Perspectivas

Mala leche: una crónica de la avenida Libertador

Avenida Libertador | Autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

28/04/2020

Otra vez me he lesionado el hombro y el doctor Perazzo me recibe de emergencia, sin cita. Solo toca esperar hasta las once, cuando ya no queda nadie en la sala de espera.

El doctor Perazzo es un tipo grande, competente y agradable. No me regaña por hacer yoga, faltaría más; si me metí en eso por recomendación suya.

Levante el brazo en ángulo recto, señora Krina. ¿Puede hacerlo? Ok. Ahora gire la mano, así… ¿Duele? Duele. ¿Y así? Peor.

No se trata de una lesión nueva sino de la misma inflamación de siempre. El manguito rotador. Tendinitis.

Me prescribe tres inyecciones de Mobic y una infiltración de Kenacort.

¿No me va a infiltrar ahora mismo, como la otra vez?

Lamentablemente, se le acabó el material. Me esperaría hasta la una y media si consigo la ampolleta.

El doctor Perazzo es casi como un amigo de familia. Pero tiene un gran inconveniente: su consulta está en el edificio Angostura, en plena avenida Libertador. Y la avenida Libertador es pavosa para mí. Me trae mala suerte.

Respecto a ese asunto de la mala suerte: creo ser una persona lógica y racional, no obstante, no he podido librarme por completo de las supersticiones que me había inculcado de niña mi nana polaca, Dadula. No abro un paraguas dentro de la casa, evito pasar debajo de una escalera y suelo echar una pizca de sal por encima de mi hombro izquierdo si se me derrama por accidente el contenido de un salero. No creo realmente en esas bobadas, pero no hace daño cuidarse. En general, sigo el precepto de mi padre quien afirmaba, con su típico sentido del humor, que nadie con dos dedos de frente necesita ser supersticioso porque siempre puede tocar la madera.

La mala suerte también puede estar asociada con ciertos lugares. Y me tomó años descubrir que la avenida Libertador era para mí un lugar pavoso. Antes, no había identificado el problema. Solía pensar que todo se debía a razones objetivas. Acostumbrada a las umbrosas avenidas de Tel Aviv y de las ciudades europeas, sentía rechazo a llamar así a un engendro urbanístico cuya franja central de árboles, grama y bancos se ve sustituida por un foso de tránsito rápido que lo corta en dos territorios distintos. Y de paso crea uno más, el territorio de abajo, el de los vehículos y las sombras, conectado con zonas que los de arriba desconocen.

Vivo en Chacaíto desde que llegué a Caracas y por ende, mi relación con la avenida Libertador es geográficamente inevitable. No me había fijado en que los pequeños incidentes desagradables –choques sin consecuencia, insultos recibidos en el tráfico, espejo doblado por algún motorizado– ocurrían allí y solamente allí. Tampoco era para tanto. «Mala leche» como dicen por aquí y me suena lo mismo que mala suerte solo que no tan mala. No hay que tomarse las cosas tan en serio. La mala suerte pertenece a la tragedia griega, la mala leche, a nuestra miserable pava cotidiana.

Comencé a sospechar que la avenida Libertador era pavosa para mí, cuando, un año atrás, un mendigo melenudo que anda por la zona de El Bosque amenazando los autos con su bastón, se puso a apalear el mío. No pedía nada: fue solo una descarga, un arranque de ira contra el universo representado en aquel momento por mi carrito que por suerte lo aguantó con apenas unas abolladuras. ¿Por qué el mío? Misterio. Aquel indigente peludo era parte de la avenida por las tardes, así como los travestís lo eran de noche y los enormes complejos habitacionales construidos a toda velocidad por la Misión Vivienda ya lo eran para siempre. Así como la eterna cola, que se adensaba entonces en la cercanía del Country Club. Y en la cola ocurren cosas, en su mayoría, no muy buenas. Un loco te ataca el carro con su bastón. Tipos raros se meten contigo. Te interpelan. Algún buen samaritano avisa que tu carro echa humo, otro lo confirma unos metros más lejos y puedes apostar que, en la próxima esquina un oportuno mecánico se ofrecerá para revisar el origen del desperfecto. O, sin elaborar tanto, dos tipos se acercan con su moto y te tocan la ventanilla.

