Actualidad

Luis Pérez Oramas: (in)actualidad de la pintura y vericuetos de la imagen

La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, pintado por Rembrandt en 1632

20/10/2021

Con el virtuosismo magistral de quien, durante varias décadas, ha estado sumergido en las lides de atrapar y reunir los haces de luz nacidos de las cosas, desde los objetos y seres reales, imaginarios y ensoñados por la imagen poética, Luis Pérez Oramas, figura fundamental en el devenir de la poesía venezolana de la actualidad y uno de los más avezados ensayistas sobre las realidades de las artes visuales con que cuenta nuestro país, nos entrega, bajo el título La (in)actualidad de la pintura y vericuetos de la imagen, un texto en el que se conjugan e imbrican el constante amago de la imagen poética y el libérrimo, oceánico universo en una tríada de ensayos en torno al tema del lenguaje elusivo, hechizante de la imagen pictórica.

La obra, editada recientemente en Valencia (España) por la Editorial Pre-Textos, en la cual, además, ha sido publicada buena parte de la obra poética y ensayística de Pérez Oramas, reúne los ensayos titulados «La muerte del Che o la decisión pictórica», «Las trampas de la imagen» y «La imagen animal: sobre una dimensión augural de la pintura y la imagen que falta», en los cuales la lengua del poeta, del historiador e investigador del lenguaje y universo formal de las artes visuales armonizan para brindar a los lectores la posibilidad de admirar las figuras, las líneas y los agregados espacios inventados o reinventados en las distintas obras de arte evocadas y aludidas en su exégesis. Visiones y corredores de espacios multiformes, reales, ensoñados que habitan y conviven en las imágenes, figuras, espejos, universos reales, imaginarios: el pozo insondable en el universo de las obras de arte.

En «La muerte del Che o la decisión pictórica» se nos expone, de entrada, a la fotografía del cadáver de Che Guevara, asesinado en una de las intrincadas selvas de La Higuera, en Bolivia, el 9 de octubre de 1967, una imagen que, como bien lo apunta el ensayista, dio la vuelta al mundo. Fue reproducida en todos los principales diarios del planeta, reafirmando o dando inicio a otra visión del mito tejido y urdido en torno a la figura del más emblemático de los guerrilleros latinoamericanos del siglo XX, y cuya imagen pasaría a convertirse en objeto de consumo, presente en películas, vallas, franelas, a lo largo y ancho de todos los ámbitos, pues no solo se exaltaba su figura y su gesta, sino que incrementaba el aura mítica que envolvía su hechura.

Entonces, semidesnudo, acostado en un catre, mirando hacia el cielo o hacia una imaginaria pared que, por igual, fija y desfija la memoria, los recuerdos que de ese personaje tuvimos, tenemos, o tuvo él de sí mismo, se inicia el esbozo de una nueva crítica. Todo en este ensayo se encausa hacia el impenetrable misterio inherente a las instituciones acerca del tema de la muerte, como cierre de una vida resumida en un oleaje destinada a convertirse en mito:

El cabello erizado, la mirada llena de un vacío abismal, sobre el brazo un estigma de la hora incierta de la muerte: así yace, en la lavandería de un hospital de Vallegrande, inerte, el cuerpo ya sin vida del Che Guevara. El rigor de la muerte lo ha consumido en este cuerpo y apenas queda la hondura de la selva, del fragor de las batallas, del miedo de la huida y las zozobras del acecho como un murmullo insondable, una lejanía inalcanzablemente próxima, una belleza mórbida, legendaria, aurática.

El párrafo anterior nos ofrece una descripción mórbidamente hermosa de la fotografía incluida al inicio de la obra. Nos entrega, en su fuerza descriptiva, la esencia del mensaje, o los mensajes implícitos en la desnuda imagen: muestra el cuerpo a través del detalle de los ojos abiertos del cadáver, embebido todo por una atmósfera de placidez enervante que se empoza en la mirada extática de unos ojos vidriosos. La fotografía nos atrapa. Nos llevará, enseguida, al inicio de un viaje signado por los distintos devaneos, amagos, vueltas y revueltas del autor de esa frase y de todas las frases que han de ser construidas, a la luz de la convivencia de situaciones diversas, en distintos tiempos y escenarios en las obras de maestros de la pintura que el ensayista habrá de presentarnos enseguida.

El cadáver del Che, colocado sobre un camastro durante varios días (por alevosa decisión de las personas que habrían ordenado su muerte en contubernio con quienes lo emboscaron y lo asesinaron) como un ente para la exhibición, comprobación y certeza de su muerte “real”, se convertirá en una excusa, en hermoso pretexto para la inconsciente, o consciente, alusión de su rostro al recuerdo de otros muertos, como consecuencia natural de la «belleza mórbida, legendaria aurática», que envuelve la imagen de aquel muerto, cuyo retrato nos lleva a otras imágenes. En primer lugar, a revivir la atmósfera de incredulidad y de curiosidad de unos personajes que, atentos a las instrucciones de un tutor, se preparan para recibir la Lección de anatomía, en la inolvidable y magistral obra de Rembrandt van Rijn.

Igualmente, frente a esa imagen Pérez Oramas nos traslada a la visión de otro paraíso, oteado por los ojos clavados en una etérea inmensidad. No podemos dejar de pensar en un cruce de espejos entre el cadáver yacente de El Che, acostado en un camastro, y la imagen de Ofelia, personaje central en el drama de Hamlet, eternizada por el pintor inglés John Everett en el año 1852, viajando despierta o dormida, congelada en su mirada estática, acostada sobre las aguas de un río, flotando entre rizos de agua, de maleza y de flores, entre las paredes de la Tate Gallery, de Londres.

En la imagen de El Che, acostado con el torso desnudo, con sus ojos fijos en un espacio indefinido pudieran fundirse (tal como enseguida lo sugiere el ensayista) las diversas imágenes de todos los cadáveres del mundo, así como junto al cuerpo acomodado como objeto de exhibición sobre una tabla, mostrarnos «a otro cuerpo erguido, oscuro, supuestamente vivo: un centinela de la muerte, Caronte que prepara los instrumentos de la travesía, el ángel sombrío del último día, el victorioso». O quizá a la espera de ser empleado en otra «lección de anatomía», por algún anónimo catedrático ante un grupo de alumnos.

Junto al motivo y su enigma, la fotografía nos ofrece también el detalle del torso de un hombre que pudiera ser un guardián, quien (tal vez) vistiendo una camisa sucia, acaso manchada de sangre, parece mirar el rostro del cadáver, como en una nueva contemplación y visión de la muerte. O el acto de un Caronte desquiciado que cuida al muerto. O prepara la entrada de otros “mirones” a la sala, o de sombras que desfilan y provocan el recuerdo memorioso

… de algún cuadro de Velásquez; el naufragio del Príncipe don Carlos o don Gaspar de Guzmán en su locura; la desidia de un joven rey que se aburre; el escultor Martínez Montañez, absorto; el exacto brazo izquierdo de la sinrazón con la que sostiene un molinillo de viento Calabacillas, bufón de reyes…

