Entrevista
El Estado del disimulo: La entrevista a Cabrujas
José Ignacio Cabrujas retratado por Vasco Szinetar
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La entrevista que a continuación publicamos fue realizada por el equipo editor de la Revista Estado y Reforma, integrado por Víctor Suárez, Trino Márquez, Luis García Mora y Ramón Hernández. La revista era una publicación trimestral de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre).
Exponente de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene su referente crítica en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una evidente trascendencia. Actor, director y dramaturgo, se inició en el oficio con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción, claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad en el quehacer cultural contemporáneo.
El concepto de Estado en Venezuela es apenas un disimulo. Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado y Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio, buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo, consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado.
JIC: El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo o como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México y observa las edificaciones coloniales –palacios de gobierno, cuarteles, catedrales, inquisiciones; es decir, las formas arquitectónicas del Estado– es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto, pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender dónde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande, relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral “mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.
¿Seguimos viviendo en un campamento?
Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas, para garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente prohibido el ingreso de perros a su cuarto”, etcétera, etcétera; es decir, un reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz de reflejar con cierta exactitud lo que somos y lo que aspiramos.
Pero…
En lugar de esa sinceridad que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes, apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo civilizado. El campamento aspiró convertirse en un Estado y, para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional; en todo caso, legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra “tiranía” ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador, por orden del déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos por el estilo. El resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue siempre nuestro mejor escenario.
Ilustra con una anécdota:
Nicanor Bolet Peraza escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La pasión de Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces, comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas de los espectadores. Hasta que un niño gritó: “¡Es que ese no es Cristo! ¡Ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta perspicacia de Bolet Peraza. En efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna…, pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la barriga…, pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar, dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero de la esquina.
Insiste en el ejemplo:
La entrada del Presidente de la República al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente Luis Herrera Campins en el trance de dar una de sus habituales ruedas de prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia era idéntica, quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo, inexplicablemente zarista, como si se tratara de una escena de La guerra y la paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi siempre destemplada. Y comenzaba la comedia, porque Herrera, en ese corto paseo hacia la sala de conferencias, hacía un gigantesco esfuerzo por aparentar cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos dijese: “¡Un momento! ¡Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo siéndole amigote cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quién representa.
Terminada la comparación, regresa a lo concreto:
Algún político del siglo xix en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te las des “de”, porque si te las das “de” yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinvergüenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.
Otro ejemplo:
Años atrás, cuando trabajaba en la Dirección de Cultura de la UCV, fui invitado por el inolvidable Jesús María Bianco a una recepción académica mediante la cual se iba a rendir homenaje a un ilustre venezolano que había hecho un singular aporte a la cirugía cardiovascular. Las revistas inglesas y norteamericanas, me refiero desde luego a revistas especializadas, habían comentado en términos sumamente elogiosos y admirativos el trabajo de nuestro compatriota, de allí que la Universidad se sentía en el deber de reconocer con la solemnidad del caso los logros de un miembro de la comunidad. Estábamos allí muchos invitados, y los académicos entraron con toga y birrete, aproximándose de inmediato al homenajeado. El rector pronunció un parco discurso donde destacó la trayectoria de ese gran cirujano. Me pareció, y por lo demás era natural, que el distinguido científico se sentía muy bien porque mostraba un evidente orgullo y hasta una honda emoción. Concluyó el acto. Salieron las cuadrillas de mesoneros con las correspondientes botellas de champaña y el protocolo se “animó” después de un vigoroso aplauso en el instante en que el rector condecoró al “hombre”. No hubo en ese aplauso ninguna hipocresía. Por el contrario, era una reacción emotiva y, desde luego, sincera. Pero, después de los aplausos, comenzó el coctel, desaparecieron las togas y los birretes y todo el mundo se “republicanizó”. Entonces empezó la verdadera ceremonia nacional, el auténtico ritual de “no te me vayas tan lejos”. Los amigos rodearon al encumbrado, y así como en las corridas de toros salen los picadores para que el toro se acostumbre a la lidia, es decir, para que el toro sea menos toro, así, al doctor González (invento el apellido porque no recuerdo cómo se llamaba el cirujano) lo comenzaron a llamar Gonzalito. Menudearon las palabrotas y las palmadotas: “¡Gonzalito, carajo! ¿Quién lo iba a decir, Gonzalito? ¿Cómo fue ese pegón, Gonzalito, si a ti te ‘rasparon’ en Anatomía II? ¡Si tú eras más malo que el carajo! ¿Esa operación no te la haría la enfermera?” Etcétera, etcétera. Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, justamente el día que González es más González que nunca; esta sociedad de complicidades, de lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo, no nos engañemos. En el fondo, todos sabemos cómo se “bate el cobre”, cuál es la verdad, de qué pie cojea el Contralor, o el Ministro de Energía, o el Secretario del Ministro de Educación. La “verdad” no está escrita en ninguna parte. La verdad es mi compadre, la verdad es el resorte mediante el cual puedo burlar la apariencia legal, eso que en la jerga administrativa se denomina la “veredita”. Lo expresa muy bien el venezolano cuando decimos: “No, chico, no hables con el Secretario. Habla directamente con el Presidente, porque el Secretario es un pendejo. Vete a la cabeza”.