 

Todo eso me pasó en las colas de la avenida Libertador. La primera vez ni siquiera estaba al volante: mi amigo Víctor Martínez me daba un aventón del trabajo a casa y había cometido el error de dejar el vidrio abajo. Cerré los ojos disfrutando la música, hasta que de pronto lo oí hablar con alguien con un tono sospechosamente conciliador. Calma, hermano, tranquilo. Te doy lo que tengo, ¿okey? Mientras Víctor buscaba su cartera con esos gestos exageradamente lentos que se usan en las películas cuando te apuntan con un arma y me lanzaba un susurro para que hiciera lo propio, detrás de nosotros se elevó una protesta de bocinazos en el tono muévete, pendejo. La cola había avanzado algo más de dos metros y los conductores detrás de nosotros expresaban su irritación con nuestro retraso. No sé qué diablo me empujó a abrir la puerta, salir del carro y gritar con furia a esos cabrones: ¡Un poco de paciencia, por favor! ¿No ven que nos están atracando?

Me despido del doctor Perazzo. Toca salir en busca de los fármacos: una tarea nada fácil en la Venezuela de hoy. En la primera calle lateral, la Negrín, muchas personas se apiñan ante el mostrador de una farmacia cercana a la esquina, mientras los dos dependientes revisan sus papelitos y los despachan con la misma respuesta repetida: No hay. No hay. No hay. Así la cola avanza rápido. ¿Tiene ampolletas Mobic o alguna de estas alternativas? (el doctor, previsible, me puso tres) No. Qué te esperabas. ¿Y Kenacort?

Menos.

Menos significa: no lo hay, desapareció desde hace más tiempo que las otras cosas (que tampoco hay); olvídelo, es un remedio de lujo y no lo van a traer más, no sé de qué me está hablando. Aquí nos entendemos.

Ah; para no dejar: Aquella vez, cuando comencé a gritar, el ladronzuelo se contentó con un miserable billete (todavía había billetes) y huyó: tuvimos buena suerte, Víctor y yo, dentro de la mala.

Atravieso un puente peatonal hacia el otro lado de la avenida Libertador y avanzo entre los kioscos, los prestadores de llamada por celular y los exprimidores de naranjas hasta la farmacia, supuestamente popular, en el edificio Maracaibo. Tomo el número y espero mi turno. Sorpresa: Kenacort, no hay, pero tienen Mobic. Qué bien, celebro, necesito tres ampolletas.

El muchacho va y vuelve: quedan dos.

Quedan: otra nota conocida. La sensación que se desprende de cada producto que queda, es que es el último, no volverá nunca y si vuelve, no podrás comprarlo. Pero con dos ya me siento triunfal. También hay jeringas. Tanteo mi buena estrella: ¿tiene Bisoprolol?

Milagro: ¿De cuántos milígramos lo necesita? Son 12.5 pero le digo 25, para que me dure. Estiro mi suerte un poquito más: ¿Y Lecardipinina?

También. ¡Increíble! Me vende la dosis de un mes. La normalidad regresa cuando pregunto por Ibuprofeno, Atamel, Maalox y Buscapina. No hay.

Sigo caminando hacia Chacaíto con el sol en plena cara. Vuelvo a la acera sur de la avenida, a la altura de la Clínica Santiago de León. Prefiero caminar que estar en carro, a merced de los motorizados en cualquier atasco. Hoy ya han disminuido mucho, me refiero a los atascos: una triste ventaja colateral de la economía caída, desempleo y falta de repuestos. Igual, prefiero caminar después de las malas experiencias que tuve manejando por aquí.