Recuerdos que operan y funcionan como vivas imágenes que, en vez de provocar –según el punto de vista de Luis Pérez Oramas– compasión o dolor, la imagen del cadáver del Che se convierte, necesariamente, en objeto «de uso», generador de diversas emociones en los espectadores o “mirones” del cadáver. En primer lugar, periodistas y representantes de cadenas de prensa, como sucedió en su momento, en los primeros instantes de la exhibición del cuerpo del guerrillero muerto. Pero, esencialmente, como un sujeto de las especulaciones más disímiles: el cadáver se convirtió en una cosa puesta allí, pavorosamente, solo para generar, en primer lugar, el reconocimiento de que el muerto era, precisamente, el mismo Che Guevara, el guerrillero más celebrado entre todos los guerrilleros en el siglo XX. Objeto de curiosidad, el cadáver se convertirá en un ser exhibido en una sala desnuda, incógnita, para ser sujeto de comentarios inverosímiles. Se lo convierte en un ser destinado a la contemplación, una vez curiosa, y otra indiferente. Pero en «potencia de visión» que al evocar una escena o una figura real asociada al muerto retratado allí vemos y miramos de distinta manera a como lo hace otro:

Pero acaso es posible hacerlo ver, tras un esfuerzo incalificable, mudo, en una densidad de imagen, en una imagen que será también cosa y cuya potencia de hacerse presente funcionaría como el analogon de la presencia de lo visible y del mundo que no puedo decir, ni pensar, sino a riesgo de un discurso inentendible y de un pensamiento abismado.

Esa «densidad de imagen» permite asir, momentáneamente, una interpretación o un significado que opera por analogía entre la imagen como cosa –el yacente Che Guevara– y mi pensamiento, mi “emoción” como espectador que, necesariamente, devendría como significado. Lo objetivo y mi emoción terminan fundiéndose como un todo en la mirada, en “mi” verdad. Tal como sucede cuando leemos un poema o algún cuento. O nos ubicamos frente a una pintura para estudiar su composición, su armazón de planos, tensiones, líneas diagonales que se tejen o apuntan al centro de tensión del todo como obra que, sencillamente, nos atrapa y nos envuelve.

La fotografía del Che, señala Pérez Oramas, pudiera ser tomada y asumida como una metáfora, independientemente de las alusiones a los parecidos o memoria de su tema con momentos milagrosos o instantes de la pintura universal. La pintura, sin embargo, aun cuando surge como una visión de la cosa real, de un detalle particular de la cosa, se destina, en esencia, por la carga alusiva de un lenguaje fundamentado en la verdad de su visión, de su punto de vista sobre un tema atrapado en el nudo de las líneas, en el gran punto de tensión o, específicamente, sobre un detalle que revela en todo su universo un rasgo epifánico que lo resume todo:

Pudiéramos como otros multiplicar las metáforas de un topos, aquel «lugar común» de «una verdad en pintura» que coincidiría estructuralmente con el espacio «plano» de sus impregnaciones: metáfora antigua, pitagórica, de una «llanura de verdad», según la cual la verdad residiría en un topos plano, apoético, incapaz de soportar ningún elogio de palabra; pura topología de enmudecimiento y de «extenuación» retórica, de silencio.

Todo ello, esos elementos formales dentro de las dimensiones pictóricas (remarca el ensayista, al final de la pieza que hemos comentado), no hacen sino afirmar y reafirmar que el gran tema, el gran viaje de toda la pintura como lenguaje tiende a revelar los momentos del tránsito esencial en el arte (cualquiera sea el entorno real que esté presente o aludido por líneas, por los planos de color y sombra), en presencia de la luz, como sujeto y objeto de todo un desplazamiento «aurático», fundido en un gran punto de tensión. Sí. Fuerza motora en cada obra, el universo único en su amagante juego sobre los seres y el paisaje: Narciso viendo las ondas de su cabellera y de su rostro «sin saber que en las ondas del agua comienza a (des)dibujarse el espacio vital de su propio reflejo»; las montañas evanescentes en Paul Cézanne, o la sal de Naiguatá convirtiéndose en uno y múltiples granos de luz en la obra de Armando Reverón.

«Las trampas de la imagen», el segundo ensayo, se inicia con una hermosa y soberbia narración que nos ubica a Filóstrato, el rétor, buscando bajo una lluvia estival un lugar en el cual guarecerse, un sitio para observar los juegos que ya habrán comenzado en Atenas, aunque sea desde el recuerdo, cuando entra a un amplio pórtico decorado con mármoles. De pronto, quizá traído por los ramalazos de la lluvia, irrumpe en la escena una horda de niños que comienza a increpar al dulce anciano, quien frente a ellos, con su estilete aferrado en su mano, mira los cuadros: las obras que, como a los niños que preguntan por su significado, le intrigan. Estos que acaso ignoran que tienen frente a ellos a Lucio Flavio Filóstrato, sofista griego llamado Filóstrato de Atenas –quien tuvo entre sus maestros a Damiano de Éfeso, autor del poema Nerón–, aficionado a la pintura. Como otros artistas de su tiempo estuvo obsesionado por pintar el escudo de Aquiles, hermosamente descrito por Homero en La Ilíada.

Filóstrato se siente, de momento, aturdido por los niños que lo increpan y le exigen que les hable. Que de una vez por todas les diga lo que desean oír. Entonces, de pronto, se le ocurre improvisar un discurso sobre lo que, hasta el momento de dialogar con los niños, ignoraba: el significado de aquellas figuras o sombras atrapadas en sus recuadros. Así, empujado por las voces estridentes de los niños que increpan solicitando explicaciones sobre las obras colgadas en el muro, se decide a hacerlo. Con el estilete en alto prepara la escena de su fascinante ficción:

… íconos, ídolos, fantasmas, simulacros. Oscuros argumentos resuenan como una caricia ciega mientras la mano potente de un esclavo transcribe su voz al osco sonido del estilete. Se iluminan, confusamente, dos palabras para decir lo mismo: Filóstrato, el rétor llama «cuadro» –pinakes– a los íconos encastrados en las paredes de mármoles que lo acogen, para hacerlos luego, en su propia voz, y en la escritura de quien transcribe, tan solo frágilmente, «imagen» –grafé–.

Tras su discurso, que detiene momentáneamente, Filóstrato se siente conmovido, arrebatado de improviso por el recuerdo de una caverna en la cual estuvo alguna vez. Quizá estuvo allí elucubrando otros discursos, acepciones que iban y venían sobre las cosas, entre un tramado de sombras que parecieran volver y dibujarse en las paredes, como un vivo y solaz recuerdo de alguna querencia, de un amor que, en otro tiempo, fue. El rastro se vuelve eco, sombra. Lo que está frente a él se nutre de lo «otro», de lo que ya no existe y, sin embargo, deviene y se transforma en un muro que acecha, trazando otra línea, otra sombra, un nuevo simulacro.

De esos rastros, de esos temores de Filóstrato al intentar elaborar un discurso nuevo y elocuente sobre el alcance y logro formal de las obras colgadas en los muros que visitó un día cualquiera en compañía de unos niños curiosos, Luis Pérez Oramas, en impecable síntesis, nos da cuenta de la lección aprendida por los niños aquella mañana: ese temor, esa vuelta de lo que fue real y que, retorna, siempre, como sombra ambigua, como llama tenue:

La escena primitiva de esa ambigüedad, de ese terror, acecha, desde siempre, a la pintura. Ser lo que no es. O no ser nada, siendo no obstante algo. Ser sombra, fantasma, simulacro. Ser una cosmética o hipnótica poción para la embriaguez de la mirada. Ser solo una cosa, un cuadro (pinakes). O no ser nada, solo una imagen (grafé). Los hombres inventaron la proyección de las sombras (skiagraphia), que es el nombre antiguo de la pintura, para que al instante de morir –esa escena perseguida desde siempre por los pintores– el amor de tanta memoria presente no se ausentase en la noche cavernaria de la separación.

