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Las bolas de cristal se equivocan mucho, pero a veces barruntan los porvenires. Los buenos comentaristas de la actualidad mundial dicen huir de los presagios inducidos, y más bien se hunden en documentaciones y evidencias antes de emitir juicios o de advertir lo que vendrá. Un pálpito, que tardó cinco décadas en hacerse realidad y una más para consolidarse en Venezuela, lo comenzó a emitir el periodista quáquero Drew Pearson, quien desde sus columnas y programas de radio y televisión le dijo al gobierno de Estados Unidos que debía involucrarse activamente en los programas reformistas del gobierno venezolano surgido a raíz del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez. Si no lo hacen, rápido, si no apoyan la naciente democracia, urgente, Venezuela caerá en manos del comunismo, clamaba una y otra vez.
Ese afamado periodista, que cada vez que acopiaba un nuevo enemigo subía dos o tres puntos en audiencia, estuvo en Caracas al momento de la visita del presidente John F. Kennedy en diciembre de 1961, hace ya sesenta años. No formaba parte de la tripulación de los tres autobuses que trasladaban al nutrido grupo de reporteros, presentadores de televisión, camarógrafos y fotógrafos acreditados oficialmente por la Casa Blanca, sino que fue el único periodista norteamericano invitado especialmente por el gobierno venezolano para cubrir esa gira. Por eso llegó al país antes que el tropel.
Kennedy, esa vez, visitó primero a Venezuela y luego a Colombia, en promoción de su programa Alianza para el Progreso, que tenía el apoyo financiero del Fondo de Desarrollo de EEUU (USAid). Era la primera acción exterior en su tipo, en un claro giro en la óptica gubernamental, que hasta ese momento mantenía apoyo a las dictaduras militares en el continente.
Pearson no estaba interesado en los actos protocolares ni en el vestido o los tacones de Jackeline Kennedy ni en las picaduras de viruela que distinguían el rostro de Rómulo Betancourt, el anfitrión venezolano.
Ya era el periodista más influyente y mejor informado de EEUU. Su columna El Carrousel de Washington se publicaba en 600 medios impresos, muchos de ellos fuera de su país, incluyendo El Nacional de Caracas. Se calcula que sus lectores sumaban 60 millones. Y sus programas de televisión y radio eran seguidos como si fueran la predicción del tiempo.
El veteranísimo periodista venezolano Evaristo Marín me comenta hoy: “Por años, Drew Pearson fue mi cronista internacional favorito. A veces era mi única lectura en esa sección de El Nacional, en época de un mundo en paz. Los chismes de Pearson estremecían a Washington y nunca fueron desmentidos. Era muy suspicaz, demoledor y veraz. Su asistente Jack Anderson mantuvo El Carrousel de Washington por algún tiempo después de su muerte, pero nunca fue igual. El de Pearson fue un estilo único. El estilo es el hombre”.
En ese mismo diario, cuando el coordinador de la sección deportiva Heberto Castro Pimentel notaba que algún reportero se tardaba demasiado en entregar el material asignado, gritaba: “Tú como que te crees que eres Drew Pearson… ¡Entrega la vaina!”.
Según señala en las memorias de la última etapa de su vida profesional (Washington Merry-Go-Round: The Drew Pearson Diaries, 1960-1969), Venezuela comenzó a llamar su atención en 1929, cuando trabajaba para The Baltimore Sun. En ese entonces ayudó a organizar una manifestación en contra del tirano Juan Vicente Gómez, realizada ante la Casa Blanca, en la cual se mostraron gruesas cadenas y pesadas bolas de hierro (“grillos”) que obligatoriamente portaban los presos de aquella dictadura. En esa época escribió mucho sobre la situación venezolana.
Treinta y dos años más tarde, Venezuela se le convirtió en gran tema en política internacional. Consideraba que la joven democracia estaba amenazada seriamente desde todos los flancos y que Estados Unidos debía apoyar decididamente las reformas que estaba emprendiendo el gobierno de Betancourt. La de diciembre de 1961 fue la segunda vez que salía al exterior en una gira presidencial, desde que estuvo con el presidente Calvin Coolidge en Cuba en 1926. La izquierda fidelista, sostenía, estaba próxima a tomar el poder en Venezuela. Y ya eso, para EEUU, era muy distinto al caso cubano. “La más importante prueba del Castrismo en América Latina es Venezuela. Estados Unidos tiene allí cinco veces la inversión que tenía en Cuba”. Es decir, apoyar la democracia para preservar los intereses.