En esta misma esquina, la densidad de la cola y la impaciencia de los otros conductores me salvaron de otro atraco, hace unos meses. En esa ocasión rodaba (o más bien, estaba detenida) en dirección Este, en la vía superior de la avenida, casi pegada a la barrera para que nadie pudiera acercarse por mi lado, por lo que esos dos tocaron la ventanilla del copiloto. Dos en una moto, me refiero. Estaba sola. Debo decir que en el primer momento de verdad pensé que me estaban avisando de alguna falla o caucho espichado –así de despistada soy cuando manejo pensando en otras cosas– y menos mal que el mecanismo automático estaba trabado y no pude bajar el vidrio para entender lo que me estaban diciendo. Se lo pregunté con gestos y me contestaron con gestos. Mi ingenuidad se esfumó cuando caí en que el dedo del conductor de la moto señalaba el teléfono que imprudentemente había dejado en mis rodillas. No era de última generación, ni de lejos, pero igual era un iPhone y tenía dentro la mitad de mi vida, o más. Con esa concentrada lucidez que causa el peligro, seguí haciendo gestos y muecas de una gafa que no entiende, aun cuando el parrillero, cansado de mi pantomima, me enseñó una bolsa de papel de la que sobresalía el cañón de una pistola. En ese momento el auto delante de mí avanzó justo lo suficiente para dejarme libre la vía de escape por el último puente que permite cruzar la avenida Libertador antes de llegar a El Bosque. Sin pensarlo me lancé a toda velocidad, izquierda, izquierda, semáforo comido –para ese lado no había cola– a la derecha en Los Jabillos, otra vuelta, derecha, izquierda, calles, callecitas, y solo entonces sucumbí al ataque de pánico que no había sentido en el momento del peligro. Mis oídos zumbaban, mi corazón parecía reventar el pecho, estaba sudada y aún incrédula de haber podido escapar con mi teléfono intacto. Entendí por qué aquellos malhechores no se lanzaron a perseguirme: el vehículo que estaba en la cola detrás de mí avanzó de inmediato, cerrándoles el paso. Supongo que le tocaron la ventanilla a él. Tuve leche, otra vez, dentro de la mala leche generalizada. Debería sentirme agradecida.

Pues, sí. Debería. Unos días después me topé con la avenida trancada muy temprano de un modo inusual. Los conductores, fuera de sus autos, se inclinaban por la barandilla señalando hacia abajo. ¿Qué pasó?, indagué. Los otros mirones siempre saben más que uno. Un imbécil se negó a entregar su teléfono, me dijeron, y le pegaron un tiro.

A esas alturas, manejar me causaba una avasallante sensación de peligro. La cola era pasto libre para el hampa, los conductores indefensos como corderitos en sus vehículos inmóviles. Pero el incidente que más susto me dio ocurrió sin cola e incluso sin atraco, aquel mismo año, 2016, cuando volvía a casa desde Altamira, esa vez en dirección Oeste, por supuesto por la avenida Libertador. Eran las seis de la tarde y el auto comenzó a fallar llegando a Chacaíto, justo cuando me adentré en la vía rápida para desembocar a la superficie en la primera salida, después del cruce con El Bosque. Recé para que no me dejara allí, en el túnel, no, por favor, ¡no, no, no! y, en efecto, el motor claudicaba con todos los testigos de alarma encendidos, pero cumplió. Me permitió todavía salir a la superficie y arrimarme a un muro cubierto de grafitis donde –menos mal, pensé– no estaba interrumpiendo el tráfico. El carrito murió allí, a tres cuadras de mi casa. Anochecía. Traté de llamar al seguro vial que todavía tenía vigente ese año, pero su «atención 24 horas» era, desde luego, un mito. Menos mal que pude avisar a uno de mis hijos. Pero la verdadera suerte fue la aparición de dos policías de Chacao que patrullaban juntos: un hombre y una mujer.

¿Qué hace aquí? Circule, señora.

Es que no puedo. Necesito una grúa.