Tras la invención de proyectar y dibujar las sombras nacería la pintura. Nacerá embebida y bautizada en las aguas de la ambigüedad que envuelven y le dan forma en haces de luz que demarcan caminos para la reinvención formal de sus perfiles en nosotros, los que vemos y manipulamos las cosas que ellas habitan desde la mirada de un pintor en el espacio dimensional de las insinuaciones, una visión de lo real que nunca antes llegamos a otear. Este espejismo pasa a fijar un punto de vista único frente al detalle inherente a lo real. Ambos hechos, ambas realidades, la define nuestro ensayista, como un «respiro solapado» de dos excesos que, en el arte de la pintura, conviven y respiran:

En la viciosa analogía de lo pictórico con lo ilusoriamente bidimensional respiran, solapados, y a menudo desenmascarados, dos excesos, dos rasgos paralizantes: un espejismo primitivo; un arrogante ilusionismo intelectual. De ambos puede decirse que la pintura padece los defectos a través de una impostura, identificándose con lo que no es, determinándose en usos banales, en una forma inoculada de «imaginismo», cuando no en una ingenua «imaginería».

Entre esos defectos, sin embargo, prevalecerá siempre en el alma o ánimo del artista, el imperioso deseo de dar origen al contorno de una sombra, la sombra de un cuerpo o de una cosa, a la cual se refiere Plinio, El Viejo, en su Historia natural, otorgándole un importante –y tal vez definitivo– cuerpo a la sombra, crear líneas y contornos pues «todos reconocen que el origen de la pintura consistió en trazar, con ayuda de líneas, el contorno de una sombra humana». Una historia que comenzaría –según lo relatado por Plinio– cuando Butades, otro sofista amante entusiasta del arte pictórico, descubrió o vio un gesto genésico de su propia hija al proyectar con una linterna la sombra de un joven que amaba. Entonces Butades, según nos relata Pérez Oramas, «aplicaría allí la arcilla para hacer de aquel contorno un relieve, una efigie corporal y duradera sobre la sombra muda de la primera de las pinturas, y como una excrecencia sobre aquel rastro surgiría entonces el arte del modelaje».

El origen de la pintura, por Jean-Baptiste Regnault en 1785.

Nacida quizá de la proyección de la primera imagen (a la cual Pérez Oramas identifica y califica como «grafé»), otra manera de concebir y expresar un tema, un tópico, o de aislar un detalle real, la nueva visión de un tema o tópico se adhiere a la pared gracias al gesto inicial de Butades. La imagen proyectada como sombra desde una linterna se convertirá en una piel, en una «costra»: «un bulto inflado y duro, un estigma tieso que surge de la misma piel del mundo. Una cosa». Una cosa convertida en cuerpo, en volumen. La primera escultura en la historia del arte.

«¿Por qué Filóstrato? ¿Por qué Plinio?», se pregunta Luis Pérez Oramas. El poeta, el ensayista, se responde sin ninguna dilación. Porque Filóstrato convirtió un emotivo y lúcido recorrido (seguido por un grupo de niños en lo que quizá sería la primera visita guiada a un museo, a una galería), en elocuentes y sabias palabras: la convivencia con el arte en un espacio propio para múltiples interpretaciones. Filóstrato nos legó la experiencia de la nombradía de la esencia frente al tema del cuadro que veía, nos dice y aclara el ensayista. Pero al nombrarlo –y allí radica quizá su gran aporte– revive el tema del mito de Narciso, un cuerpo que al ritmo de las ondas del agua que agita mientras se asoma a ellas para ver su rostro se transforma en imagen. Se desmaterializa no sin antes volverse otro y otro, como el remolino de las ondas de agua. Ondas que fijan y desfijan los rostros convertidos, de pronto, en cabellos del rostro de Narciso espejeante. En las ondas de agua, en los puntos y líneas de este discurso de Luis Pérez Oramas que reinventa, párrafo a párrafo, los inmortales juegos de Narciso, convirtiéndonos en cómplices, en partícipes de su bello e inolvidable juego, tan eterno como el temblor de una laja sobre la superficie de unas aguas quietas.

Óleo en lienzo atribuido en 1913 a Caravaggio.

Si Filóstrato desmaterializa y convierte en ondas, en aire, en ramalazo de luz y de agua, el cuadro que ve y, por ende, la pintura que describe, Plinio, por su parte, según nuestro ensayista, nos entrega en su texto, luego de disquisiciones iniciales sobre la pintura, la visión y el hallazgo de una piel endurecida:

Porque en el texto de Plinio el discurso sobre la pintura surge como un exceso, como un suplemento, como una epidermis endurecida, adormecida como una sombra: excrecencia crítica semejante al relieve que sobre su sombra surge como otra forma del arte; porque surge de la caducidad del relato sobre la pintura, que procedía a su vez de la constatación de su (in)actualidad (como arte); porque surge como todo gran efecto teórico de un impasse, en un «intervalo», no son más en el texto de Plinio, que los exactos momentos del relato en los cuales la sombra plana, proyectada sobre el terror de la separación, viene a convertirse en volumen, en bulto, en cosa, en cuerpo alterno alterado: en otro cuerpo, alterado: en otro cuerpo.

Palabras, sombras desfilan y pasan tras el discurso de Filóstrato frente a los niños tratando de explicarles el significado de ese tejido de seres que se vuelven cuerpos, después de ser sombras. Pero ahí, perdidas, desaparecidas en los muros, cosidas en el alma de los niños, queda su discurso. El discurso de Plinio, sin embargo, resulta vertido en su texto Historia natural, en la cual empoza y vierte las palabras que, en la intuición de nuestro ensayista, deviene la primera historia de la pintura alguna vez escrita. Un texto sobre la magia y el poder de las aguas, como si hiciera falta «un eco más, otra sombra, otra separación y otra muerte, otro texto legendario, esta vez sobre las aguas, fuera ya de las cavernas, que nos permita comprender cómo el espejismo bidimensional es, también, una ilusión intelectual, fantasmalmente idealista y platónica».

Pero, según Luis Pérez Oramas, haría falta Ovidio para llegar a Platón, al tiempo que, otra vez, se sumerge –nos sumerge quiero decir, amante como yo mismo he sido, confeso, irreductible, de la imagen o arquetipo del agua– en las aguas revueltas por Narciso, reproducidas por la ninfa Eco, desde otra orilla, mientras él, Narciso o quizá Luis, ante el espejo, ante la fuente, revuelve las aguas fascinado por todas las historias que le cuentan las ondas que continuará revolviendo, reiteradamente, como si las gotas fuesen remolinos, estancias nuevas de la misma historia que plasmaría otro artista en un nuevo cuadro o lo convertiría en volumen. O, si el hacedor fuese otro poeta, en un texto memorable escrito alguna vez por algún bardo excepcional llamado Homero, Virgilio, Catulo, Horacio, Constantino Cavafis, Salustio González Rincones, José Antonio Ramos Sucre, Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Rodolfo Moleiro, Luisa del Valle Silva, Hesnor Rivera, Luz Machado, Alfredo Silva Estrada, Eugenio Montejo, Luis Pérez Oramas, Esdras Parra, Arturo Gutiérrez Plaza, Mharía Vázquez o Hibrahim Alejo y reescribiera, otra vez, su visión de la imagen de Narciso:

La historia de Eco y Narciso, harto evocada y referida desde Alberti para iluminar el origen de la pintura, al establecer el arquitecto tratadista la suposición puramente poética de haber sido Narciso el inventor de la pintura al abrazar su imagen reflejada, puede ser leída como un eco de la separación que amenazaba el amor de la hija de Butades. Porque Eco, la ninfa, convive con las piedras y en ellas se encarna por pasión, como la hija de Butades deja impresa, en el registro lineal de un contorno y en el abismo instantáneo de la separación, la sombra petrificada de su amante.

