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Es la hora del ocaso y buena parte de la ciudad se entrega a algo que parece un rito de otra civilización. Lo que pasa, lo que nadie sabe bien que pasa, es un solsticio. Que por ocurrir donde ocurre, alguien, hace no tanto, bautizó Manhattanhenge. Su trascendencia tiene que ver más con la conformación de otro espectáculo en Nueva York y no con las propiedades especialísimas del fenómeno en sí. Se sabe de estructuras y construcciones en las que se calculó el paso exacto del sol con el fin de generar una interacción, dando paso a una celebración, de tan impresionante. Pienso en los monolitos de Stonehenge, Isla de Pascua y en un espacio cerrado, el Panteón de Agripa en Roma.
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En Venezuela, único otro país donde he vivido, se asociaba el amanecer con un paréntesis inexacto que rondaba las seis de la mañana y se podía esperar que el anochecer ocurriera doce horas después. Así siempre, sin variaciones dramáticas porque no hay estaciones marcadas y ello permite prescindir de un cálculo mayor. Mi recuerdo data de una época sin la omnipresencia de los teléfonos inteligentes y quizás en ello radica mi sorpresa cuando, todavía hoy, cualquier aplicación del clima en Estados Unidos predice con exactitud la hora en que saldrá el sol y en la que se pondrá. De hecho, dada la escasez de luz solar durante el invierno, el gesto permite el humor de contar cómo semana tras semana del año, se avanza hacia días mucho más o menos iluminados. Es algo que incide en un montón de actividades y programaciones, pero sobre todo en el ánimo.
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El sol (no sé los demás astros) no tiene demasiada personalidad (o tiene, pero muy estable) y al parecer, hace siempre lo mismo. Por eso se pueden predecir y atender sus excentricidades, que además no son suyas sino nuestras, que las precisamos, nombramos, adoramos y tememos por igual. Siendo justo con la ciencia, algo de la fascinación puntual del caso tiene que ver con una muy platónica perfección geométrica. Ese día la caída del sol se alinea con el espacio entre calles de Manhattan, haciendo que el sol se “pose” justo entre el cristal de los edificios, generando una escena impresionante y muy fotográfica. La cosa es que la perfección que existe ese día es casi imperceptible para todos los que no somos especialistas o somos ajenos a los valores de su cálculo, por lo que el atardecer del día después al Manhattanhenge y el posterior a este no fueron ni serán muy distintos.
Mucha gente se reúne en Midtown para verlo. La zona se obstaculiza y se pide prudencia en un territorio por lo general denso y difícil de transitar, especialmente para los peatones. El ejercicio creativo incluye personas con dispositivos más allá de un simple teléfono: hay cámaras con lentes especiales, binoculares polarizados y cualquier otra nube de objetos de observación.
La posición precisa hacia las calles 38 y 42 suele ser la favorita. Hay quienes comparten en redes mapas con “mejores locaciones” que terminan en un dibujo libre y absurdo, en el que se sugieren zonas en las que entre un extremo y otro distan kilómetros, cosa que extiende la oportunidad prácticamente a cualquiera que esté en la isla y voltee al oeste. En cualquier caso, el requisito cardinal es buscar ver desde Manhattan, en sentido a New Jersey, ese globo encendido, que además este año estuvo influido por nubes de ceniza y humo que hicieron más anaranjados sus rayos. La ciudad, por unos segundos, se convierte entonces en un monumento improvisado.
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El fenómeno tiene que ver con la estación del año y ésta con un uso lingüístico: en invierno o incluso en otoño, a las ocho de la tarde ya es de noche. Y ahora mismo a las ocho de la noche, sigue siendo de día. Concluyamos entonces que simplemente ocurre hacia las 8. Este, en teoría fue a las 8:12.
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Decidí que lo vería junto al Hudson, prefiriendo ese frescor a la ofuscación de gente concentrada en cualquier otro lado. Mientras me acercaba al punto de la orilla que se me antojaba ideal, me encandilé. La tentación de mirar al sol directamente era muy grande y no supe resistirme. El humo y el tenor de la tarde permitían ver por ráfagas un sol alterado, que intenté ver bien varias veces, antes de que me quedara claro que me estaba agrediendo la retina. Intenté enfocar la mirada en el piso y una impresión pálida se quedó conmigo por varios segundos, incluso con los párpados cerrados. La experiencia, casi infantil, me recordó la voz de cualquier adulto repitiendo: no mires nunca directo al sol. No fue tan grave.