Juro que no tenía miedo, al menos no lo tuve antes de presenciar la reacción de los  uniformados, quienes, al escucharme, se bajaron de inmediato de la moto, desenfundaron sus pistolas y se plantaron a mi lado, espalda contra espalda. Eso sí que infunde pavor.

¡Pero si no hay nadie!, observé pasmada.

Me aclararon que mi carro se quedó accidentado en el peor sitio posible.

Usted está trancando la salida del barrio, aclaró el oficial, señalando el otro lado de la avenida. Por aquí, cuando anochece, salen los malandros.

En mi angustia solo vi el muro cubierto de grafitis, no me fijé en la rampa. Era el acceso al Hoyo de Las Delicias, o, simplemente, El Hoyo. Siempre me fascinaba la dualidad territorial de la zona de Chacaíto, entre Sabana Grande y la avenida Libertador. Serpientes y animales salvajes que a veces llegan por la quebrada al conjunto residencial donde vivo. La diferencia social entre los habitantes de arriba y los de abajo, pese a la pobreza creciente de todos. Los ladrones que huyen por las escaleras metálicas desde el puente de la avenida Solano para perderse en esa grieta urbana que atraviesa la zona perpendicularmente a sus tres avenidas, bordea el sótano del centro comercial Chacaíto y desemboca en el bulevar de Sabana Grande entre puestos fijos y tarantines de un mercadito. No conocía esa otra salida hacia la avenida Libertador… ¡y ahora mi carro tuvo la mala leche de detenerse justo allí! Menos mal que no se presentó ningún malandro mientras los uniformados y yo tratábamos en vano de conseguir una grúa. Era demasiado tarde. A las 6 p.m., en Caracas ya era de noche. El incidente se resolvió como suelen resolverse las cosas por aquí: la muchacha policía recurrió a un familiar suyo, dueño de la grúa más antigua que jamás había visto, quien acudió a mi rescate como un favor personal para su prima. Mis hijos llegaron en ese momento y se ocuparon del pago.

Por suerte, ninguno de los episodios relatados tuvo consecuencias mayores. Menos mal. Estoy consciente de desenvolverme, como todos, en la esfera del menos mal, en nuestra cotidianidad del menos mal, en nuestro país del menos mal. También estoy consciente de que mi percepción de la pava unida a la avenida Libertador se debe más bien a la increíble circunstancia de que nunca me hubiera pasado nada así en ningún otro sitio de Caracas, ciudad pavosa para sus habitantes, donde atracos, robos y secuestros ocurren a diario en cualquier urbanización. Podría interpretarse que esa parte del espacio urbano, al enviarme mensajes inocuos –leche dentro de la mala leche– trataba de protegerme de percances peores. Pero al menos la familia dejó de burlarse de mis supersticiones polacas y fue oficialmente aprobado que esa avenida Libertador no era segura para mí y que tratara de evitarla.

Tampoco me siento segura ahora, caminando a pie. Pero qué se le hace. Todavía hay cinco farmacias en la zona que debo revisar.

Al pasar la clínica Santiago de León se acaban los súper bloques; de pronto no hay transeúntes y se siente algo como unos vacíos entre los edificios, reales o imaginarios. A mi derecha se abre una bocacalle con casitas en mal estado, una verja invadida de hierbajos y basura acumulada en la acera. Noto con desagrado la silueta harapienta de un indigente de barba y pelo apelmazado que camina con un bastón delante de mí, lento como un cangrejo en una mancha de petróleo. Lo conozco: es el mismo loco que siempre anda por ahí, y aunque me había apaleado el carro hacía más de un año, todos coinciden en que es inofensivo, que nunca había atacado a personas. Incluso sugieren que mi atacante no era él sino otro mendigo, igual de peludo y harapiento… Puede ser. No le tengo miedo, pues, aunque preferiría estar en un vehículo cerrado sin el riesgo de rozarlo al pasar. ¿Y si me agarra el brazo? Esto ya había sucedido; no con ese, pero sí con otro indigente, al salir de la panadería con una bolsa de pan.