De las ondas de las aguas agitadas por Pérez Oramas en su contundente y tenaz empeño por mostrarnos el desfile de nombres y de sombras que pasan ante nosotros quedará un recuerdo pétreo, devenido aprendizaje, intuición inolvidable. Continuaremos para siempre sumergidos en el hechizo de un discurso ensayístico que toma la imagen del agua y de la piedra acaso para subrayar que vida y muerte no son sino espejismos. De sus experiencias nos queda el recuerdo memorable de un sol que, alguna vez, quedó encerrado en un cuadro, en un poema y debemos guardar en el cofre de nuestros corazones ese sol único que nació allí, desde siempre y para siempre. Como espejismos, todos los seres nombrados desde Filóstrato ante los muros se nos muestran ahora, se juntan en un haz de luz gracias a las revelaciones de un poeta ensayista.

Eco y Narciso, pintada por John William Waterhouse. Reino Unido, 1903

Y tras las sombras la espejeante palabra de un gran poeta, grande entre los grandes bardos que en el mundo han sido, nos ilumina todavía las zonas que en la historia, cuentan Filóstrato y Plinio, revela el enjambre de elementos cosmogónicos que anida en la pintura, pasando como ráfagas de agua ante nuestros ojos hechizados por el trepidante desfile de figuras y registro de voces que nos presenta Pérez Oramas, para rematar en el posible nudo que subyace en la historia eterna de Narciso y de Eco. La misma historia de la hija de Butades: el reflejo de sombras nos amaga con tejer una historia que, finalmente, tomemos como verdad de lo que está encerrado en un cuadro o dibujado en nido de rayas sobre un muro a la espera del discurso de Filóstrato otra vez y otra. Discurso proteiforme, urdimbre de palabras tejidas y anudadas que no terminarán de apaciguar la curiosidad de los niños embriagados por las pinturas, por las palabras del poeta ensayista Luis Pérez Oramas que, en el nombre de Filóstrato y de Plinio, anuda todas las visiones de la pintura. Porque nos coloca frente a un muro y nos lleva a una caverna en busca de un respiro luminoso para hablarnos del poder embriagante y letal de las imágenes, de sus hermosas trampas, de sus infinitos amagos de seducción y muerte:

La fábula de Narciso no es solo la maravillosa conversión de un relato amoroso en narración teórica de la imposible conjunción de visiones y palabras, por lo cual la visión de Narciso no se reconoce, ni la voz de Eco fecunda en el óvulo de alguna respuesta. También es la fábula de Eco y de Narciso la escandalosa y conmovedora presentación de una imagen peligrosa, del poder letal de las imágenes. Esa potencia de muerte yace y se alimenta, siempre, del malentendido, de la ausencia, de la distancia en la que la verdad, indiferente a la suerte mortal de los humanos, se mantiene, y, desde allí, gélida, nos detiene con su guadaña incorpórea.

Esa «guadaña incorpórea» sería realmente incorpórea cuando haya sido sujeta de nuevas reinvenciones. Como virtud esencial del ser humano, el hombre en la tierra, el artista, pintor, escultor, poeta, torna, gracias a los trazos de un dibujo, al retumbar del sol en una metáfora, a la conversión de las figuras atrapadas en un cuadro, en un torso, en un cuerpo entero donde se anidan la noche y el día. O en un fragmento de ese cuerpo convertido en la memoria del cuerpo originario. Tal hazaña vencerá a la muerte y su guadaña con una nueva siega desplegada de sol.

Tras ese nuevo cuerpo, sin embargo, por implícita demanda del ser, palpita siempre una sombra o una red de sombras. Un manojo de ellas: la herencia que nos dejó Plinio cuando convirtió la raya o mancha en volumen produjo un gran momento en la historia del arte. Su gesto nos trasladó a las cavernas, a Platón y, luego, a desembocar en la historia de Narciso y de Eco, tornando visible, en las ondas del agua que agita, el poder letal de la continua cadena infinita de visiones y palabras espejeantes:

Es nada en rigor lo que enamora a Narciso, pero la fábula del cazador adolescente que descansaba inadvertido en la proximidad de las aguas es, también, la fábula de una imagen letal, venenosa, mortífera, que apenas existe, pareciendo no ser nada: un irreconocimiento, un espejismo de los sentidos que la razón hubiera visto para salvar la vida del efebo si en la razón estuviera el poder de salvarnos, también, del laberinto mortífero del deseo. La fábula de Narciso no es solo la maravillosa conversión de un relato amoroso en narración teórica de la imposible conjunción de visiones y palabras, por lo cual la visión de Narciso no se reconoce, ni la voz de Eco fecunda en el óvulo de alguna respuesta.

Lo hermoso e inagotable de la fábula de Narciso que se asoma al pozo para descubrir –o reconocer, desde ese instante y para siempre– reside en el hecho de extasiarse y morir cuando descubre el reflejo del sol mortecino en sus cabellos. Se enquista en el poder seductor e insondable de toda imagen que, en su carga de signos y símbolos, lleva implícita la carga de los caminos de la vida y de la muerte. Caminos en los cuales se muere y se nace en el mismo sitio: en el pozo de las constantes invenciones y reinvenciones en el arte que se anida en cada imagen, dadora de nuevos hechizos de encantamientos, como afirma el poeta Pérez Oramas, parafraseando esa verdad de los continuos amagos de lo verdadero y de lo falso, de lo cierto y lo incierto, tal como se nos dijo alguna vez en La República.

En las páginas finales de este hermoso ensayo cuyo estilo se fundamenta en el continuo espejeo de imágenes, de símbolos e historias míticas como las de Filóstrato, Plinio, Butades y su hija y, luego, en las historias y leyendas tejidas alrededor de Perseo, Leonardo Da Vinci, Juanito Apiñani, el ensayista pareciera realizar un cómputo del itinerario de la fábula como reino de lo maravilloso, de lo inacabado de las ondas de un río bajo el sol.

Posible autorretrato de Leonardo da Vinci hecho entre 1512 y 1515.

Dicho cómputo se efectúa a través de un discurso recurrente en el uso de la técnica del fundido y de las reiteraciones de párrafos que vienen y van al ritmo impuesto por las ondas del agua, quizá en honor a Narciso, citado algunas veces como inventor de la pintura. Luis Pérez Oramas concluye en la idea de que la historia de la pintura pareciera estar escrita desde el poder inagotable de fábulas que ondulan en los tiempos y espacios. Tales ondas generan inolvidables hilos, instantes gloriosos procreados en la ambigüedad como zona de los recurrentes e infinitos amagos. De un juego de sombras que torna (in)asible la historia de la pintura como cuerpo orgánico resumida en una sola piedra.

