos. El equipo gana 10 a 2. Publica en Instagram una foto junto con sus amigos. Titula la imagen: “Familia”.
Martes 10 de julio de 2018
Casa Don Bosco, Sarría
El futuro
“Soy un romántico. Me gustaría casarme. Y quiero tener dos títulos. Uno en Contaduría Pública y otro en Ingeniería Civil. Me gustan los números y las finanzas. Tener el control del dinero. En la casa soy el que lava la ropa y estoy pendiente de los muchachos, sobre todo en la noche. Me aseguro de que hagan los oficios de la casa, que se bañen, que duerman a la hora. Soy el que manda a hacer las comidas. Y si ellos tienen un problema, yo los apoyo”.
Aunque Cristian es mayor de edad, tiene derecho a ser escuchado por un tribunal de protección de niños, niñas y adolescentes porque todavía vive en una casa hogar, explica Leonardo Rodríguez, director de la Red de Casas Don Bosco. “Están cerrando su causa. Cristian va porque la idea es verificar cómo se encuentra en este momento y decidir si en la Casa Don Bosco podemos seguirle brindando ayuda”.
Cristian todavía recuerda el número de cédula de su mamá. Una vez se sintió tentado a buscarla. Tipeó los dígitos en la página web del Consejo Nacional Electoral y encontró el centro en el que vota. Decidió no ir. Pensó que ya era demasiado tarde.
En unos días Cristian cumplirá 20 años. Es el mayor de la casa y la mano derecha de Leonardo. Cuando conversan sobre el futuro, le pide que lo ponga en la lista de adopción.
—Quiero vivir en una casa con papá, mamá y hermano.
—Pero ya estás muy grande para que te adopten, Cristian.
—Uno nunca sabe. ¿Y si consigo una familia que me quiera?
Indira Rojas
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