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Lea aquí un fragmento de “Ficciones asesinas”, una novela de Krina Ber

07/02/2020

Fotografía de Antoine Pound | Flickr

[Gracias a la gentileza de la autora, Krina Ber, y de la Fundación para la Cultura Urbana, publicamos un fragmento de la obra ganadora del XIX Premio Transgénerico (2019): Ficciones asesinas]

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No es el primer accidente que ocurre en la Zona Siete en los últimos meses. García Lobo, profesor de matemática jubilado del edificio Pan de Oro, calle Valparaíso, murió en un incendio causado, según dijeron, por una bombona de gas. Mariana Fuenmayor, exdirectora del ex-Instituto Nacional de Antropología, fue aplastada por una carga de placas de cemento que se desprendió de la grúa debajo de la cual tuvo la mala suerte de detenerse para revisar su teléfono. ¿Mala suerte? Luca Bambino, exdetective en fin, no cree en la mala suerte. Indagó discretamente por ahí y se enteró de que tenía esa costumbre para beneficiarse del wifi del cyber cercano cuya contraseña conocía. Y la señora Hilda Brodoski, de 85 años, que vivía a dos cuadras del Mayoral, se había caído por la ventana mientras regaba sus matas, probablemente por uno de esos mareos que la achacaban. Su nieto se culpaba llorando, por no haber logrado comprar las medicinas habituales de la anciana. Luca Bambino, que nunca pudo desprenderse de su manía de sospechar de todo, estimó la altura del alféizar calculando cuánto tenía que inclinarse hacia afuera una mujer de tan poca estatura para que el peso del cuerpo la arrastrase hacia la calle por la mera inercia del mareo. No quedó satisfecho con el resultado, pero, en fin. La anciana estaba sola en casa, se supone –la reserva viene porque no solía cerrar su puerta– y nadie vio lo ocurrido. Las autoridades no iban a invertir tiempo ni esfuerzo para investigar más allá de lo evidente. Y lo evidente es que los viejos mueren.

Y fue como un déjà vu cuando, como cumpliendo con el karma de su apellido, el sábado 2 de junio el señor Garza voló por los aires en su silla de ruedas: gritos, alboroto, tardías sirenas, plástico negro sobre la impudicia del destrozo y la obtusa mancha que tras lavados, lluvias y más lavados no termina de fundirse con el sucio regular del pavimento. Esta vez la versión de un accidente fue menos probable, si nos atenemos al testimonio de Daniela Martínez, la nieta de la señora Rosenberg, quien se ocupaba del viejo por encargo de su nieto y tutor, Rómulo Garza. Ese sábado Daniela estaba preparando la cena cuando le pareció escuchar unos desacostumbrados golpes provenientes de la sala: los dos primeros los confundió con la batería del heavy rock que estaba escuchando con audífonos para no molestar al anciano; con el tercero vino corriendo desde la cocina y descubrió su origen: las puertas de vidrio al pequeño balcón abiertas de par en par y el inválido que maniobraba su silla en retroceso hasta la mitad de la sala para lanzarla luego con toda velocidad contra la baranda. Se detuvo paralizada, con la boca abierta –el anciano nunca había mostrado capacidad de entender el manejo de aquel vehículo y desde hacía meses (desde su segundo aneurisma para ser exactos, en febrero) no demostraba gran entendimiento de nada, mucho menos esa determinación lúcida y demente que ella presenció en aquel momento de pasmado asombro, demasiado largo para prevenir el desastre–; todavía gritaba ¿qué hace?, ¡deténgase!, cuando la cuarta embestida de Ambrosio Garza logró romper el obstáculo y lanzarlo al vacío.