Juego este que no hace sino reafirmar el sentido inacabado, implícito en cada cuadro, en cada obra. La historia inacabada que reafirma, en su esencia y en su forma, el acecho presente y corporizado de la metáfora del agua y sus continuos remolinos y temblores a lo largo de la historia del arte pictórico, tejido y destejido como madeja matizada. Que se teje y se desteje en cada obra, como una fábula siempre (in)acabada:

La única verdad de la pintura reside en esta metáfora del agua: en la metáfora de su profundidad, en la parábola de su espesor. El Unicornio, animal ilusorio, clava su alma en el dolor de la única verdad de la pintura que las trampas de la imagen disimulan: en la verdad de su cuerpo (de agua) en su verdadero espesor líquido. El Unicornio –esa ficción– señala así la cifra de un cuerpo –un rostro deforme– y mirándonos –inmemorial admonitor, salvaje y mudo– nos dice lo que hay que ver: un ínfimo espesor que su cuerpo fantasmático purifica cuando hiere, como la lanza de Longino embebida de vinagre y de sangre que enceguece cuando Cristo expira.

Entre la metáfora del agua y la lanza del Unicornio devenida en espada surgirán otros grandes momentos en la historia de la pintura, bellamente intuida y contada con luminosas espinas y pétalos por este poeta historiador que nos ha mostrado su recorrido llevándonos, absortos, hechizados por los grandes y decisivos instantes que cosen y urden instantes oceánicos en la historia de la pintura universal. El agua fluye. La lanza marca, señala, desgarra al mostrarnos un nuevo y deslumbrante punto de llegada en el camino y tránsito de un viaje inagotable escrito en las aguas.

La lanza demarca caminos y zonas de hallazgos y temblores: resurge con todo su poderío entre las manos de Francisco de Goya al eternizar el tema de la tauromaquia en sus grabados que fijan para siempre y humanizan no solo el tema de tauromaquia, sino que nos lleva, en su tramados de líneas y de sombras en el papel, en el cartón, al universo de la pintura rupestre, a los juegos iniciales de Filóstrato con los niños ante el muro de sombras.

Retrato del pintor Francisco de Goya (1826), por Vicente López, Museo del Prado, Madrid.

Pero, también, a la imagen de la lanza real o imaginaria en las manos de Juanito Apiñani, quien, según el juicio certero, agudo, de nuestro ensayista, traza

… la más impactante, clara, concisa, completa metáfora de Narciso que se haya producido con el oficio de las tintas. Es posible argumentar que hay, en toda agonía taurina, un rastro de lo que se destila tras el mito de Narciso: la búsqueda en la hondura del tiempo, que es insondable como todo ilusorio espesor, de aquel momento fundamental en que se cierne el grano de las bestias de aquel de los hombres…

pues, como acertadamente apunta Pérez Oramas, la punta de la lanza (gracias a las virtuosas manos de este grabadista) apunta y remarca el sentido de lo humano, grandioso y pétreo, que envuelve el arte de Apiñani al tratar, con gran maestría, el tema de la presencia y transfiguración del Unicornio en su obra.

El Unicornio de Leonardo se clavó y eternizó para siempre en una sombra de agua, nos refiere en una bella imagen nuestro agudo ensayista: una sombra de agua señalaría, por eternidades, un amago infinito de las ondas. El de Juanito se convierte en una metáfora del tema de la salvación del hombre frente a la bestia: clava su lanza en una sombra. Se vale de la imagen de una puntada en las sombras que pasan y desfilan ante el muro de Filóstrato como el primer día. Nos ha quedado para siempre, como nos lo recuerda finalmente el ensayista, el juego de la sombra y del espejo como gran legado. Como luminosa herencia han de permanecer, como insondables e infinitos bienes, el espejo, el agua, el tejido de sombras que van y vienen contando la historia de la pintura a partir de un trazo, de un grano de luz apresado eternamente en un cuadro.

El tercer ensayo titulado «La imagen animal: sobre una dimensión augural de la pintura y la imagen que falta», se fundamenta en la intención manifiesta y clara de reinventar las ideas y postulados que, sobre el lenguaje de la pintura, sus formas y alcances, postulan y argumentan los filósofos y ensayistas Pascal Quignard y Fernand Deligny.

1. Extraños, extranjeros: imágenes

Bajo el subtítulo «Extraños, extranjeros: imágenes», el ensayo se inicia con una breve estampa narrativa donde el autor relata la experiencia de encontrarse cómodamente sentado leyendo un libro escrito por Pierre Bergounioux cuyo volumen, tan delgado y profundo como una hoja que atrapase la historia del árbol y lo llevara a anudar el escrito en que lee y nos permite saborear a sus lectores, contiene la contundente frase: «La vida es sedimento».

A partir de esa frase o aforismo comienza un viaje, relatado de manera breve –como si estuviera escribiendo el anverso de la página que lee, en mínima confrontación de espejos– una rápida visión o recuerdo de todas las peripecias existenciales vividas por el lector en Francia, país en el cual pasó varios años, algo más de una década, impartiendo la docencia y escribiendo poesía y crónicas sobre maestros de la plástica de todos los tiempos. Allí en París se colocaría frente al universo mágico y único de innumerables artistas que fueron, indudablemente, fortaleciendo su formación en los lenguajes de la poesía y de las artes visuales (haciendo suya alguna imagen), parodiando luego su carga explosiva y sensualmente desconocida; experiencias todas que parecieran reunirse y apilarse en la frase que lee: «Aquel que no habla como nosotros: el extraño, el extranjero, el animal».

A lomo de esa frase fija, momentáneamente, otros recuerdos. Pasajes como el de los años de docencia o el momentáneo y necesario interés por la política en un mundo convulsionado y encendido a cada amanecer, todos los días, mes a mes, año a año; confrontando su propia memoria con las frases y palabras de Bergounioux y sus citas de Milner, llevan a Luis Pérez Oramas, el lector, a ese instante en que voltea los espejos y otea en su propia experiencia para confrontar, a su manera, el mundo delineado en el libro que lee y sus vivencias, un universo como el contemporáneo sometido al tumulto de los cambios rápidos, casi violentos que desde el inicio de este nuevo siglo se halla,

… signado por la inmediatez fulgurante de las comunicaciones en las que el lenguaje, con producirse en amplitudes inconmensurables –el mayor volumen de data jamás generado por la humanidad– se reduciría también a las operaciones de efectuación a una simplicidad utilitaria inédita, a los ínfimos caracteres que caben en la pantalla, a las tres palabras que acompañan un retrato de sí mismo —un selfie o la brevedad que impone un lector cada vez más impaciente, cada vez más inatento, cada vez más disperso, más apurado.

Ante ese universo de la inmediatez y, algunas veces, de la estulticia, el mundo de la pintura, de las artes como expresión y comunicación entre las personas ávidas de conocimientos vivientes, termina relegado. En el mundo contemporáneo, remarca el ensayista, los individuos, los ciudadanos sometidos a un constante bombardeo de imágenes que incitan a un consumo desmedido, innecesario a veces, terminan anulados en su conciencia de ser. Siempre sujeto a múltiples cambios en el universo de la cotidianidad, para el hombre contemporáneo resulta ajeno, imposible, la confrontación de diversos puntos de vista sobre un tema o el disfrute de una obra de arte, literaria, teatral o de una simple crónica sobre un suceso de la asfixiante cotidianidad. Los habitantes de un país, actualmente, muchas veces terminan desconociéndose a sí mismos, manipulando entre ellos informaciones sobre un mundo real cada vez más esquelético, desprovisto de carne y de una hoja multifoliada, marcada en sus caminos infinitos.