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Seguí caminando y antes de ver la franja de agua donde alguna vez amerizó el Airbus del vuelo 1549 de US Airways, cosa en la que pienso siempre que veo esa parte del río, de la nada, en plena acera, y sin que hubiera otras alrededor, una gaviota abrió sus alas y despejó el área con furia. Se lanzó sobre un pedazo considerable de pizza. El tamaño del slice era exagerado y el del pájaro también. Era un animal gordísimo.
Ya junto al río, di con la sede de Blade, una empresa que ofrece viajes a los aeropuertos, venciendo el tráfico y permitiendo que la gente no pierda su vuelo, algo como un aerotaxi. Caminando junto a las instalaciones encontré una solución perfecta al conflicto que tenía entre maltratar mis ojos y satisfacer mi curiosidad directamente. La idea fue parecida a la que se improvisaba con láminas de Rayos X para ver cualquier cosa que pasara en el cielo. Me recuerdo viendo junto a mi madre algún eclipse de sol atravesado por la (desviada, sinuosa) columna espinal de mi propia madre, que es operada y cada tanto debe hacerse una de esas placas para sus chequeos.
En este caso la herramienta que obtuve y que me permitió ver el sol con relativa comodidad, fue la superposición de telas sintéticas que recubren las rejas, supongo que para resguardar la privacidad de los clientes, pero también para proteger a los peatones de las fortísimas corrientes de aire que levantan las hélices de los helicópteros al despegar o aterrizar, capaces de tumbar a cualquiera, pero además de arrastrar hojas o piedras a una velocidad peligrosa.
Tratándose de fuertes corrientes, la efectividad reside en su tránsito y no en su obstáculo, por lo que las mallas, que son microperforadas, tienen o permiten cada tanto, huecos por los que podría pasar una pelota de golf, pero no una de tenis. Visto esto, encontré en ese lateral blindado una herramienta perfecta. Me detuve y esperé muy poco hasta empezar a disparar en lo que se había anunciado que sería el mejor momento, las dichosas 8 y 12. Veía el sol protegido, pero acerqué el lente a uno de los huecos e hice una ráfaga con mi pulgar. En breve el sol prácticamente no estaba.
Retomé el paso y llegué a los muelles con barcos anclados que sirven de restaurantes, casi a la altura de Chelsea. Allí estaban una pareja, un grupo de personas confundidas (inconformes, acaso queriendo otro sol más espectacular que siguiera al que acababan de ver hundirse en el horizonte), también una familia riñendo un mejor ángulo al otro para la foto y una muchacha que se trepó a la baranda con una cámara que parecía un rifle. Todos buscábamos hacer lo mismo: atrapar al sol haciendo algo raro y a nosotros mismos sabiéndonos autores de un registro único o por lo menos personal de ese momento, ese instante de nuestras vidas.
A manera de antítesis me gustó voltear y encontrar la luna, suficientemente crecida como para ser atrapada por la cámara del iPhone, que la suele fallar o confundir con un sucio del lente. La capté por encima del conjunto de edificios de Hudson Yards. En la posición en que estaba, tenía frente a mí el sur de la isla, hacia Battery Park, en mi hombro izquierdo la luna y a la derecha, algunos botes anclados en el río.
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A la par de mi propio registro, guardé algunas de las fotos que circularon en redes sociales, leyendo los comentarios o notas al pie. Casi todas decían algo parecido. Sin embargo, alcancé a ver un video en el que aparecía una familia que había viajado de otro lugar dentro de Estados Unidos exclusivamente para ver el espectáculo. Decían haber visto el sol al final de la calle en la que estaban. Me quedé pensando en la frase.
Decir que por unos segundos el sol estuvo al final de una calle en tu ciudad es casi como decir que el sol estuvo más cerca para los que viven en ella, esa sensación. Que el centro de nuestro sistema planetario está al final de una calle de Manhattan y cualquiera que esté allí lo puede ver y evidenciar, abre un margen que encierra todo lo absurdo y desmedido de esta ciudad, algo que recuerda todo lo que se espera de Nueva York: cosas colosales e irresistibles. Como el sol.
Juan Luis Landaeta
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