Nadie confía en nadie.
Hemos aprendido a vivir mintiéndole al Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser; si este país viviese de acuerdo a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos, etcétera, todo se habría paralizado. En tiempos del doctor Caldera, yo trabajaba en el fallecido Inciba y había allí una disposición mediante la cual no se podían efectuar órdenes de pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque por más de cinco mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones, autorizaciones y otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese gasto, casi siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir varios cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la misma entidad. Si era necesario gastar diez mil bolívares en una urgencia, se ordenaban dos cheques de cinco mil y todo el mundo en paz. No se trataba de un robo. Nadie estaba robando. Se trataba de una realidad, de eso que intento definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por encima de su reclamo protocolar (“Usted se comió la luz, ciudadano”) hay una proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal te diga simplemente: “Mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”, probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “Hermano, es que tengo a mi mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa…” ¿Por qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal. Es que el fiscal es un antipático, un desgraciado, que ese día se levantó de mal humor porque anoche quién sabe lo que comió ese muérgano que la pagó conmigo. De ahí que la corrupción sea un estado habitual, yo diría que normal, en ese inmenso tejido de situaciones cotidianas donde necesitamos dialogar con el Estado convertido en fiscal de tránsito, o en escribiente de tribunal, o en secretario de notaría, o en enfermera de los seguros sociales. Los procedimientos no persiguen en este país aligerar los procesos. Por el contrario: casi siempre se trata de verdaderos obstáculos que no tienen nada que ver con mi vida. El funcionario es mi enemigo cuando se pone pesado, es decir, cuando cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público o es un delincuente o es un antipático. La verdadera filosofía del Estado venezolano descansa sobre un axioma preciso y diáfano, esto es: el Estado en Venezuela sirve para impedir una catástrofe. El Estado desconfía absolutamente de los ciudadanos. El Estado venezolano parte de la idea de que somos unos pillos y de que es necesario impedir que seamos tan pillos.
¿Cómo hacer un país donde la realidad no esté divorciada de lo que está escrito en el papel?
Hace unos años escribí una comedia llamada Acto cultural. Los personajes de esa comedia eran miembros de la junta directiva de una sociedad cultural en una pequeña ciudad provinciana. Vivían para la cultura y representaban la cultura, quiero decir, “la gran cultura”. Un día, esta junta directiva de la Sociedad Louis Pasteur decide celebrar los cincuenta años de la institución con una representación teatral de la vida de Cristóbal Colón. La representación es un fracaso, porque, diabólicamente, perversamente, en lugar de recitar el texto previamente acordado, esos miembros de la Sociedad Pasteur hablan de lo que les pasa, confrontan sus intimidades, proclaman sus amarguras y catástrofes cotidianas. El secretario de la Sociedad declara ante los supuestos espectadores del pueblo que a él toda la vida lo que le ha gustado es el trasero de una alemana y la posibilidad de tomarse quince rones después de las seis de la tarde. Que esa es su cultura porque, al mismo tiempo, esa es su apetencia, su sinceridad, su realidad. La declaración es catastrófica y las “fuerzas vivas” de la localidad abandonan el recinto. La Sociedad Louis Pasteur ha muerto. Nadie le dará una subvención, nadie le permitirá funcionar. Es el precio de la confesión o, si se quiere, de la sinceridad. Creo que la sociedad venezolana, y me refiero a la sociedad en el sentido de grupo humano que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en una mentira general, en un vivir postizo. Lo que me gusta no es legal. Lo que me gusta no es moral. Lo que me gusta no es conveniente. Lo que me gusta es un error. Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a mis apetencias, a mi “verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía, donde el “culo de la alemana” o los quince rones del atardecer no son “culturales”, donde la descripción que se hace de mí en términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes” pertenece a ese edificio casi teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación. El campamento que era una ciudad como Caracas hacia 1700 consiguió una “forma” capaz de disimular ciertas amabilidades precarias, cierta vida auténtica, donde intercambiábamos un poquito de sal y un poquito de harina, cierto “mientras tanto” y cierto “por si acaso”.