«¿No sería justo, conveniente o necesario dudar entonces del lenguaje?», se interroga nuestro ensayista y se responde a sí mismo aduciendo que se hace cada vez más imperante y necesario en este mundo actual, sometido al continuo ramalazo y devaneo de imágenes inmediatistas que invitan e incitan al consumo, al encuentro definitivo con la vida hueca sin horizonte ni destino distinto a la hemorragia de objetos e imágenes huecas, de objetos y necesidades impuestas, el abrazo definitivo del instante de fuego que siempre genera una imagen que dure:

La in(actualidad) de la pintura es el otro nombre de la urgencia de una imagen que dure, de una imagen que resista, a la vez, a ser consumida y a ser traducida. Si aquel mundo centrado en el lenguaje dio lugar a este, enraizado en las cosas que no hablan, pero dictan el gobierno de los hombres desde su mudez instrumental, si las cosas, como las imágenes, no hablan como nosotros es porque son extrañas, extranjeras, indomesticables. La in(actualidad) de la pintura o la imagen que dure –es decir la inmensidad intraducible de la imagen– es acaso el lugar para someter el lenguaje a la potencia de su duda, al pasaje expiatorio de su silencio.

Esa imagen que dure, esa imagen que se proyecte como un árbol en el bosque de luces creando su lugar en ese tramado de troncos y de hojas que resistan todas las tempestades, todos los cambios atmosféricos o el azote destructor del hombre algunas veces tentado a esa manifestación de la animalidad, garantiza y ofrece un universo único, como el que el poeta Luis Pérez Oramas busca y otea en los libros que lee, en la pintura que observa y «estudia» con mirada inédita en algún museo o galería.

En esta obra que tenemos frente a nosotros, como abanico desplegado a todos los encuentros con imágenes inverosímiles, a todos los abrazos, nos invita a recorrer o a efectuar con él el aprendizaje de ver y escrutar las cosas de manera distinta gracias a que ha logrado leer –o estudiar, estaría mejor decir– al escritor francés Fernand Deligny, con quien ha continuado «aprehendiendo» lo que ya había atisbado en sus años iniciales de ejercicio literario, en su obra poética primigenia Salmos y boleros de la casa: allí aprehendió que las imágenes primigenias permanecen eternas, inmersas en su enigma, embebidas en el pozo de misterio que ellas crean a partir de una gota de luz. Ellas proceden y devienen de nuestro fondo animal, bellamente primitivo y salvaje, como el pie del niño del cual siempre nos estuvo hablando Heráclito de Éfeso y, por cruce de espejos, Fernand Deligny al poeta y académico Luis Pérez Oramas:

Quien lea a Deligny como yo lo he hecho desde la raíz de mi propio aprendizaje académico enmarcado en la centralidad antropológica del lenguaje, hoy cuando la política abandona el dictado del discurso humano para someterse al indeciso decurso de las cosas, tras el cual se disimula la tentacular pragmática del mercado, no puede uno menos que sentir el suelo resbalarle de su asiento para volver –sanamente– a la duda magnífica y sin respuesta que se enfrenta con las regiones grises y ambiguas de la realidad o del mundo; para escuchar resonar como un aldabonazo la frase aquella, o la plegaria muda, que se preguntaba por los que no hablan como nosotros; los extraños, los extranjeros, los animales, las imágenes; a condición de entrever que el término «animal» puede cubrir mucho más que las singulares mascotas a las que estamos habituados.

Retrato de Fernand Deligny.

Siguiendo fervorosamente a Deligny nuestro ensayista concluye, entonces, que el origen, la arqueología de las imágenes brota y nace de nuestra condición animal, de lo angelical e inocente que subyace y se emparenta en el alma de los animales y en los niños que fuimos una vez y que deberíamos seguir siendo, como eternos cultores de la luz radiante, virginal, de lo salvaje.

2. El zoógrafo, el pintor

En la segunda estancia de su ensayo, Pérez Oramas hace referencia a que en la lengua griega de la antigüedad el pintor era llamado «zoographos»: el destinado a grabar en trazos, en rayas, dando cuenta de la animalidad de cada hombre de la tierra: sus gestos, su historia eran grabados en piedra, en un muro.

Enseguida contrapone las visiones y conceptos que sobre la imagen de un ser real reproducida por una palabra o por un trazo mantienen Pascal Quignard y Fernando Deligny. El primero, en su obra La imagen que hoy nos falta, se aproxima al concepto de imagen asignándole el poder de ver lo que le falta a lo real: mientras la palabra nombra lo que fue, la imagen se erige y se levanta con una carga poderosa sustentada en la carga esencial de ser la noche, de asumirla, de revelarla en la vigilia. Entonces, de manera contundente, nos señala: «Así como tras cada biografía humana está la Historia, así como tras el nombre de cada uno de nosotros está un ancestro, así mismo tras cada palabra hay un perdido»; aseveración sobre la cual se pregunta Pérez Oramas: ¿quién es el perdido?, ¿quién es el sepultado tras el ruido de los nombres? Enseguida el ensayista refiere que el propio Fernand Deligny pudo, alguna vez, responder esa pregunta afirmando:

Es que creo que las palabras, los nombres de vieja usanza, son como nebulosas de sentido diverso, contradictorias, con un nudo secreto. Un nudo que el lenguaje es incapaz de alcanzar; ese nudo que no se libra, que no se deja decir…

A la sentencia de Deligny nuestro ensayista replica enseguida, aun cuando sea reinventando, en cierto modo, la anterior aseveración del maestro Deligny. Si se quiere, tal vez lo haga para parodiar el sentido infinito que conlleva y exige el tema del lenguaje y un posible nudo, tejido a partir de las vueltas y revueltas alrededor de las metáforas de los arquetipos:

El perdido, el sepultado tras el nombre sería pues lo que en última instancia nos conecta con la realidad concreta que en el lenguaje se aloja provisoriamente, porque los nombres, las palabras, son acciones de distanciamiento y pudiera entonces ser que, opuestas a ellos, las imágenes fuesen acciones de aproximación, de acercamiento.

El lenguaje como enunciación y estructura, nos aclara enseguida el ensayista, no permite una aproximación real, táctil, con el objeto nombrado. Solo en la poesía tal vez se produzca ese milagro, aunque de por sí en dicha experiencia el sueño y la ensoñación constante de las cosas produce, igualmente, otra realidad intangible solo vivida como intento de recuperar lo perdido, contraponiendo el universo del ensueño.

Pero fuera de la poesía, fuera de la experiencia de los sueños cuando dormimos, en la vida cotidiana, en la vigilia del día, Pérez Oramas vuelve a preguntar: «¿quién es el que se ausenta, el que falta, el sepultado tras el ruido de los nombres?». No consigue una respuesta tajante en Deligny distinta a la aseveración ambigua respecto a la afirmación de que la imagen pertenece al terreno de lo indefinible, de lo indefinible y etéreo, como si en efecto todo formase parte del reino animal en constante formación e infinita gestación:

Y así, entonces, digo: pudiera ser que la imagen formase parte del reino animal (…) es decir que proceda del recorte profundo de la memoria de especie, y la memoria de especie tiene algo en común entre todas las especies, incluida la humana. Si decimos esto… todo salta por los aires… Entonces digo: que la imagen sea de alguna forma, que pudiera por retruque quizá ser del reino animal, puede ayudar, puede ayudar. Hay que ir sobre la punta de los pies.

