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1050 es el número aproximado de calorías que se consiguen quemar tras la sesión de una hora en una máquina elíptica, a paso moderado, con la resistencia en su número máximo. Estaba en el gimnasio en esa rutina aburrida, cuando se alumbra la pantalla de mi teléfono con el siguiente mensaje:
¿Estás viendo el concierto de Paul McCartney?
Me lo enviaba una amiga melómana, que vive a miles de kilómetros de Nueva York.
Antes de responderle, supuse que hablaba de uno de los cientos de conciertos del bajista de los Beatles que se están transmitiendo en cualquier canal de televisión en ese y este mismo instante. ¿Cuál concierto? Le respondí.
Entre un paso y otro de la máquina, recibo un link que mostraba al ídolo en lo que a todas luces era Grand Central, la estación histórica de Manhattan.
Empecé a ver el video del concierto con la fascinación de saber y sentir que Paul es, junto a otro puñado de músicos, lo más cercano a un resumen del siglo XX que se puede tener. La voz inconfundible, el vibrato, la vitalidad y el peinado, vivían y cantaban con las paredes sepia y las rejas doradas típicas del edificio de la calle 42.
Love, love me do / You know I love you sonaba mientras daba los últimos ciclos de entrenamiento de la noche. Luego de compartir la noticia con un par de amigos, vinieron tres preguntas de rigor a mi mente: ¿Es en vivo el concierto? ¿Lo habrían grabado temprano y lo estaban transmitiendo luego? ¿Acaso lo habían hecho hace días? Sin bajarme de la máquina, busqué en Twitter las palabras asociadas y en efecto, el super equipo de promoción del nuevo disco de McCartney, “Egipt Station” había concebido semejante regalo para sus seguidores, previo sorteo.
Sentía una pedrada. Esa noche de verano, en la que a mí solo se me ocurría denunciar el bochorno y el aburrimiento, estaba pasando lo que se supone que tiene que pasar en Nueva York, es decir, lo imposible o lo que de improviso te recuerda que la cosa más fantástica del mundo es la realidad misma.
Recogí mis cosas y vi el reloj. No estuve en la máquina ni siquiera 20 minutos. Decidí que si para algo estaba en la ciudad que antes no dormía, era para provocarla y tentar mi suerte. El gimnasio al que voy queda muy cerca de Union Square, por lo que llegar a Grand Central me tomaría menos de 5 minutos en el tren 5 o 4 de la línea verde, en sentido Uptown. Lo peor que podía pasar era llegar y que no hubiera nada, solo el trajín de la hora, gente corriendo o haciéndose fotos. Lo mejor sería poder ver o escuchar al hombre documento de la canción universal en vivo y directo.
Por los nervios y por la seria baratija que son, los audífonos inalámbricos con los que entreno decidieron dejar guardado en mi oído derecho una de las gomas que combate los ruidos externos. Ante tal incomodidad y sin tiempo que perder, continué viendo el concierto en directo desde internet, mientras me acercaba a Grand Central. Con suerte, llegué a la estación en menos del tiempo estimado. Abajo, entre los túneles del subterráneo no se escuchaba nada. Un hombre que traía a su hijo de la mano y que me acompañó en el vagón, dejó al niño sin mayores instrucciones en la plataforma de los trenes, delante de mí. Arrancó a correr subiendo las escaleras y por un momento elucubré que era un Beatle maníaco en estado puro. Subí los escalones tras él, corriendo fuerte hacia el salón principal.
Voilá. Todo era cierto. McCartney estaba allí, en el Vanderbilt Hall, uno de los espacios laterales de la estación. Es increíble cómo lo consiguieron, pero a pesar de que Grand Central es en términos arquitectónicos y por ende acústicos, una cúpula, no se percibía el estruendo que era de suponerse. Pero allí estaba. Algún beat y algún ribete típico se dejaba colar.
Fui a donde vi el mayor grupo de gente, a un costado. Había una fila entera compuesta por lo mejor de la fauna turística más auténtica de Manhattan. Bien visto da risa. Se trata de gente que ve y espera algo, sin saber qué ve o qué espera. El clásico ejemplo de una multitud mirando el cielo, que llama a quien transite a detenerse en ello.
Si bien una docena de personas lloraba y cantaba de cualquier forma, unas treinta estaban allí sin más, esperando. Me sumé calmado a un grupo cuyo interés me pareció genuino, o por lo menos fundado, y continué viendo en mi teléfono el concierto que ocurría a metros de mí, solo que con unas cortinas negras de por medio. Me empezó a preocupar el tema de la goma del auricular en mi oído cuando teniendo más calma, procuré extraerla y solo conseguí hundirla más. Pensé que era una buena escena y me relajé: un tipo se queda sordo de un oído la noche que escuchaba a McCartney en vivo.
