Cuento#DomingosDeFicción

Mercurio

Fotografía de Jean-Claude Coutausse | AFP

11/11/2018

Todo esto me pasó un miércoles en la noche, justo después del primer concierto en el Poliedro del grupo Queen. Iban a ser tres conciertos, pero el primero sería el único; al día siguiente se murió Rómulo Betancourt y declararon luto nacional.

En esos días yo andaba con el grupo de karate del Tuerto Arcaya y Jesús de Los Reyes nos había contratado de guardaespaldas. Para eso no sirvo, pero como hablo inglés y le caí bien a Fred Mercury, después del concierto me dijeron que fuera a darle una vuelta por la ciudad y me fui en mi carro con el cantante y un Disip.

El Disip era un cumanés macizo, con los brazos colgando como si le pesaran los músculos y siempre moviendo la cabeza. Usaba zapatos de goma blancos, pantalones brincapozos y una chaqueta McGregor que olía a mentol y a ropa mal secada. Se sentó atrás y nos fuimos los tres del Poliedro.

Mercury dijo que quería comerse unas “arrepas”. Después de cantar, se estuvo bañando por una hora pero seguía sudando por los bigotes. Lo llevamos a la arepera que está al lado de Ciudad Banesco. No se bajó del carro y el Disip le trajo su arepa. Mercury preguntó por qué si era “corn” no era “Yellow”. Entonces le trajimos una cachapa con guayanés. Le gustó bastante y además se tomó tres jugos de guanábana. Me dijo que ya no se metía drogas y ahora era naturista. Pensé que después lo llevaríamos a su hotel, pero Mercury se arrebató con el balde de guanábana y me dijo que quería ir a un bar gay. Yo el único que conocía era el Annex, en Sábana Grande, y allá fuimos. Apenas entramos todos se alborotaron y agarraron unas poses giratorias de no reconocer a Mercury. Estiraban el cuello como unas cigüeñas y se subían y bajaban el cierre de las chaquetas de cuero. Mercury dijo que ese lugar era un “fake”, que él quería “the real shit”. Le dije que yo no sabía de otros sitios y entonces sacó de su koala un libro grueso, la World Gay Enciclopedia, y me mostró una dirección:

Venezuela, Caracas, Night-Life, Boulevard Catia, two blocks from plaza Sucre, calle El Cristo, “A fondo”. Where a wounded deer leaps highest, and a cheek is always redder. Go on your own risk, and have something to brag about for ever”.

El Disip intervino y dijo que esa zona estaba fuera de protocolo. Yo le dije:

—¡Discreción, mi comisario! ¡Nunca diga un británico que somos unos caguetas!

Agarré la autopista y llegamos al sitio a la una y media. Quedaba al lado de una licorería donde estaban unos viejos y tres tipos uniformados de peloteros.

—Muy tarde para tanto bate —dijo el Disip y se bajó con la mano metida en la chaqueta.

No le gustaba el área y estornudaba a cada rato, pero nadie nos volteó a ver. Tocamos una puerta metálica que tenía unas ranas moradas pintadas en unos rombos. Le dimos hasta que abrieron una ventanita como en las cárceles. Al primer ojo que se asomó le pregunté:

—Buenas noches, señor, si es tan amable, ¿aquí quedará a “A fondo”?

Cerraron la ventanita tan de golpe que casi me arrancan la nariz. Mercury me apartó, apoyó las dos manos en la puerta y comenzó un tamborileo con los diez dedos, arañándola y sobándola a la vez. No paró el repique hasta que abrieron otra vez la ventanita y Mercury metió por el hueco una lengua más larga que la de Mick Jagger y la meneó como una mapanare. Nos abrió un gordito que olía a algodón de azúcar. Sin decir una palabra nos llevó por un pasillo decorado con fotos de películas de guerra. En un afiche aparecía Steve McQueen en la moto que usó en el Gran escape. Le habían abierto unos huecos en los ojos con un bolígrafo.

Entramos a un galpón con los hierros del techo pintados de un dorado que brillaba en la oscuridad. Había una música que salía de muchos radios pequeños que colgaban con alambre de las vigas a diferentes alturas, y en todos sonaba la misma emisora. Me gustó el efecto como de ciudad. Nos fuimos los tres a una barra que estaba forrada en papel de aluminio. El Disip apoyó la espalda en el mostrador y no hacía sino vigilar, usando ambos codos para empinarse. Esta vez nadie nos miraba. El Disip y yo pedimos cerveza. Mercury preguntó si había más guanábana. Sí tenían, pero en guarapita.