La lectura propuesta por Deligny nos emparentaría con la lluvia incesante, virginal, de las imágenes arquetipales de la bestia enfurecida o del animal apacible que espera en un rincón por el «recorte profundo de la especie y la memoria de especie»: juntarnos a todos en el instante memorial de siglos en cadena en un haz de luces y de sombras, hablando de la Historia humana como una unión de imágenes de imágenes de todas las especies.

Pascal Quignard, a partir de tres imágenes: Aquiles escondido en un pozo, agazapado entre las sombras, a la espera de Troilo a quien debe y necesita asesinar; Medea, con la espada en alto, dispuesta a matar a sus hijos para vengarse del progenitor de los niños, el infiel Jasón y la del uro «primal y herido que embiste mientras muere a un lado del hombre pájaro que también cae, que no cesa de caer», nos propone una teoría de la imagen, de manera gráfica, sucinta, reduciendo su carga y poder narrativo y sugerente a un decir sobre la imagen y no al mostrar: convertida en una catarata que no termina de caer o de un amanecer que no acaba de despuntar, como sucedió la noche de la Batalla de Jacob con el Ángel, como se nos cuenta y revela en «El Génesis» con un soberbio lenguaje poético que convierte esta lectura en un tránsito insondable e infinito de imágenes arquetípicas de las cuales se servirían todos los poetas que en el mundo han sido y serán: la tela que escribe la historia de la noche y del día en el tejido y amago constante de la luz y la piedra.

En su lectura de la propuesta de Quignard, Pérez Oramas señala virtudes y carencias en ella al expresar que

… la imagen antigua no habrá sido, según esto, es periódica. Al menos estas imágenes que Quignard ha evocado no responden a la vieja adecuación humanística de las imágenes con las tres frases periódicas: no se despliegan en la tentación de imitar la estructura lógica de aquella frase a dos tiempos, como lo hicieron los pintores «humanistas» del Renacimiento.

La imagen en Quignard, según comenta y remata en su análisis nuestro ensayista, traza las líneas de las próximas búsquedas de los artistas cultores de este arte: la emboscada de la pintura desde la misma pintura. Un arte que dará paso al terreno absoluto de las ensoñaciones para ser ella misma fuente del pensamiento voraz, absoluto.

3. La pintura como emboscada

En este luminoso –y enigmático– fragmento el poeta Luis Pérez Oramas pareciera estar al acecho tras una cortina blanca que refleja la luz, el foco desde el cual el ensayista dispone las palabras, los párrafos para «emboscar» al lector a quien se busca seducir y encantar con un escondite de las cuestiones que, sobre la pintura, pretende y desea decirnos.

Los elementos de la pintura son reducidos a un cuadro en el cual los seres que conformen las imágenes, los objetos presentados en la escena, se disponen en un sentido narrativo. O en un sentido meramente conceptual, como sucedería en el caso del arte contemporáneo. Pero en uno y en otro momento las imágenes constituyen siempre las señales, los indicios ofrecidos por el artista al espectador o lector de su obra. En la pintura clásica existen siempre referencias reales para seducir o encantar al «mirón» de la obra. Pero no siempre se tratará de contar una historia de manera directa, anudada en el punto de tensión alrededor del cual giran siempre los diversos elementos o seres que se anudan o separan para contar distintos aspectos de la historia. Todo el punto de vista clásico fundamentado en un orden en el cual el universo representado recuerda, evoca, la cosa total o un detalle, quedará paulatinamente abolido:

A partir de allí la pintura, que se había hecho la costumbre de hablar, aprende a dejar en el aire sus frases: suspendidas, irresueltas, sincopadas, enmudecidas, hasta pintar solo lo que no puede ser objeto de ninguna frase. La pintura romana, antigua, sería, según Quignard, lo opuesto a esta moderna versión de la pintura: aquella que simplemente dispone, y muestra sus elementos como potenciales actores de una frase que no llega a construirse, como cosas que pudieran ser nombradas, sujetos de una acción posible, o probable, inminente y proferible pero como en toda inminencia, apenas antes de venir a ser definitivamente, antes de que haya frase pronunciada o acción acometida: palabras sueltas que serían, para volver al texto de Deligny, «como nebulosas de sentido diverso, contradictorias, poseedoras de un nudo secreto».

Ese «nudo secreto» se convierte, entonces, en el virtual elemento que fija y desfija, propone y crea y proporciona los elementos que definen la atmósfera que envuelve al espectador, ávido, curioso y decidido a completar el detalle que falta, la imagen ausente, a imaginar toda la obra a partir de los detalles que no están. Esa imagen ausente solo presente en la mente del espectador que anuda y completa la escena, pues según apunta acertadamente Quignard, citado por Pérez Oramas:

La pintura antigua no muestra jamás la anécdota. No asistimos nunca al gesto cruel. En las obras antiguas los elementos están frecuentemente esparcidos como piezas de un rompecabezas que hubieran sido lanzadas en desorden sobre una mesa…

Ese «desorden» del cual habla Quignard se halla alevosamente compuesto por el artista para proporcionar al espectador su deseo de imaginar, para despertar en él cierto apego, cierta curiosidad. E invitarlo a volver a ver y a mirar en busca de la imagen ausente: de aquello que pareciera estar insinuado y no expresado ni anudado todavía. Que acaso pertenezca al ámbito del «nudo secreto» y que, indudablemente, torna enigmática la atmósfera presente en todo el universo de la obra.

Innumerables, inolvidables son los detalles que apuntan a esa imagen ausente que termina de tejer en la mente y en los ojos del espectador la atmósfera seductora de toda la obra que, no obstante, nace de un detalle que pareciera dirigirse a esa imagen ausente. En ese sentido, el ensayista cita y señala algunos que considera (y nosotros también) relevantes, luminosos, «en estado de emboscada», de vigilia, en guardia, como en Las meninas, una de las obras más comentadas y analizadas a lo largo de centurias por aludir por primera vez, sin duda alguna, al tema del cuadro dentro del cuadro mediante un cruce de perspectivas y espejos: las figuras dispuestas a la mirada del pintor que los mira: los está mirando posar para él que, igualmente, se pintará a sí mismo desde el fondo, desde otra perspectiva. En esa obra todos los personajes nos observan a nosotros, que los vemos a ellos con su extravagante vestimenta de época y que nos invitan, a su vez, a verlos, a penetrar en el ámbito real donde alguien ha estado observándolos, pintándolos para la eternidad. Emboscándolos a ellos y a nosotros que alguna vez, que muchas veces estuvimos viendo el cuadro que estaría siendo pintado otra vez para nosotros, en ese instante en que lo vemos, para siempre, desde siempre:

Las meninas son también una emboscada: a falta de la imagen que falta estamos nosotros, eficazmente anticipados por la máquina de la pintura. Nosotros venimos a completar, en el instante de nuestra presencia ante el cuadro, en la duración de nuestra estadía, su relato que no es otro –para robarle a Quignard sus palabras sobre la pintura antigua– que «la prefiguración de una escena que ella no muestra. La pintura romana sale del relato al cual ella refiere siguiendo una modalidad muy particular: prefigurando la escena que ella no muestra sobre el muro».

 

Las meninas o La familia de Felipe IV, finalizado en 1656 por el pintor español Diego Velázquez.

