Literatura

Juan Sánchez Peláez: Ese intenso brillo

17/10/2022

Juan Sánchez Peláez retratado por Vasco Szinetar

“Yo trabajo para llegar a la espontaneidad, la espontaneidad es un punto de llegada no un inicio”. Esto dice Italo Calvino en una entrevista concedida al diario El País en 1981, y lo traigo a colación porque pienso que sus palabras tienen mucho que ver con la poesía de Juan Sánchez Peláez.

Siempre se ha dicho que la poesía de Juan Sánchez es surrealista. Como sabemos, siendo apenas un adolescente, viajó a Chile y estuvo allí dos años (1940 y 1941), donde participó del grupo surrealista Mandrágora y allí conoció al gran Gonzalo Rojas y Humberto Díaz Casanueva, entre otros. Lo cierto es que el sambenito de que Juan Sánchez es un poeta surrealista (y lo es, sin duda, pero no solo eso) lo acompaña desde siempre. Sin embargo, cuando uno lee sus poemas, y sobre todo cuando uno hace un balance de su obra y de sus últimos libros, advierte en ellos una fuerte pasión constructivista, es decir, una decidida empresa por elegir con rigurosidad las palabras que participarán del poema, por seleccionar con precisión quirúrgica las metáforas e imágenes: “Escribo con el índice –dice– y me corrijo con los codos del espíritu”.

Vemos incluso, sobre todo en su penúltimo libro Por causa o nostalgia, una disposición muy meditada de las palabras en el blanco de la página. Y, sin embargo, a pesar de este rigor, a pesar de este “esfuerzo de la inteligencia y control vigoroso de la sensibilidad” –como diría Rosamel del Valle, el gran poeta vanguardista chileno que Juan Sánchez tanto admiró (1)—, sus poemas jamás se ofrecen como piezas rígidas ni demasiado retocadas o perfiladas. Todo lo contrario, ese trabajo de ebanista o artesano da como fruto poemas con una vivacidad y una música que, para decirlo con palabras de Calvino, se parecen bastante a la espontaneidad.

“Lo bello es difícil”, rezaba el dicho griego. En eso, Sánchez Peláez es un maestro. Su objetivo fue representar el relámpago, la luz que encandila, la emoción que nos hace temblar, el gesto inusitado del asombro. Y para lograr ese latigazo que solo ocupa un instante, trabaja y trabaja hasta quemarse las pestañas. En el cortometraje Piragua, recientemente estrenado en Buenos Aires, dirigido por Santiago Zerpa y producido por Gabriel Payares, en el que se entrevista a Malena Coelho, esposa de Juan Sánchez Peláez, ella comenta algo que quizás nos pueda ayudar a entender esto. Malena dice allí que Juan escribía siempre. Primero a máquina (con dos dedos), y luego, cuando le robaron la máquina, escribió a mano. Pero Malena insiste: Juan estaba constantemente escribiendo. Si tomamos en cuenta que el poeta publicó tan solo siete libros en más de cincuenta años (es decir, estamos hablando de un poeta cuya obra completa publicada es relativamente breve) entonces está claro que no solo lo acompañó la escritura automática de raíz surrealista y no solo el azar objetivo fue la herramienta para lograr la confluencia inesperada. Para seguir a Calvino, la espontaneidad fue su punto de llegada y no de partida.

Hace muchos años atrás, cuando fui profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, di un curso de poesía venezolana del siglo XX en el que leímos a varios poetas, entre ellos a Ramos Sucre y Sánchez Peláez. Yo diseñé ese curso de manera muy deliberada, pues especulé con que un curso sobre poesía venezolana no iba a despertar mayor interés en el alumnado; y eso, en consecuencia, me traería menos trabajo de corrección y podría dedicar mis fines de semana a pasear y dormir. Para mi total desilusión, el primer día de clases me vi ante una marea de setenta alumnos que habían inscrito la materia. El aula 201, la más grande de mi querida Escuela de Letras, estaba llena. Mis proyectos de fines de semana libres se vieron inmediatamente abortados y durante varios meses debí encerrarme sábados y domingos a corregir trabajos, pues tuve, además, la brillante idea de pedir a mis alumnos, a modo de evaluación, ensayos con extensión libre. Por suerte, muy pronto la desilusión se transformó en dicha, y viví una de las experiencias más hermosas con la literatura, que es compartir con otros la literatura. Rápidamente el entusiasmo y la pasión de los jóvenes por nuestra poesía se manifestó de manera intensa, natural y sensible. Y fue particularmente gratificante que dos de los poetas que yo había seleccionado y que consideraba quizás más difíciles, o herméticos o indóciles a la lectura, como son Ramos Sucre y Sánchez Peláez, fueron los que más gustaron entre los jóvenes.