Como en otros casos, los policías subieron al apartamento y tomaron su declaración. Se quedaron el tiempo suficiente para comerse las galletas del paquete abierto sobre la mesa y redactar el informe. Quienes se aplicaron más fueron los inspectores Diane Parker y Hunter Pierce. Cada uno de ellos recorrió discretamente el piso en pos de alguna grabación o carta de despedida, pero el difunto no poseía teléfono celular y dudo que sus dedos aguantaran un bolígrafo o un lápiz; tal vez ya ni sabía escribir. Revisaron el balcón. La baranda rota presentaba signos de oxidación, incluyendo los pernos de 5/8” con los que las patas metálicas se atornillan al cemento cada 80 cm, y ese hecho motivó a la policía, pese a las protestas de los habitantes, a clausurar todos los balcones del Mayoral A, previo informe para DEMU, el Departamento de Mantenimiento Urbano al que compete reparar el deterioro. Las torres B y C quedaron pendientes de inspección. Pero solo a Hunter se le ocurrió explorar con lupa las pletinas que se habían roto al desprenderse el trozo de la baranda. El deterioro en esa parte le pareció diferente en comparación con otras, la oxidación no era del mismo color. Lamentablemente, los transeúntes que se encargaron en un santiamén de los zapatos del cadáver se llevaron también la otra parte de la baranda rota antes de que pudiera ser examinada. ¿Era posible provocar o acelerar su corrosión? Sí; Luca Bambino lo sabe. Una paciente exposición al agua –mejor oxigenada– o a jugo de limón, o, con efecto mucho más expedito, a pequeña dosis de ácido fluorhídrico: un compuesto difícil de conseguir, reservado a… ¿No le había dicho Elizabet que su nieta trabajaba en un laboratorio odontológico? Hum. El italiano se reservó ese dato cuando invitó a una cerveza al amigo de esos que aún tiene en la Policía Municipal para tirarle de la lengua y se enteró de que desecharon la versión del suicidio. Tampoco consideraron la culpabilidad de la muchacha que cuidaba del señor Garza. La investigación concluyó con la versión más cómoda para todos: un infeliz accidente provocado por un acceso de demencia senil.

¿No te parece que hay muchos accidentes últimamente?, preguntó el italiano. Pablo Mora –así se llama el amigo– terminó su trago y se encogió de hombros. ¿Y qué si el viejo tuvo un momento de lucidez y se tiró para salir de su miseria? Lo mismo que la Brodoski… Puah. Dígame tú, Luca. ¿Qué carajo importa si fue accidente o suicidio?

Y él se secó la cerveza del bigote y contestó:

Yo solo digo que últimamente hay demasiados accidentes. O suicidios.

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Del diario de Elizabet Rosenberg:

MARTES, 5 DE JUNIO DE NOCHE:

Mi tristeza persistía después de aquel pobre velorio, con mi Dani encerrada en un desolado mutismo. Presenciar aquello la afectó muchísimo, no deja de culparse por no haberlo impedido. Vino por fin conmigo al velorio, pálida, ojerosa, la nariz roja de tanto llorar. En la capilla nadie le dijo nada, pero la miraban raro. Menos mal que no está consciente de las habladurías que corren por los pasillos y en el sótano, a las que no puedo contestar porque apenas muestro mi cara las frases envenenadas se evaporan en el silencio. No así en el anonimato de las redes. Me fue imposible protegerla del venenoso zumbido de Whatsapp en los grupos de nuestros edificios, vecindario y zona, que no tardaron en ensañarse con ella, desde reprocharle la negligencia con el anciano paralítico hasta insinuar de manera más o menos directa que ella imagínense: ¡ella! lo hubiese empujado por el balcón. Como de costumbre, aparecieron unos nuevos usuarios… o unos nuevos seudónimos. ¿Y por qué haría tal cosa?, preguntan algunos generando largos hilos de debates. Porque podía. ¿Why not? Porque limpiar a un saco humano en ese estado y alimentarlo con papillas puede enloquecer a cualquiera. Porque se cansó de cuidarlo y quería ser libre. Libre… ¡ella, que tanto agradecía ese trabajo! Hubo quienes llevaron la maldad hasta insinuar que Rómulo Garza, el tutor del anciano, le había pagado a Daniela por matarlo. Porque él, sí, tenía buenas razones para librarse de ese peso muerto; todo lo que ganaba (y ese joven gana muy bien, aseguraba alguien enterado) se lo gastaba en el cuidado y las medicinas del abuelo. Y ahora quedó libre. Él, sí. Hum. Dos más dos suman cuatro. No le tuvo que pagar a esa muchacha, afirmó alguien de alias irreconocible: la señorita Martínez lo hizo gratis. Ella y Rómulo Garza son amantes.