4. (In)augural sobrevivencia

Cuando caigo en cuenta de que, nuevamente, estoy llegando al final del esencial ensayo de Luis Pérez Oramas, luego de leerlo por segunda vez, decido volver a empezar a leer otra vez más. Como si hubiese pasado por algún pasaje que no hubiera comprendido del todo o como si, sencillamente, para decirlo sin rodeos, provocara o provocase leer en voz alta esta instancia, este fragmento del ensayo titulado «(In)augural sobrevivencia», y comenzar a releerlo por el final, allí donde se anida el último de los párrafos de esta hermosa obra —por su lenguaje eufónico, por sus exactas fotografías que me enseñan, de nuevo, el camino para volver a ver las obras que admiré hace años o décadas en el Museo del Prado, en el Museo Metropolitano, en el Museo del Louvre, en el Museo de Orsay, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en la Tate Gallery de Londres o en la Capilla Santo Tomé, en Toledo:

… porque en el efímero aire fónico de la palabra las imágenes se deshacen en su instantánea instancia, porque la imagen puede ser quizás el nudo del mundo –ese instante de abismo– que el lenguaje nunca muerde.

Y no lo muerde porque por la vía y naturaleza de los indicios accidentales color, número, tamaño, peso, lugarsujetos a cambios, y los esenciales que definirían en la permanencia del ser su presencia inmutable, no sujetos a cambios, en todos los seres de la misma especie y género. La imagen nace y se la intuye como el aspecto inmutable del ser. Pero allí, en el detalle accidental, del indicio no duradero sujeto a cambios, se produce el milagro del surgimiento de una imagen producto de la fusión de dos o más seres de naturaleza contraria, como sucede en el poema con el nacimiento o hallazgo de la metáfora y con el punto de tensión en la obra plástica: allí donde todas las líneas, planos y segmentos de una pintura terminan fundiéndose en un punto central de la obra que, como un imán, atrae las miradas de los espectadores.

La imagen, «nudo del mundo», deja de ser inasible, objeto de especulaciones cuando se convierte en metáfora en un poema o en punto de tensión en el universo de la pintura y sus múltiples contornos. Entonces, la imagen deviene universo donde confluye lo crudo, el reino de lo animal y se torna viviente cosmos de impregnación, como lo refiere y dilucida el ensayista al distinguir los conceptos de «augurio» y de «presagio» presentes en toda imagen como su elán vital:

Quizá al hacerse moderna la imagen antigua –y con ello las imágenes todas– alejándose de la regulación fraseológica humanista que la había mantenido atada al destino de los hablantes y a la estructura del relato, que la había alejado, pues, del territorio de lo vivo puro, enmarcándola formalmente en el régimen enunciativo de la muerte –la elegía– de lo que ha sido y no de lo que está siendo, retorna masivamente al reino irresuelto del animal, es decir, retorna a –o más bien en ella resurge– una antigüedad más antigua que todas, el reino de lo que aún no acontece, hasta perder sus contornos en su propio campo de impregnación.

¿Qué es una presa carente de contornos? ¿No es un ser inatrapable, inasible? ¿Qué es sino un augurio que solo existe en su presagio?

Todas las pinturas, todas las obras de arte nacidas en un contexto histórico determinado se impregnan no solo de la historia personal del artista, sus tanteos iniciales en pos de una madurez tras la cual logre anudar todas sus experiencias pasadas, así como la obra que, en el proceso por alcanzar la hechura toda, auguran momentáneamente un logro temporal. Porque, igualmente, el artista que vive en un determinado lugar, en una época, responde a las maneras de concebir su creación en ese contexto, como la propia manera de escribir o reproducir y reinventar la obra de cualquier clase de genio.

Una obra que, como Las meninas, de Diego Velásquez, o Desayuno sobre la hierba, de Edouard Manet, señalaron momentos de augurio y de presagio en la historia del arte de la pintura. Son obras cuya belleza enigmática se origina, en una y otra, de la carga enunciadora de nuevas visiones en la manera de tratar un tema: preanunciador del tópico del cuadro dentro de un cuadro, en el caso de Las meninas, y de la mirada y resolución impresionista del tema de la luz y de la escena: contornos donde ocurre o se desarrolla el tema, en el caso de Desayuno en la hierba.

Le Déjeuner sur l’Herbe pintado por Édouard Manet en 1863.

Si Diego Velásquez introduce y da vida a un gran momento augural, eterno y profusamente comentado durante siglos como el padre del nuevo punto de vista estructural y formal al tema del creador de la obra y que llevaría luego a una realización, igualmente augural, como lo fue su obra magistral Las hilanderas, y Eduouard Manet hizo lo propio al yuxtaponer y fundir en una misma escena a un personaje extraído, tal vez, de alguna pieza del Renacimiento o de la antigüedad clásica griega, otros creadores contemporáneos, citados y analizados en la obra por Luis Pérez Oramas, hicieron lo suyo. Se convirtieron en anunciadores de la modernidad partiendo del tema del despojo, del tratamiento minimalista de la imagen. En torno a ello el ensayista señala lo siguiente:

Durante mucho tiempo yo pensaba, tras otras lecturas de Quignard, que la pintura moderna se había hecho a sí misma posible en la medida en que deshacía el camino de la visión focal, para encontrarse a lo visible como quien mira a un mundo sin nombre, como una masa informe de pensante luz, que la pintura moderna había hecho posible una forma de imagen en la que, abandonando los rigores de la nominación y del lenguaje, era al fin posible ver ese nudo secreto de lo real que ningún lenguaje logra alcanzar. Podría ser un cuadrado negro (o blanco) sobre otro cuadrado blanco como presas salvadas de la mirada de la predación.

Morandi o Malevich, Y tantos otros.

Pero también sabemos, porque lo intuimos dejándonos llevar por el universo envolvente y hechizante que toda obra de arte encierra, que todo el viaje a través de la noche ha estado signado por esperar la luz de un amanecer, distinto y nuevo en cada obra. Si se ha perdido la nominación, excesiva o escuálida, y la pintura nos propone, como sucede con la obra de Morandi o Malevich, un viaje hacia la luz desde el blanco profundo e infinito, aceptamos el reto.

Asumimos el reto y compromiso de descifrar la nueva historia desde el blanco. La aparente ausencia de la luz y de la sombra en su amago infinito por revelar detalles ocultos en las cosas, o mostrar el infinito universo de un paisaje en el cual la luz urde sus tramas entre piedras y hojas es, quizá, la propuesta esencial de Luis Pérez Oramas en este maravilloso libro. Todo en sus espacios gira en torno de diversas perspectivas y ángulos, desde la inmensidad y profundidad de las obras de arte que encarnan un pozo de luz y de ondas de aguas y piedras, fijando instantes y visiones imaginarias de lo real hasta llegar a la preminencia del blanco infinito. Al viaje insondable de una gota de luz convertida en paisaje.

Entre lo acabado y lo (in)acabado volvemos a empezar. La (in)actualidad de la pintura comienza y concluye en el devaneo de las imágenes. Cada gota se hace actual: se torna inagotable desde el punto de vista del relativo sentido de interpretación. Pues la imagen en suspenso, inactual, siempre propicia el espacio para la apreciación inacabada.

La (in)actualidad de la pintura o de la imagen tras el juego del devaneo incesante de una gota en remolino que cuenta la historia del mar, no hace sino afirmar y reafirmar que la imagen traduce, momentáneamente, el deseo del hombre por hallar un sentido a la extensión del silencio: a los aletazos del silencio trazando una memoria. Una memoria que, de pronto, ha quedado en suspenso. Encerrada o sepultada en una gota de luz silente y mínima.

(Las Eluvias, 22 de septiembre al 05 de octubre de 2021.)


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo