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En El revés y el derecho, el primer libro de Albert Camus, que servirá de fuente e inspiración para el resto de su obra (no lo digo yo, sino el mismo Camus en el prefacio de una reedición), hay un texto que dice: «Si es verdad que los únicos paraísos son aquellos que se han perdido, sé cómo llamar a este algo tierno e inhumano que hoy me habita». Y a continuación: «Un emigrante retorna a su patria», y entonces se inicia un viaje a la memoria de su infancia en Argelia. De modo que ese «algo tierno e inhumano» parece tener nombre: el emigrante, un sujeto contradictorio que puede albergar en su corazón una ternura casi infantil, profundamente cándida e ingenua, junto con una suerte de deshumanización involuntaria, producto de la urgencia de hacerse un lugar en el país al que llega, y sobre todo un lugar en el corazón de su subjetividad. Y para lograr esto debe pasar un poco desapercibido, sin ofrecer demasiadas pistas, asumir cierto anonimato que inevitablemente termina convirtiéndolo en sospechoso. Porque un emigrante es, antes que nada, un tipo sospechoso.
David, el protagonista de Los verdaderos paraísos, tiene esos rasgos que menciona Camus. Es un joven de veinte pocos años. Llega a Iguape, pueblo del litoral paulista, a la posada de la señora Satori, proveniente de un lugar que parece ser Buenos Aires, con el propósito de ser escritor. ¿De dónde viene realmente este joven? ¿Quién es en realidad? Allí establece vínculos con Satori, especie de madre putativa, que le enseña a dibujar Kanjis, y también con el resto de las personas de la posada y del pueblo, pero sobre todo con el mar, que se convierte en una presencia casi humana, erótica y total, con la que se fundirá en una memorable escena final, especie de matrimonio animista parecido al que Camus establece con el mar de Tipasa. Dice Camus en Bodas en Tipasa: «Estrechar un cuerpo de mujer es también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar».
Camus, como vemos, tiene una importancia fundamental en esta novela, pues se convierte, desde el inicio, en una obsesión real y fantasmal que el protagonista persigue y recrea. Apoyado en el hecho histórico de un viaje del autor de La peste a Iguape, David se encerrará todas las noches en una habitación de la posada a escribir un libro donde Camus será el protagonista, pero además asumirá ciertos rasgos del argelino, así como personajes, escenas y atmósferas de algunas de sus obras más importantes.
Proust, el paladín de la memoria, fue quien acuñó la frase: «los únicos paraísos que importan son los paraísos perdidos». Está en Por la parte de Swann, el primer tomo de En busca del tiempo perdido. Más tarde Borges dirá en el poema «Posesión del ayer»: «No hay otros paraísos que los paraísos perdidos». Y la novela de Luis Carlos lleva por epígrafe: «Los verdaderos paraísos son lo que uno ha perdido». Así, la novela se integra a un tópico literario de origen bíblico (David, el Rey David, no huye a la playa sino al desierto) donde no podemos olvidar a Milton y su Lost Paradise. Hay pues, una larga tradición que concibe lo perdido como valioso, es decir, el pasado como el elemento temporal preferido de la literatura. «La lluvia sucede en el pasado», dijo Borges.
Pero es precisamente el pasado del protagonista lo que se nos oculta. Como una especia de iceberg de 133 páginas el pasado de David se sumerge por debajo de las relaciones que establece con la señora Satori, con los lugareños, con Mayro, el cronista del pueblo, único con el que comparte la escritura de su libro y con Julia, objeto del deseo, quintaesencia de las fuerzas naturales del litoral paulista. Por debajo de la red de vínculos y peripecias, por debajo del libro que escribe todas las noches, el pasado de David late con el mismo sonido sordo de las profundidades del mar.
En Budapest, la celebrada novela de Chico Buarque, el protagonista, José Costa, un ghost writer carioca, termina de forma azarosa viviendo en la capital de Hungría, donde aprende el idioma y se integra a una sociedad distinta a la suya. David, al igual que Costa, parece borrar lo que dejó atrás y abrirse a una nueva aventura que no solo incluye un cambio de escenario y de personajes sino un cambio de idioma, es decir una manera de interpretar el mundo. Si la verdadera patria, como se dice hasta el hartazgo, es la lengua, la incorporación del portugués en David se convierte en el reemplazo de un lugar perdido, la adquisición de una sensibilidad nueva, y el rasgo que lo delata como extranjero, esa peculiaridad que lo hace distinto. Más que una novela del exilio, Los verdaderos paraísos es una novela de la extranjería.
Escrita por momentos como una suerte de diario en el que se van engarzando las vicisitudes de David en Iguape: el trabajo en la posada, las idas a la playa, el intercambio con los iguapenses… Todos eventos de una cotidianidad aparentemente intrascendente, pero que en la subjetividad del protagonista cobran enorme importancia. Esto no solo subraya la sutileza con que está escrita esta novela, sino que revela lo que ocurre con todo inmigrante: ve la realidad a través de una lente de aumento, todo cobra para él una importancia excesiva, pues un inmigrante, lo sabemos, suele ser un paranoico. Y quizás por eso la extranjería sea ese rincón privilegiado y convenientemente aislado (ya no una torre de marfil sino una posada en la playa) desde el cual escribir.
Hay algo absurdo en la manera en que nuestro protagonista se instala en ese pueblo con la idea de ser escritor, una especie de conducta desatinada que responde a su espíritu aventurero y también a su juventud. ¿No hay algo de eso en Meursault, el protagonista de El extranjero, un hombre con un pasado opaco, con esa especie de inercia que también lleva a David a encerrarse todas las noches en su habitación, al margen del mundo, a escribir un libro que casi nadie conoce ni entiende? Sin embargo, al contrario de Meursault, David no es apático ni indiferente. Mucho menos un homicida. Ante la muerte su dolor aflora. Su ternura nos conmueve. Esta es una novela de una gran capacidad de ternura, donde no veremos ni ironía ni sarcasmo, mucho menos farsa, lo que la hace diametralmente opuesta a su primera novela El gran farsante, que tiene como eje la carnavalización de la realidad nacional venezolana a través de la recreación de ese estrambótico personaje que fue Yéndrick Sánchez, quien irrumpió en la toma de posesión de Nicolás Maduro en la Asamblea Nacional en 2013.
Durante su estadía en Brasil, Camus conoce a Oswald de Andrade, autor del «Manifiesto antropófago» y también al gran poeta nordestino Manuel Bandeira, quien escribió «Bou-me embora pra Pasárgada», el magnífico poema en el que Bandeira, al igual que nuestro Eugenio Montejo con «Manoa», imagina el paraíso. No un paraíso perdido, o quizás sí, porque lo perdido es pasto de la memoria y por lo tanto de la imaginación. Al fin y al cabo, quién lo duda, los únicos y verdaderos paraísos son los imaginarios.
En el desenlace de esta novela la muerte hace presencia para subrayar la extranjeridad del protagonista. Es decir, lo convierte en sospechoso, precisamente por ser diferente a todos, y encarna la culpabilidad de un hecho en forma de chivo expiatorio o cabeza de turco para la misma sociedad que antes le ofreció hospitalidad y ahora lo señala. Entonces aparece una de las imágenes más potentes del texto: David solo, flotando como una suerte de Ofelia que immortalizara el cuadro de John Everett Millais, pero ya no en un arroyo sino en la densidad del Atlántico. Allí el protagonista lleva a cabo sus bodas con el mar, une la profunda soledad de su extranjería a esa novia oscura que es el mar nocturno. Sin embargo, esto que pareciera un final, solo es un cierre y anuncia un regreso. ¿Adónde? La patria parece evaporarse, los caminos que conducen a casa se han borrado. Sin embargo, no todo está perdido, el viaje y sobre todo la escritura y los libros le han servido para reconocerse y construir una identidad, al menos efímera, en medio de su incesante búsqueda. La ficción, parece decirnos esta hermosa novela, es una medicina contra el desarraigo.
Gustavo Valle
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