Y sucede otra vez: me sobresalta un jalón en el brazo derecho (el lesionado, por supuesto). El loco sigue, ajeno a todo, unos diez metros delante de mí, y el agresor es un joven ataviado con una camiseta desteñida y la gorra calada sobre los ojos. Acaba de bajar de la parrilla de una moto que se detuvo allí mismo, al borde de la acera, sin que su compañero apagara el motor.

Anillo, aclara. Dame el anillo.

Trato de retirar el brazo pero no me suelta. Con estupor, me doy cuenta de que estoy siendo atracada, como tanta gente en las historias que pululan en las redes. Siento pavor junto a un destello de solidaridad cumplida: ya no soy el bicho raro a quien nunca atracaron en la calle, la última virgen de la aldea.

Dámelo. El anillo.

Por fin caigo en lo que quiere el tipo: el finito aro de boda. Ante mi total parálisis trata de arrancármelo del dedo. No sale. Se tranca, como siempre, en la articulación; no suelo quitármelo a menudo. La verdad es que no me lo quito nunca. Lo llevo puesto desde que compramos dos iguales hace cuarenta y cinco años en Kopenhagen. (The cheapest you have, le pedimos al vendedor danés. Diez kilates, dijo, más bajo ya no es oro. ¿Quieren grabar algo al interior?

¿Cuánto nos va a costar?

Nada, dice, está incluido. Entonces, que grabe: Krina en el de Fernando, Costa en el mío: su apodo en aquellos tiempos y lugares).

Por favor… Es lo único que me queda de mi marido.

Mentira: claro que me quedan muchas cosas de mi marido, las que se pueden robar y las que no. Igual, no surte efecto. El tipo se impacienta, tira con brusquedad, me está lastimando el dedo y el manguito rotador inflamado. Es un pequeño atraco miserable en cámara lenta, al que solo observo como si no fuera conmigo, parada allí, inerte como una tonta. No siento miedo, ni sorpresa, ni siquiera rabia.

¿No te da vergüenza?, pregunto.

Evita mirarme y juraría que sí, le da algo de vergüenza, tal vez porque la cosa está tomando demasiado tiempo y la moto traquetea impaciente al lado. Debe de ser un ladrón principiante. No se ha fijado en el anillo de mi mano izquierda, el de oro blanco y piedra de ónix, que es antiguo y vale mucho más. No me pide la cartera ni el teléfono. Menos mal. Algún día tenía que tocarte, pienso (también se puede pensar en cámara lenta), y podría ser peor, mucho peor. Otra vez mi buena suerte me asiste dentro de la mala. Y de pronto comienzo a llorar, en plena calle, con el malandro inclinado sobre mi dedo como un novio que acaba de declararse, lloro al sol, con grandes lagrimones silenciosos que no puedo contener.

Porque por fin siento algo: una horrible tristeza. Todavía me provoca llorar describiendo ese incidente. Último jalón y el tipo se monta en la moto detrás del otro y se van los dos con mi anillo de oro del más barato que existe, con el Costa grabado por dentro. Reanudo mi camino, no pasó nada, ya nadie recuerda ese apodo, eres viuda y para qué te sirve el anillo, más bien ahuyentaría a un pretendiente si lo tuvieras, me consuelo con ironía. Ya ni siquiera me da miedo el loco que se mece en el sitio mirando algo al pie de una pared, como si andar llorando por Caracas te atrajera la solidaridad de los indigentes y un atraco te exonerara de otros. Huele horrible, el tipo. Cuando paso al lado lo escucho balbucear algo como meche, eche, peche. ¿Habrá dicho piecze? ¿Algo lo está quemando? ¿El sol? Pero si debe de estar acostumbrado al sol, pienso y –despierta, Krina– los locos de la avenida Libertador no hablan polaco.

Me abren la reja y me dejan entrar a mi tercera farmacia, la que sobrevive en el grupo de locales cerrados donde antes estaba Frisco y la Librería Alemana. Las dos mujeres que la atienden no tienen Mobic ni Kenacort ni Ibuprofeno ni Buscapina ni absolutamente nada fuera de enjuague bucal y crema para el cuerpo, pero al menos estoy dentro, protegida por las rejas, y sigo llorando a moco suelto. Me robaron mi anillo, explico. Cuándo, dónde, ahora mismo, aquí. Se compadecen de mí, me ofrecen servilletas de papel para sonarme la nariz, me pegan una curita sobre el dedo herido. Pobrecita. A la más joven de ellas también la atracaron, le iban a arrancar los zarcillos si no se los hubiese quitado sola. Su madre muestra las manos desnudas, ella nunca lleva nada para la calle. Cómo estamos, señora, ¡cómo estamos!

Yo no estoy tan mal. No me pasó nada, no me mataron, no me secuestraron ni hirieron, no me robaron nada importante, no fue nada comparado con las historias de horror que revientan las redes. En resumen: un pequeño atraco inofensivo. Leche dentro de la mala leche. Y no sé por qué sigo llorando, cuál es la tecla de tristeza que toca en mí.

Dejo de llorar, estupefacta, cuando la farmacéutica mayor me enseña sonriente un pequeño frasco: ¿Kenacort, dijo? Qué suerte tiene, señora. Quedó uno en el rincón de la despensa, como si esperara por usted. Le quita el polvo, ajusta las gafas y busca la fecha. Pero tiene dos años vencido, avisa.

No importa, digo rápidamente. Me lo llevo. Quién va a ser quisquilloso hoy con tales menudencias.

Saco el teléfono para hacer una llamada. Sí, el doctor Perazzo todavía me está esperando. Pero no tarde mucho, acota.

Cuando salgo a la avenida, el loco no se ha movido, la vista clavada en el suelo. Sigue balbuceando dentro de la barba su ma-cheche, meche, peche, la misma letanía de antes. Apesta. Para volver al edificio Angostura tendría que pasar otra vez a su lado pero prefiero cruzar la avenida y dar una vuelta. De nuevo la acera norte, pues. Aún no reconozco mi mano desnuda, el dedo con la marca más clara de mi anillo de casada que no me quitaba nunca. La marca de la pérdida. Camino entre la gente que compra chucherías y espera camionetas a lo largo de los grandes edificios, Torre Libertador, Torre Maracaibo, la farmacia, la pasarela peatonal antes del Majestic. Estoy cerca. Cerca del nuevo desastre, pero aún lo ignoro. Solo queda atravesar el lado sur de la avenida con sus tres canales de vehículos –el doctor pidió que me apurara– y en eso estoy, un pie tras otro sobre el paso de cebra blanco, muy blanco, recién pintado: noto los brochazos, las huellas sucias y el olor a cal cuando me tumba al suelo la fuerza mecánica de un golpe. Aún no capto qué ha pasado, solo siento dolor de cadera, la mano raspada y el codo (logré proteger la cabeza); sobre todo, el dolor fuerte en la pierna derecha. Un motorizado apurado arrancó, todavía lentamente, tratando de culebrear entre peatones que cruzaban la calle, pero calculó mal y el golpe brutal de la rueda derrumbó mi humanidad junto con mi tácita creencia de que un infortunio por día te inmuniza de alguna manera contra otros.

Ahí está –menos mal– un policía. Es un individuo grande y marcial, actúa correctamente y se nota que es buena gente. Extrañamente, tengo suerte con los policías: mi típica buena suerte dentro de la mala. Detiene al motorizado, me ayuda a levantarme, me pregunta si quiero dejar constancia del choque, quiere tomar nota de mis datos y de los datos del conductor de la moto. Aturdida, aún no conozco el alcance del daño en mi pierna derecha donde fue a parar el golpe. Y, ¡sí!, qué alivio: puedo caminar. Nada parece roto, y, por Dios, no quiero mis datos anotados en la policía –mi nombre, cédula, teléfono, nada– (mi confianza en las fuerzas de la ley no llega a tanto) y tampoco quiero tener contacto con ningún motorizado, aunque ese no parece ladrón, más bien un pobre mensajero aterrado, con un gran paquete para entregar que se cayó de la moto. Da vueltas alrededor de nosotros agarrándose la cabeza con las manos y habría huido de no ser por el muro de mirones que ya rodea la escena. Que él no quiso, que no me vio, que no fue culpa suya. Desgraciado, grita alguien, atropella a una señora mayor en el paso de cebra y dice que no fue su culpa. ¿Y de quién, pues? Balbuceo que se vaya, que no pasa nada, ¿está segura, señora? Segura. Déjelo ir. El policía me aconseja llenar el reporte, por si acaso tenga gastos médicos. Sí, claro, pienso, voy a demandar a este tipo para que pague mis gastos médicos. No quiero más líos. Conozco el código de los motorizados que acuden como moscas a defender a cualquiera de los suyos. Gracias a Dios, puedo caminar, aunque mi pierna se está hinchando a ojos vista. ¿Está segura, señora? Segura, oficial, no pasa nada, deja que se vaya, estoy bien. El de la moto no se lo hace repetir dos veces, acomoda el paquete, arranca el motor con el pie y se esfuma. Los mirones se dispersan. Por si acaso, señora, le tomé la placa, aún puede… Le corto la palabra al uniformado, llorando, esta vez de dolor. Por favor, solo ayúdeme, voy a este edificio, piso cinco, por favor, allí está mi traumatólogo.

Madre mía. El doctor Perazzo casi se cae para atrás cuando abre la puerta de su consultorio. No esperaba verme llegar en ese estado, escoltada por un policía.

Me desinfecta el raspón en el codo y la palma de la mano, examina rápidamente la pierna. No hay daño en la rodilla: el golpe fue más bajo. El hueso no parece roto, aunque sí muy golpeado. Pero primero lo primero: el Kenacort.

Me infiltra la articulación del manguito rotador y me doy cuenta de que ese dolor (olvidado) en el hombro aún existía al momento en que desaparece. Los esteroides son magia, observo. ¿No podría hacer lo mismo para esto?

Señalo mi pierna hinchada que está adquiriendo un tono azulado. Resulta que no, que es otro proceso curativo. Tremendo golpe. Pero algo ha hecho el doctor Perazzo, debe de haberme inyectado algún calmante, porque el dolor ha menguado. También ha llamado a mis hijos y no recuerdo cuándo. Sigue palpando mi pierna, la estira, la dobla, confirma que el hueso está intacto. No necesita radiografía. Tiene suerte, señora Krina. Este paso aquí es terrible, andan como locos. El mes pasado atropellaron a la pediatra del piso tres, y tiene las dos piernas fracturadas.

Aunque postrada en la camilla de la consulta, mi lamentable estado no me quita el consuelo del sarcasmo. Menos mal que no me rompieran las piernas. Y qué suerte que me atropellasen justo enfrente del consultorio de mi traumatólogo. Eso no ocurre a todo el mundo. Sin hablar de esa:

Mi mayor suerte, doctor, son dos consultas por el precio de una. Una verdadera ganga.

El doctor se ríe de buena gana y no protesta. Descanse, señora Krina. Ya la vienen a buscar.

Tengo sueño. Estoy dormida, o más bien sumida en una benéfica modorra. Sigo viendo al loco de la avenida Libertador detenido delante de mí, mirando fijamente algo a sus pies. Fue una mala idea, una pésima idea la de cruzar dos veces la avenida tan solo para evitarlo, así que me tapo la nariz y ahora sí, paso a su lado. Aún a través del pañuelo, el hombre apesta, pero ni siquiera me presta atención. Se mece ligeramente, como un judío rezando, y farfulla algo en su barba. Mameche, eche, peche…

Ahora sí, lo escucho clarito. Mala leche, dice. Me avisa, me anuncia, me confirma, ratifica, previene: MALA LECHE.


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