Seguí la transmisión con el oído disponible. Entre los gritos, las vibraciones que se sentían y lo que escuchaba, conseguí al menos distinguir que había varios minutos de diferencia entre las plataformas de internet y la tarima del Vanderbilt. Alcancé a escuchar claramente el coro de Let it be en el canal de YouTube, mientras a pasos de mí, explotaba lo que a todas luces era Helter Skelter. Gritos, frenesí y maravilla. Para mi sorpresa, no había absolutamente más nadie con un teléfono en las manos viendo el concierto. Todos tenían la cámara atenta a que el Beatle saliera, para poder hacerle y hacerse una foto. Yo escogí vivir la experiencia en paralelo, con todo lo contradictorio y mágico del mundo virtual.
Sin mayor preámbulo, un despliegue contundente de policías y perros con chaleco se desplegó. Los presentes estábamos a metros en línea recta del pasillo por el que saldrían directamente Paul y su banda, apenas terminaran. Un par de muchachas, no entiendo por qué, empezaron a tomarle fotos (pero muchísimas fotos) al perro y la mujer policía que lo acompañaba, como parte del espectáculo antiterrorista, supongo. Cámaras de video encendidas, flashes, gente coreando canciones. No faltaba quien se detuviera y preguntara: ¿Qué pasa? Y se quedara decepcionado al recibir la respuesta.
Apenas pasadas las nueve de la noche, la primera fila empezó a gritar. Se acercaba la banda. Primero, el guitarrista, con una sonrisa enorme, iba agitando algo que podía ser un sweater o una chaqueta. Detrás, sin preámbulos, el propio McCartney, alegre, enarcando sus cejas como suele hacer. Tenía segundos de haberse bajado de la tarima y venía calmado como un niño que acaba de terminar la tarea, satisfecho. McCartney es joven como sus canciones. Uno de los singles de su nueva producción lo atestigua. Come on to me no solo recuerda que es ese autor quien junto a Lennon demarcó el futuro de la canción popular, sino que puede seguir haciéndolo.
Fueron segundos. Se me hicieron agua los ojos y recordé el capítulo del show que conduce James Corden, Carpool Karaoke, que se hizo viral hace unas semanas con el mismo Paul de copiloto por las calles de Liverpool. Lo recordé a él y recordé el sueño que contó, en que su mamá, recientemente fallecida, le decía algo que él convirtió en un himno que ha acompañado a cientos de millones de personas en medio del dolor o el agobio.
Recordé la fuerza inigualable de un estribillo cuando lo invocamos en cualquier rincón del orbe. Pensé en los poderes de la música y de ese hombre, delgado y vital, que parece una tetera con un peinado excelso. Dejé mi dedo en Rec y grabé esos 40 segundos que le tomó ir de un pasillo a otro de Grand Central. En segundos se fue la gente y en minutos estaba todo solo de nuevo. Solo una mujer policía y su perro se mantenían de pie, justo donde todo había ocurrido.
El salón Vanderbilt se desocupó con diligencia. Cuando volví hacia el salón central, ya no quedaba nadie. Se veían las sillas, las cortinas negras descorridas. También un cartel que alertaba que por el día, estaría cerrado el acceso que corresponde a ese flanco. Mucha gente seguía su paso, ajena, y unos cuantos se detenían y señalaban el lugar, como se refieren los feligreses a una ermita donde se apareció un santo. Tomé algunas fotos del sitio y de la gente. Dejé el edificio y salí al aire de la calle 42.
Afuera había un despliegue que solo alguien que hubiera sido bajista de los Beatles podía convocar. Camiones de televisión, camionetas de seguridad, más policías. Un hombre alto, sinceramente alegre, con una chemisse color sepia venía de frente a mí, rodeado de gente. Era Jimmy Fallon. La gente esperaba la salida de Paul y los oficiales, inalterables, les pedían que por favor no obstruyeran el paso peatonal. Estuve varios minutos entre la muchedumbre hasta que un oficial, con mucha piedad, me explicó que McCartney no saldría por donde todos lo esperaban y que tardaría en hacerlo, pues estaban grabando unas entrevistas dentro del edificio.
Volví a echarle una ojeada a las fotos que tomé y en especial al video de los 40 segundos. Me alegré de haberme acercado hasta la estación y vi la hora. Eran las 9:27 y el gimnasio cerraba a las 11pm. Pensé en volver al gimnasio por unos 40 minutos y concluir mis 1050 calorías diarias luego de que la ciudad de Nueva York me volviera a poner en mi sitio. No lo hice.
Juan Luis Landaeta
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