Me acostumbré a la oscuridad y pude ver más de cincuenta tipos que bailaban haciendo un largo tren. Todos arrastraban los pies a la vez. En el piso de cemento había arroz y las pisadas sonaba a charrasca con un ritmo de lija y jamoneo que nunca terminaba. La música era un bolero que repetía: “Cocodrilo verde que en tu palmar se pierde”, y el tren tenía su bamboleo de caimán. Había uno que brincaba aparte, de su cuenta. Era un gigante sin camisa que golpeaba el suelo con unas patadas de rabia mientras se frotaba los músculos de los brazos como enjabonándose. Creo que hacía de locomotora descarrilada, porque de repente uno que otro se soltaba del trencito y revoloteaba alrededor de Sansón con esos pasos de vuelo en picada a lo Yolanda Moreno.

El Disip me secreteó:

—En esta vaina nos van a meter droga en la botella. A un pana le metieron yohimbina con afrodina y se lo clavaron. Mi cerveza la destapo yo con mi navaja.

En eso Mercury me dijo que fuera a llamar a un flaquito que debe haber sido bailarín de verdad porque daba vueltas y vueltas en puntillas sin marearse. Busqué al flaquito y lo jalé a la barra. Bajó la luz del bar lo noté amarillo y con demasiada pestaña.

—Esta noche vas a conocer a un famoso cantante internacional —le dije en secreto.

El flaquito bebió de la guarapita de Mercury y dijo desafiante:

—Yo también canto.

Luego se puso a chupar la guinda de un trago que le dieron mientras Mercury no hacía sino olerlo descaradamente. El flaquito se arrimó a donde yo estaba y dijo en voz alta:

—¡Ese señor sí mira! —y añadió para darse importancia— ¡Conste que yo no soy una sardina!

En eso Mercury pegó un brincó, lo mordió por la oreja y le aplastó la cabeza contra la barra arrugando el papel de aluminio. Cuando lo tenía inmóvil empezó a dar bufidos, soltando el aire unas veces por la boca y otras por la nariz.

—¡Ay! ¡Me quieren comer! —gritaba el flaquito y se retorcía.

Antes de soltarlo, Mercury hizo unos ronroneos y luego dijo modulando muy despacio:

—I am going to suck you dry.

Me hizo señas para que tradujera y le dije al flaquito, que todavía se secaba la baba de la oreja con la franela:

—Dice aquí el señor Mercury que te lo va chupar hasta dejártelo seco.

Los dos se fueron a bailar más allá del tren y la locomotora. Brincaron un rato y luego se perdieron por los fondos de aquellos revolcaderos.

Me quedé con el Disip en la barra. Cerveza y más cerveza. Al rato me dijo:

—No me gusta la vibra.

—Todo está bajo control, comisario.

—Claro que está bajo control. Usted no se imagina lo que cargo aquí. Esta noche podría volar media Catia.

Después de la quinta cerveza, el Disip me pidió que lo acompañara a mear.

—Aquí hay que estar unidos —insistió.

Le dije que se fuera solo, que yo vigilaba la pista.

Apenas empiné la botella ya el hombre estaba de regreso. Me contó que en el pasillo había un tipo guindando por los brazos.

—Está como ahorcado… estos carajos son unos locos.

Lo seguí por un pasillo largo, pasamos por encima de unos sacos de cal y pude ver a un hombre amarrado con un mecate por las muñecas y sacudiéndose contra la pared. En eso nos pasó por el lado uno que venía del baño y, cuando llegó frente al colgado, tomó un fuete que guindaba de un clavo y le dio por las costillas. Volvió a poner el látigo en su sitio y siguió tan tranquilo. El colgante se quedó canturreando

 —¡Ay qué rico, es el aire que da mi abanico!

Era fibroso, peludo, y cerraba los ojos como si le diera pena que lo viéramos desnudo. Seguimos para el baño sin hacer nada y el flagelado nos preguntó:

—¿Y ustedes qué son? ¿Ranas o sapos?

Terminó la pregunta entorchado y mirando el cielorraso a lo San Cristóbal, y justo cuando entrábamos al baño, agregó:

—¡Quien no da es porque no tiene!

El Disip se devolvió y comenzó a darle en serio por las costillas mientras el colgado gritaba:

—¡Jorge! ¡Help!

Seguro que Jorge era el gigante de las patadas, así que agarré al Disip y le dije:

—Comisario, vinimos fue a mear.

El Disip quedó alterado. Cuando se paró frente a un urinario con metras de colores en la rejilla, empezó a murmurar:

—Los voy a escoñetar a todos —repetía—, seguro que me metieron algo en la cerveza… me está costando mear… puras goticas.

Y empezó a arrullarse con una canción de cuna. Yo hasta ese momento no tenía preocupaciones. Me sentía metido en algo que daba lo mismo soñarlo que vivirlo. Lo peor que podía pasar es que no pasara nada, que, como en los sueños, me despertara antes del final.

Pensando en esto le pregunté al Disip:

—¿A usted nunca le da culillo?

—Culillo es cuando se te pone el culo chiquitico. Yo lo que cojo son tremendas arrecheras.

Salimos y pasamos frente al colgante que seguía guindando de sus cabuyeras. Cuando íbamos por el final del pasillo le gritó al Disip:

—¡Adiós, furioso!

Volvimos a la barra y en eso apareció Mercury con su flaquito, quien ya lo llamaba “mi mercurocromo”. Tomaron más guarapita y siguieron bailando. El Disip me dijo que se iba a pasar a Extranjería a manejar lo de los pasaportes, que ahí era donde estaban los reales. Unas veces hablaba del futuro y otras del pasado, contándome su vida para atrás y para adelante.

Como a las cuatro y media de la mañana nos largamos. Dejamos al flaquito cerca de su casa por Los Magallanes. Por el camino le cantó a Mercury unos polos margariteños y luego no se quería bajar del carro. Nos dijo que le había prometido a su mercurocromo unas empanadas de cazón que preparaba su mamá y tenía que cumplir lo prometido. El Disip lo sacó de un empujón. Parado en la acera el bailarín se puso a rogar:

—¡Ya va, ya va!

Nos fuimos y corrió un par de cuadras siguiendo el carro.

Ya en la autopista, Mercurio dijo que quería ver una buena vista de la ciudad y lo paseamos por la Cota Mil de punta a punta. Íbamos los tres en silencio y empezó a darme sueño. Luego dijo que quería más cachapas y más jugo de guanábana. Ya era adicto. Lo llevamos a otra arepera que está por la Francisco Solano y nunca cierra. Se metió su par de jugos y se fue caminando como si conociera la zona. Bajó media cuadra y le cayó al bulevar de Sabana Grande por el Radio City. Empezaba a amanecer. El Disip y yo lo seguíamos a veinte pasos. De pronto arrancó a cantar. Luego me contaría que con esas tonadas los pastores irlandeses atontan a los carneros y los ponen más dóciles antes de sacarle la lana.

Empezó suave, cantándole a la primera luz y a los árboles, y a los postes que seguían encendidos, luego escaló varias notas y su voz vibraba en las ventanas de los edificios y se iba rebotando por los callejones. Avanzó más y se pusieron a escucharlo unos tipos del aseo urbano que rodaban unos pipotes, y un flaco de caqui que bajaba fajos de periódicos de una camioneta, y una mujer que había dormido abrazada a una mesa del Gran Café se despertó y estiro el cuello, y uno que venía caminando se agachó a amarrarse los zapatos. La calle empezó a angostarse y fue creciendo la audiencia con unos niños que salían aferrados a sus bultos de lona, y una conserje en bata que se asomó a ver qué estaba pasando. Todos se quedaban en la misma posición y uno creía estar viendo una foto gigantesca en la que sólo Mercurio se movía con lentas zancadas. En los bordes lejanos había cada vez más gente que llamaba a otras gentes para avisarles que por allá estaba pasando algo portentoso que nunca antes había pasado y que no iba a pasar más nunca. De golpe entró el calor del sol y se apagaron los postes. Ya la calle olía a pan, a café, a motor, a los comienzos del día, y las rejas de los comercios iban subiendo, pero sus chillidos no eran nada frente a aquella voz que hacía a Caracas más bella, y también más frágil, porque los hombres y mujeres seguían indecisos y boquiabiertos mientras la voz se abría paso por entre las nuevas manadas que iban llegando a aquel musical inmenso acerca de una ciudad que despierta un jueves cualquiera.

Cuando Mercurio terminó de cantar, todos se miraron unos a otros felicitándose en silencio con leves inclinaciones de torso. Se creían parte del elenco, y la vida del boulevard continuó con esa cadencia y agilidad que logran los bailarines después de ensayar mil veces.

El Disip y yo también nos vimos a los ojos por primera vez. Yo no sabía qué decirle. Mi compañero de trabajo se remangó la manga de la chaqueta, me mostró cómo se le habían erizado los pelitos del antebrazo y dijo orgulloso:

—Esto es lo único que me gusta de este trabajo de mierda.

Sentí en su mirada las dosis de maldad y de dulzura, y me empezó a dar el culillo que no había sentido en toda la noche, ese espasmo que nos deja sin coartadas y sin muchas ganas de llegar al final. Más todavía cuando me pasó el brazo por los hombros y me preguntó:

—¿Y tú que sientes, panita?


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