A pesar de ser poetas diametralmente distintos y con proyectos estéticos casi en las antípodas, a ambos los une, pienso yo, un mismo eje: el enigma. En ambos casos se trata de poetas de significados elusivos, de sentido escurridizo, o muchas veces enmascarado. Esos jóvenes alumnos se vieron seducidos por la dificultad (“Solo lo difícil es estimulante”, decía Lezama Lima), se vieron cautivados por cierto hermetismo, por una suerte de secreto que parecía guarecerse en esas imágenes y, en definitiva, por la comprensión velada de lo que leían. Porque sabemos bien que uno de los placeres del arte y la literatura es el de construir un sentido en los lectores, pero no en forma de respuesta sino de interrogante, creando así una vigorosa máquina de incertidumbres que nos interpela y nos rapta.

¿Recuerdan a los niños pequeños que, sin saber todavía descifrar el código alfabético, se sientan a hojear un libro y parecen disfrutarlo sin comprenderlo, o al menos sin comprenderlo según nuestra lógica letrada? ¿No es algo parecido a lo que nos ocurre con ciertas expresiones artísticas y con una poesía como la de Sánchez Peláez? Los suyos son poemas que nos sumergen en un mundo que no logramos contener del todo, pero donde siempre logra despertar en el lector, como dice Guillermo Sucre, una “resonancia emotiva” (2), un universo cuyas variables de sentido parecen estar escamoteadas, donde, como el mismo Sánchez Peláez nos dice: “a través de las palabras podemos atisbar algo de la plenitud”. Y esa plenitud es inescrutable, solo a través del poema, parece decirnos, podemos vislumbrarla o acariciarla, aunque sea durante un instante. Y para él es evidente que esa plenitud no apunta a algo demasiado grandilocuente y nada tiene que ver con una epopeya nacional o un acontecimiento colectivo. Es una plenitud discreta, esencial e introspectiva.

En sus poemas no veremos reflejados ni un contexto histórico ni una circunstancia política (en una época, por cierto, años 50, 60, 70, en la que las agitaciones políticas lo eran todo). O en todo caso lo político en su poesía solo puede indagarse a partir de lo íntimo, a través del ejercicio de la simple existencia, o como dice Arturo Gutiérrez Plaza en un ensayo iluminador, desde la “inocencia, el desamparo y el erotismo” (3), que impregnan su trabajo poético. Porque el erotismo es una piedra angular en Sánchez Peláez, y no solamente como tema o argumento de sus poemas, donde lo desarrolla como pocos lo han desarrollado y expuesto, sino también como estrategia de escritura, como práctica poética, pues en sus poemas las palabras parecen acoplarse entre sí y sobre todo jugar entre ellas “el gran juego de la palabra”, según apunta Gustavo Guerrero (4). Son palabras al mismo tiempo lúdicas y lúbricas, una “llama doble”, diría Octavio Paz, quien fuera también un gran explorador del erotismo en su escritura, y que le debe mucho al padre del surrealismo, André Breton, quien en L‘amour fou dice cosas como: “La belleza convulsiva será erótico-velada, explosivo-fija, mágico circunstancial, o no será”. Es decir, a través de una especie de desarreglo de los sentidos nos aproximaremos a la plenitud, a esa belleza convulsiva. Y esa plenitud es para Juan Sánchez un lugar de luminosidad y de comprensión de la indescifrable existencia, así sea una compresión de rasgo efímero.

En un poema de su libro Rasgos comunes dice: “De este suavísima, tierna, relampagueante palabra/ hay un oscuro susurro”. Una oscuridad que se abre a la luz. Hacia esa luz convulsa y relampagueante se dirigió desde el primer libro hasta el último, y no es casual que ese camino estuviera marcado por el despojamiento y el abandono progresivo de la exuberancia inicial de los poemas de Elena y los elementos de 1951. La proliferación verbal de sus primeros libros parece ir adelgazándose a media que avanza hacia los últimos. Un proceso de depuración progresiva que comparte con poetas tan disímiles como Lezama Lima, quien en su libro póstumo Fragmentos a su imán parece abandonar la abundancia metafórica de sus primeros libros, o de un Rafael Cadenas que renuncia a la profusión de Cuadernos del destierro para ir en busca de una especie de hueso verbal. En Por cual causa o nostalgia, publicado treinta años después, dice Sánchez Peláez en uno de sus poemas: “Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco”. Yo no sé cuál será el epitafio de la tumba de Juan Sánchez, pero la lápida del inmenso hueco donde yacen los restos de André Breton dice: Je cherche l’or du temps / Yo busco el oro del tiempo. Sánchez Peláez también lo buscó con su poesía y nos dejó, a sus agradecidos lectores, ese intenso brillo.

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Texto leído en el marco de la conmemoración del Centenario de Juan Sánchez Peláez, en el evento Hablemos sobre Juan Sánchez Peláez, organizado por la Fundación para la Cultura Urbana y La Poeteca.

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(1) Un nuevo continente. Antología del surrealismo en la poesía de nuestra América. Floriano Martins. P. 1. Monte Ávila editores, 2008.

(2) La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 303.

(3) Conferencia dictada en la Cátedra Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, en España, el 28 de octubre de 2020.

(4) Conversación en la intemperie. Seis poetas venezolanos. Prólogo. Galaxia Gutenberg, 2008.


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