Fueron tres sus viajes a Venezuela en 1961.
En el primero, febrero, escribió en El Carrousel: “He venido a entrevistar a los líderes del gobierno, a los líderes procastristas, a los líderes empresariales, y especialmente al presidente Betancourt, quien es el jefe de la nación, un baluarte contra la derecha fascista y la izquierda comunista”.
En el de marzo, extrañamente estaba interesado en el encarcelamiento del ciudadano estadounidense Gardner Carter, gerente del Hotel Majestic, quien se había negado a permitir alojamiento a la contralto Marian Anderson, considerada “la madre espiritual de todos los cantantes líricos negros de Estados Unidos”. Le intrigaba un país en el que no existían leyes sobre la segregación racial ni penas para quienes la ejercieran, y que a la vez enviaba a prisión a un extranjero que discriminaba a sus propios compatriotas. Pero Pearson apenas publicaba una décima de lo que averiguaba.
Posteriormente, en 1963, asistió a la cena oficial que le ofreció Kennedy a Betancourt en la Casa Blanca. En esa oportunidad redescubrió a un presidente latinoamericano, ya al final de su mandato, que mantenía la decisión de exponer su pensamiento aunque sus ideas contradijeran los deseos de sus anfitriones. En esa oportunidad, un senador demócrata había preguntado a Betancourt si estaría de acuerdo en que una Fuerza de Paz de la ONU interviniera en Venezuela. El guatireño dijo que no: nosotros nos resolvemos solos.
Drew Pearson había labrado su carrera como insidioso muckracer (escarbador de vidas ajenas). La obra The nine old men, escrita junto a Robert Sharon Allen, publicada en 1936, desnudó las andanzas de los nueve magistrados del entonces Tribunal Supremo de Estados Unidos, y fue un bestseller antes de que se inventara el término. Se preciaba de sus fuentes informativas y se permitía atrevidas predicciones políticas, económicas y sociales, muchas de las cuales se cumplían a cabalidad, aunque otras le llevaron con frecuencia a los tribunales (unos 50 juicios, en los que solo perdió uno).
Se constituyó en el terror de las reputaciones consagradas. El presidente Roosevelt le llamaba mentiroso crónico; el presidente Truman decía que era un hijo de puta y un mentiroso vicioso; un senador presentó seis páginas con frases en las que aparece la palabra “mentiroso” en cada una de ellas. Durante el período de la llamada “Amenaza Roja”, en los años ´50, Pearson fue uno de los pocos reporteros que con insistencia reprochaba al senador Joseph MacCarthy por haber creado una atmósfera de paranoia anticomunista en el país.
Pero en 1961 consideraba que la amenaza roja estaba a la vuelta de la esquina en Venezuela. Sus búsquedas acá pendulaban entre el pensamiento de los militares, el programa de reformas económicas del gobierno y los emprendimientos empresariales (entrevistó, entre otros, al ministro de Defensa Antonio Briceño Linares, al ministro de Hacienda José Antonio Mayobre y al industrial Eugenio Mendoza).
Cuando conversó con Fabricio Ojeda, que había sido presidente de la Junta Patriótica que dirigió las acciones civiles antes y durante el derrocamiento de la dictadura perezjimenista, le pareció que estaba hablando con un oficial del ejército cubano. El entonces ministro de Relaciones Interiores, Luis Augusto Dubuc, le había contado a Pearson que la vez que Fabricio volvió de un viaje de cuatro meses a La Habana le preguntó cómo prefería que le tratara, “¿teniente o capitán?”, a lo que este respondió sin rubor: “¡Capitán!”. Pero Pearson se equivoca cuando dice en una columna que Ojeda, como funcionario de la gobernación del estado Monagas durante la dictadura, había sido responsable del envío de militantes de Acción Democrática al campo de concentración de Guasina.
Se anticipaba a los hechos. Para ese entonces, la izquierda venezolana aún no había decretado la lucha armada contra el gobierno, aunque algunas acciones aisladas tenían lugar. Sostenía que “la revolución está en el aire”, que el ambiente estaba enrarecido y que los cubanos estaban invirtiendo grandes sumas de dinero para apoyar la subversión en Venezuela. Y también, que “la derecha reaccionaria” estaba tratando de derrocar a Betancourt.
Dos días antes de llegar a Caracas en febrero de 1961 había ocurrido el alzamiento del coronel Edito Ramírez, director de la Escuela Militar. La intentona fue sofocada de inmediato, pero los conjurados habían logrado difundir un mensaje por Radio Rumbos. No eran más de 30. Uno de ellos, el posteriormente periodista taurino Víctor José López, El Vito, quien por esa “travesura juvenil” cumplió cinco años de cárcel, entre “La Modelo” y la “Isla del Burro”.
Cuando Pearson llegó a Caracas el 15 de diciembre de 1961, los atentados eran frecuentes. Ese día habían lanzado bombas molotov contra la sede de The Daily Journal, periódico editado en inglés, y contra la tienda Sears de Bello Monte.
Para su entrevista de febrero en la casa de habitación de Betancourt, Pearson dice que esa mañana estuvo largo rato sentado en una hamaca en el porche “escuchando a los loros hablar en español”. Y se le apareció de pronto un hombre moreno y agradable, con gafas con montura de cuerno, una pipa humeante y unas manos a las que les habían quitado la piel. Cuando en la conversación fue mencionado el dictador dominicano Chapita Trujilo, Betancourt extendió los brazos: “Esto es lo que me ha hecho”, en alusión al atentado del pasado 24 de junio en Los Próceres.
En ese viaje Pearson descubre que la supuesta “gesta heroica” que pintó en EEUU el vicepresidente Richard Nixon por haber salido a salvo de una marejada que le abucheó durante su visita a Venezuela en mayo de 1958, no había sido tal cual. Un funcionario de seguridad de la embajada en Caracas le confió que Nixon había insistido en que le facilitaran un automóvil descapotable para el trayecto entre el aeropuerto y la ciudad, de manera que los asistentes pudieran ofrecerle una bienvenida calurosa y cercana. Pero cuando vio el tamaño de la aglomeración, retrocedió en su afán. Gran parte del incidente, dice Pearson, se debió a que Nixon quería que un camión repleto de camarógrafos y fotógrafos encabezara la caravana, para que registraran la travesía en medio de la multitud, con él saludando como si hubiera llegado un mesías. “El camión avanzaba a una velocidad de veinticinco millas por hora, y cuando llegó a la cima de una colina (ya en Catia, entrando por la avenida Sucre), inesperadamente el camión bajó la velocidad, hasta el punto de que las multitudes fueron capaces de burlar las barandas protectoras y rodear el coche de Nixon”. Para ese incidente, que se llamó Atentado a Nixon en Caracas, los opositores estrenaron la táctica de usar metras (canicas) para hacer patinar y caer a los caballos de la policía que participaba en la recepción.
La agenda de Pearson en diciembre, mientras Kennedy se lucía como artista principal, transcurría entre encuentros con altos funcionarios gubernamentales y con personajes políticos, mediáticos y empresariales.
Reveló que el industrial Eugenio Mendoza avanzaba un plan de construcción de viviendas basado en un modelo puertorriqueño, cuyos principales beneficiarios eran sus propios empleados, y que aspiraba a que la Alianza para el Progreso le facilitara recursos para ampliar sus proyectos a la población de menores ingresos. Mendoza fue uno de los primeros en recibir “créditos blandos” del Fondo de Desarrollo.
Se reunió con Jules Waldman, editor de The Daily Journal, y con Miguel Otero Silva, director y propietario del diario El Nacional.
“Otero –escribió- probablemente aun siga siendo comunista. Muchos de los liberales de este país fueron comunistas en algún momento. Su periódico ha sido objeto de un boicot por parte de grupos empresariales estadounidenses debido a que aún mantiene en su nómina de periodistas a algunos comunistas declarados y porque ha seguido una línea editorial semi-castrista. Sin embargo, le ha dado una gran bienvenida a Kennedy y El Nacional todavía goza de la mayor circulación en Caracas”.
En esa gira, coincidió con el presidente Kennedy en un almuerzo en el Hotel Maracay (“Este hotel es uno de los más bellos que haya visitado, construido por el general Pérez Jiménez”), pero no tuvieron oportunidad de intercambiar palabras. En la mañana Kennedy y Jackeline habían hablado ante un grupo de campesinos en el asentamiento llamado La Morita, y allí JFK había comprometido asistencia de EEUU en tres temas cruciales: la reforma agraria, la reforma social y la erradicación de la pobreza. Los acuerdos fueron firmados el día siguiente en Miraflores.
En la recepción final en Miraflores, se encontraron Kennedy, Betancourt y Pearson.
Dice Kennedy: “¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que te había visto en el almuerzo y le pregunté a Rómulo quién es ese señor de bigotito que está allá”.
Dice Betancourt: “Sí, y le dije a John Fitzgerald que eras tú, mi periodista invitado”.
JFK y DP habían mantenido cierta distancia. En diciembre de 1957 Pearson había declarado en horario estelar en la cadena de televisión ABC que el libro “Perfiles de coraje”, premiado con un Pulitzer a la mejor biografía del año, no había sido escrito por el entonces senador Kennedy sino que éste había contratado a un “escritor fantasma” (ghostwritter). Ese premio le había consolidado la carrera política y le abrió las puertas a la postulación como candidato del partido Demócrata a la presidencia de EEUU en 1960. Lo afirmado por Pearson en el programa de entrevistas de Mike Wallace, el de mayor audiencia en EEUU, le causaba un daño terrible. Kennedy obligó a la cadena ABC a retractarse, el principal anunciante (la tabacalera Phillip Morris) retiró la pauta publicitaria al programa y el padre de John Fitzgerald hasta exigió que demandaran a Pearson por 50 millones de dólares. A la larga se descubrió que la primera versión del libro había sido escrita por Ted Sorensen, que en ese momento se desempeñaba como jefe de redactores de los discursos del joven senador, pero la editorial Harper & Brothers rechazó su publicación. Luego, a instancias de Jacqueline y de su profesor Jules Davids, de la Universidad Georgetown, el manuscrito, corregido y aumentado, fue presentado de nuevo a la misma editorial bajo la autoría de JFK, y fue publicado el 1 de enero de 1956.
Según Peter Rader, biógrafo de Mike Wallace (Mike Wallace: A Life, 2012), esa entrevista con Drew Pearson marcó un punto de inflexión en la carrera del presentador de televisión: “A partir de ese momento, Mike comenzó a buscar otro trabajo”.
¿Qué fue lo que dijo Pearson sobre Kennedy en esa entrevista?
“Mucho perfil y poco coraje. Que yo sepa, es el único en la historia en ganar un Premio Pulitzer por un libro que fue escrito para él por un escritor fantasma”.
“¿Quién le escribió el libro?”, preguntó Wallace.
“No lo recuerdo en este momento”, evadió Pearson.
En noviembre de 1960 Kennedy derrotó a Richard Nixon en la carrera presidencial.
Las relaciones con el ya presidente Kennedy, a pesar de todo, fueron amables. En 1961 se carteaban. En algunos casos, Pearson le adelantaba lo que iba a publicar y, según establecen documentos accesibles en la biblioteca digital de JFK, ese mismo año sirvió de intermediario entre la Casa Blanca y el Kremlin cuando en septiembre la URSS decidió reanudar las pruebas nucleares. Sus comunicaciones con el jefe soviético Nikita Khrushchev y con el ministro de asuntos exteriores Mikhail Smirnovsky, eran conocidas inmediatamente por Kennedy, sin necesidad de intervención de los servicios de inteligencia.
Quien no estaba muy contenta era Jackeline. Pearson había publicado que Kennedy perdía mucho tiempo mirando a las chicas. Pensaba que si Drew lo decía, seguramente era verdad. Entonces, la primera dama acentuó el recelo. Cuando vio que ambos estaban hablando tranquilamente en Miraflores, se les acercó y le dijo a Pearson: “Espero que a partir de ahora usted sea más benigno con mi marido”.
***
Pearson murió el 1 de septiembre de 1969, a la edad de 72 años. The Washington Post le despidió así: «Era un moralista que estaba orgulloso de ser un traficante de basura en el sentido estricto del diccionario, uno que busca y expone públicamente la mala conducta real o aparente de personas prominentes».
Víctor Suárez
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