Mi Dani lee toda esa basura, lo sé. No contesta, no se defiende. Hace bien: yo misma, aunque me abstenga por principio de revolver ese avispero, esta vez tuve que combatir el empuje de expresar mi indignación con esos malhablados. No lo hice; aquel último post tocó mi propia, inconfesada angustia. Porque eso de Daniela y Rómulo es verdad. Lo sé. No es que me lo haya dicho con todas las palabras, es muy reservada, mi niña, pero no me fue difícil adivinar cuando me percaté de que algunas noches él sí volvía a casa y, sin embargo, ella se quedaba a dormir, digamos que para cuidar al anciano. No lo negó cuando le hice parte de mis sospechas. Tampoco pudo esconder la sonrisa y ese brillo feliz que tan raras veces se prende en sus ojos. Pero desde el accidente solo llora y no habla… todo parece arruinado.

Ahora mi ánimo está mejor, gracias al italiano. Al final de la tarde, cuando me ayudó otra vez con el agua, hice acopio de todo mi coraje y lo invité a tomar café. El hombre entró, depositó los tobos debajo del fregadero, miró el desastre de nuestra cocina, olfateó con su gran nariz el café que compro a los revendedores por Whatsapp y decretó que prefería ofrecerme el suyo. Estaremos mejor en mi casa, afirmó sin ambages. Una de las miserables ventajas de haber llegado a la tercera edad con sobrepeso, canas y arrugas es que no tienes que sospechar de las intenciones de un hombre cuando te invita a su casa, así que no pensé ni dos veces antes de aceptar. Admito que estaba curiosa. Mucha gente se hace preguntas acerca de ese vecino, que nunca abre su puerta a nadie. (¿Será verdad eso?) Cuando subimos, descubrí que no me había mentido: tiene una provisión del café Fama de América, el propio, el de antes. Sonrió sin despegar los labios cuando, curiosa como siempre, pregunté dónde lo conseguía. Charlamos embutidos en dos cómodos sillones y el ambiente que nos rodeaba me causaba una creciente admiración, teñida de estupor. Ese apartamento de soltero, a pesar de los signos de deterioro comprensible, tenía vida. Cada cosa estaba en su sitio en armonía con las otras cosas que también lo estaban, formando un universo sólido y confortable, como siempre lo son los lugares bien acoplados con la personalidad de su habitante. La biblioteca, los cuadros en las paredes, las armas antiguas en un escaparate, la buena madera de la mesita sobre la cual Luca Bambino había dispuesto dos tazas de porcelana fina, apenas un poco desportilladas. Una cafetera con café cuyo aroma aspiré como se aspiran los mejores recuerdos. Estaba en otro ambiente, en otro mundo donde los gustos del pasado coexistían sin conflicto con el moderno equipo de música y televisor de pantalla plana de sesenta pulgadas colgada de un brazo extensible frente a nuestros sillones. Tampoco impedían la existencia de un estudio equipado con computadoras y enmarañado de cables, cuando, con mil disculpas, le pedí prestado el baño, tan solo para echar un vistazo… (Bet, eres incorregible). Pero aquellas dos pantallas rodeadas de aparatos que no supe identificar parecían escenario de una de esas series de detectives de Netflix a las que se confesó adicto hasta el punto de haber sobornado a quien hiciera falta para conseguir el servicio. Aún tengo ciertos contactos de mis tiempos de detective, dijo con una sonrisa, vaga pero siempre natural, no como las mías que implican tapar la muela rota del lado derecho y alzar los párpados para no marcar tanto las arrugas.

Hasta en el baño tuve que frotarme los ojos. Estaba impecable, con un tanque de los primeros que salieron al mercado –excelente para paliar la escasez del suministro pero inútil después de tantos días con la bomba averiada– secundado por un alto barril de plástico lleno de agua y el tobo para bajar la poceta. ¿Cómo lo logra? Es divorciado desde hace siglos y vive solo, no se le conoce pareja ni amante de ningún sexo, ni una piche ayuda doméstica. ¿Cómo se las arregla ese hombre? Ni siquiera las tres cuaimas Morales, Caridad, Carolina y Carmela, omnipresentes en el edificio, tendrían respuesta a eso, y hay que ver que la tienen para todo.

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¿De qué hablaron? La entrada al diario está incompleta; toca improvisar siguiendo las anotaciones de Bet. Hablaron de la muerte de Ambrosio Garza, un tema inevitable. Para Luca Bambino, exdetective al fin, no es un caso aislado. Le parece rara tanta «mala suerte» (dibujó las comillas en el aire) que golpea sobre todo a los ciudadanos mayores de setenta.

Muy sospechoso todo eso, dijo Luca Bambino, pensativo, chupando su pipa. Bet sospechó más bien que las series detectivescas de Netflix lo habían influenciado más de la cuenta.

¿No le parece eso normal en una población tan desequilibrada como quedó la nuestra tras la desbandada del Gran Éxodo? Mire nuestro conjunto Mayoral. Casi todos son jóvenes o viejos y los dos grupos se mezclan muy poco ¿no es cierto? Hasta en internet. Ellos tienen sus cosas, sus redes sociales, hasta sus jergas al hablar. Y es normal que el turno nos llegue primero a nosotros.

Pues, desde luego que sí. Pero no en forma de accidentes. Mire, Elizabet, no son solo los que conocemos del vecindario. Aquí tengo unas listas (señaló en dirección del estudio donde estaba su equipo de computación, y esta vez su interlocutora se abstuvo de preguntar cómo había obtenido tales datos). En los últimos tres meses hubo dieciséis muertes por accidente tan solo en la Zona 7, sin contar el vecino del sábado. ¿Qué le parece eso?

Pues, dígamelo usted. ¿Sabe qué está pasando?

Luca Bambino le sirvió otra taza de la cafetera.

Puede que tenga una idea.

Pero no me la va a decir, dedujo Bet, perspicaz, disfrutando a sorbitos su segundo café.

Todavía no… Tengo unas sospechas. Y si resultan ciertas, vecina… se las haré saber. Sobrepasan cualquier novela que pudiera ocurrírsele incluso a una escritora como usted.

Bet Rosenberg sintió un viejo pinchazo de desagrado. Detestaba que la gente se sintiese impelida a regalarle temas, como si ella escribiese thrillers o novelas policiales… Ojalá fuera así, pensó, mientras la amargura del café le tocaba el alma, aunque su sorprendente vecino también tenía azúcar. Al menos tendría más lectores. Pero Luca Bambino no lucía interesado en venderle ninguna historia, chupaba su pipa con una tranquila complacencia filosófica, tan suya como el olor a tabaco y lavanda y la camisa bien planchada y los muebles que ella volvía a recorrer con la mirada sin encontrar ni un cuadro torcido, ni una lata vacía o un plato sucio abandonado en un rincón. Tantos años en el mismo edificio y no se había percatado de que era un viejo pulcro, o sea: atractivo. Un viejo fuerte, delgado, de huesos largos. Ella no miraba a los viejos. Últimamente ni siquiera se miraba a sí misma en el espejo. Y de pronto tiene ante sí una prueba viviente de que se puede evidenciar la edad sin ninguno de sus signos repelentes, sin doble papada, barriga o espalda combada, sin dientes negros, halitosis ni ojeras abolsadas de piel gruesa y gris. ¿Qué le está pasando? Cuidado, se dijo para sus adentros: de pronto comienzan a gustarte los viejos. Clara confirmación de haber entrado a ese gremio, yo también.

Nunca se había fijado en ninguno como una mujer se fija en un hombre, para ella estaban fuera de esa categoría. Y sin embargo… Ese italiano de los tobos de agua y los saludos en el ascensor. Es atractivo, admitió con cierta perplejidad (y lo consigno aquí porque ella aún no tiene el valor para hacerlo en su diario), le gusta su cabello gris bien cortado y el bigote, la pipa que le recuerda a su padre, la postura relajada, los dos surcos profundos que bajan con decisión por los lados de la nariz e impiden que los rasgos del rostro se vayan desparramando a la buena de Dios en un relajo de pliegues y arrugas. Luca Bambino, a pesar de que le lleva unos añitos, es más ágil que Bet, se mueve con una seguridad gatuna y con una permanente alerta en los ojos negros, atentos a todo lo que le rodea. Justo al contrario de la soñadora lenta y despistada, como yo misma.

Cuando la conversación los llevó a hablar de GOB (inevitable barranco en que caen tarde o temprano todas las conversaciones) dijo alguna tontería de esas que circulan por mensajes privados y se destruyen: que hace tiempo no se sabe quién maneja este país, que el presidente que muestran en los actos públicos es un holograma.

¡Tsss!, la cortó de inmediato Luca Bambino indicándole la lista de prohibiciones colgada cerca del televisor. Prohibición Grado Uno.

Pero estamos solos, observó Bet, perpleja.

Uno nunca sabe, aquí escuchan todo. 

¿Quéeee?

Tsss, repitió con el dedo sobre el bigote. Le indicó por señas que saliera con él al pasillo y allí le hizo parte de sus sospechas: el dispositivo de escucha está incorporado en… Netflix, es un arreglo turbio que tiene el gobierno con ese servicio; si no, ¿por qué no han clausurado su uso? Mucha gente aquí tiene Netflix, aunque con nuestro internet de mierda no sirva para mucho. Créeme, lo sé de buena fuente.

¿Y por qué entonces sigue con él?, preguntó Bet con cautela (recordó que su interlocutor tenía una vaga reputación de chiflado y por un momento sospechó que podría ser cierta). Luca le confesó con melancolía que no tendría vida sin Netflix. Su rostro tenso se iluminó de pronto y la invitó a quedarse para ver Parker & Pierce: su serie favorita cuyos protagonistas son dos detectives de la policía de Los Ángeles: un tosco grandulón de mandíbula cuadrada que es gay y una negra finísima (afroamericana, corrigió Bet mentalmente). Ya está en la temporada veinticuatro, y el italiano no se pierde ninguno de los capítulos que se estrenan los martes por la noche.

¿Y cómo puede estar seguro de que funcione?, preguntó ella, aturdida, recordando su internet de mierda que, en efecto, funciona de manera errática entre constantes fallas.

Funcionará. Yo siempre tengo internet. Con unos contactos de mis tiempos de investigador privado logré afiliarme a AT&T.

¿Y esto es posible?

En este país, con algunos trucos, todo es posible, dijo. ¿Por qué no? La operadora tiene su extensión aquí porque suple a los jerarcas del régimen y a la cúpula militar. Si gusta quedarse, vecina, Parker & Pierce comienza a las siete. Queda tiempo para preparar unas palomitas de maíz.

Oh, a Bet le habría encantado quedarse, pero ¿cómo dejar sola a Daniela en ese estado? Declinó apenada su ofrecimiento y Luca la acompañó los cuatro pisos por las escaleras, como un caballero. Al despedirse repitió con lo que parecía una genuina preocupación: Cuídese mucho, Elizabet. No abra la puerta cuando esté sola. No sé de qué hablaba –esa frase la anotó completa en su diario– pero me sentí protegida como no recordaba haberlo estado desde la muerte de Archi. Es verdad: Daniela creció acostumbrada a lo contrario y eso no ha cambiado, aunque la ley invirtiera sus roles. Tal como supuse, se abstuvo de añadir que por un momento se había sentido querida. Tampoco anotó el mayor descubrimiento de ese encuentro, que la sacudió con un incrédulo regocijo. Pues, era este: volviendo de su expedición al baño, su mirada rozó los volúmenes de la biblioteca y –no podía haber duda al respecto– en pleno centro del estante y a la altura de los ojos estaban dos novelas y el conjunto de cuentos de Elizabet Rosenberg: esos libros ya olvidados, cuyo tiraje había sido muy pequeño y casi nadie los tenía. Con el corazón acelerado esperó a que Luca los mencionara, pero no lo hizo. Tal vez no los había leído, pensó, alguien se los habría regalado y ni se acuerda, o, peor: no le gustaron; y ese temor le impidió traerlos a la conversación.


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