¿Y hoy?
Vivir es defendernos del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos “Estado” y que no es otra cosa que la traslación mecánica de un esquema europeo. Se aceptó el “orden”, pero no el principio generador de “orden”. Se aceptó la “moral” y la “cívica”, como me las enseñaban en el bachillerato, cuando mi profesor en el Liceo Fermín Toro me decía una cosa y el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una sociedad que no ha podido escoger entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy, conceptos absolutamente contrapuestos. Si soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy “cívico”, ¿cómo diablos hago para ser “moral”? El Estado venezolano dicho así, con mayúscula, no se parece a los venezolanos. El Estado venezolano es una aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es Presidente solo porque él dice que es Presidente. Pero, en realidad, no es un Presidente. Es una persona que está allí, desempeñando una provisionalidad, mientras le encontramos su “lado flaco”, su rasero de miserias cotidianas, su condición de “zángano” del panal. De allí que la función presidencial no es entendida del todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan “honestamente” que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un ladrón. O es más o menos un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es necesariamente “lógico” que se dedique a robar. Si no lo hace, pertenece a la categoría de los “inexistentes”, al limbo del “paradigma”. Desde luego, no nos gusta que el Presidente robe. No nos gusta. Lo damos por hecho. Puede ser que nos quejemos con amargura de la corrupción gubernamental, de tal o cual pillo que se robó un dinero, pero lo damos por hecho. “Todos los políticos son unos bandidos.” “Todos los políticos son unos corruptos.” “Todos los políticos son unos ladrones.” Eso es lo que realmente pensamos. El corrupto no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico, sostenido por una relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto o es un pendejo o es simplemente una excepción lujosa.
Con la aparición del petróleo, el ciudadano empieza a pedirle al Estado una cierta racionalidad, una efectividad y una eficacia.
La aparición del petróleo como industria creó en Venezuela una especie de cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz “providencial”. Pasó de un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con agricultura, a un desarrollo “milagroso” y espectacular. Un ciudadano inglés, un italiano, un sueco, no espera “milagros” del Estado. A eso se reduce lo que se llama “madurez política”, a no esperar demasiado del Estado. Los parámetros de las sociedades europeas son previsibles. Inglaterra se mueve dentro de una relativa prosperidad y una relativa pobreza desde hace un montón de años. La apreciación de la gestión gubernamental, por parte de un ciudadano inglés, es un hecho bastante objetivo, proviene de situaciones absolutamente concretas. Para Margaret Thatcher es relativamente sencillo convocar a los ingleses y decirles: “Miren, la situación es muy difícil. No prometo prosperidad, no prometo multiplicar los panes y los peces. Prometo dificultades, peligros de todo tipo, y prometo un empeño en tratar de salir adelante. Prometo seriedad. Tal vez vamos a decaer. Tal vez vamos a vivir peor. Pero, prometo que voy a tratar de hacerlo lo mejor posible”.
De ellos a nosotros, de lo ideal a lo concreto.
Imaginemos que un político venezolano diga algo parecido en una campaña electoral. Imaginemos un candidato que nos hable de imposibilidades, de limitaciones, de realidades. Un candidato que no nos prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo, un titán repleto de esperanzas en esa bolsa de mentiras que son los programas gubernamentales. Un tomate, una papa, una mazorca, un arbusto de café eran en la Venezuela de 1900 productos de un esfuerzo tangible, de mediocre certeza. No hay ningún milagro posible en una mazorca, como no sea el milagro de la tierra. Una mazorca de maíz cuesta tres centavos, cuatro centavos, cinco centavos, seis centavos. Esas son, en términos de precio, las únicas sorpresas que puede darnos. El petróleo es diferente. Espectacularmente diferente. Hoy valía medio dólar. Mañana tres. Después seis, doce, veinticuatro, hasta treinta y seis dólares. No se trata de una economía fundamentada en el fatigoso esfuerzo, en el “un poquito hoy” y “un poquito mañana”. Se trata de un show económico. El petróleo es fantástico y por lo tanto induce a lo “fantasioso”. El anuncio de que éramos un país petrolero creó en Venezuela la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la “cultura del milagro”. Por primera vez, el Estado venezolano había hecho un “buen negocio”, lo cual, viéndolo bien resultaba excepcional dada su costumbre de hacer pésimos negocios. ¿Cómo un pobre se convertía en rico en la Venezuela de 1905? Descubriendo un tesoro. No había otra manera. No había “negocios”, ni especulación en la bolsa, ni golpes de fortuna. Había la leyenda de que los españoles en los días de la Independencia enterraron baúles, arcones, botijuelas repletas de morocotas. Mi padre, un primitivo habitante de lo que hoy en día llamamos, en Caracas, Catia o parroquia Sucre, solía hablar de un canario que a principios de siglo descubrió uno de esos tesoros. Cavó en la tierra, hizo un hoyo y encontró monedas de oro. Pues bien: a eso se parece el petróleo. Es cuestión de cavar hoyos y descubrir riqueza. El hueco petrolero sustituía la imaginación del hueco donde había morocotas españolas. El Estado era ahora capaz de hacernos progresar mediante audaces saltos. ¡Viva Gómez y adelante! ¿No era esa la consigna? ¿No pagó el dictador la deuda externa en pocos años? ¿No comenzamos a ver prodigios? ¿No fue ese el comienzo del “sueño venezolano”? Tal vez Argentina lo tuvo en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez Chile en los lejanos días del cobre y el nitrato. Tal vez Brasil, en tiempos de Getulio Vargas. Pero no se puede hablar de un sueño colombiano, ni de un sueño paraguayo, ni de un sueño boliviano u hondureño. La agricultura y la ganadería no provocan las mínimas condiciones de ese “sueño”. Nuestro “sueño” fue saltar sobre esa lenta y fatigosa historia.
¿Y nos apoyamos en una mentira?
La riqueza petrolera tuvo la fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como los norteamericanos hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry Ford es el producto concreto de una inventiva y de una inmensa capacidad de trabajo. Pero Gagliardi, en los años de Pérez Jiménez, llegó al sitio del “baúl de morocotas”. Llegó, según mi padre, con los pantalones rotos. De hecho, tuvo que hacerse unos pantalones nada menos que con la bandera del barco. “Y ahora –me parece estarlo oyendo–, míralo, míralo, adonde llegó. Mira el realero que tiene.” En mi casa de Catia, por allá por 1955, vivió un inmigrante italiano. Un día, ese italiano de profesión tornero, descubrió en una revista un anuncio que promocionaba esas señales de carretera que llamamos “ojos de gato”. El hombre recortó el aviso y me hizo escribirle una carta al ministro de Obras Públicas, solicitándole una audiencia. La carta fue enviada, pasaron meses y meses, y por fin, el ministro se dignó atender al italiano tornero. Pasó un año y por fin el contrato se hizo realidad. De golpe y porrazo, como solemos decir, el italiano era representante exclusivo de los “ojos de gato” en ese fantástico país en ascenso. Demás está decir que se hizo millonario. Pero ese concepto, o mejor dicho, esa ilusión, profundizó más la idea de la provisionalidad. Nunca fuimos tan “provisionales” como en los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, “mientras tanto y por si acaso”. Por eso desapareció el Hotel Majestic, para dolor de los nostálgicos. Por eso despedazaron, con una bola de acero, la miserable casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir, pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes edificios, grandes autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de cuantos edificios se hicieron y cuantas autopistas se construyeron. La democracia, lejos de apartarse de ese camino, insistió en la construcción de ciudades provisionales. Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos en ese “sueño venezolano” porque la realidad presupuestaria lo impedía. Seguíamos siendo ricos, pero, no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos construyendo la Gran Venezuela. Pérez no era un Presidente. Era un mago. Un mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas las fanfarronadas del perezjimenismo. Pérez enrumbó el acto del poder hacia la fantasía.
El pueblo venezolano es irreverente frente al poder; sin embargo, le exige formalidad.
Es cierto. No solamente el venezolano le está pidiendo al Estado que asuma dignamente su condición de tal, sino que, por primera vez en la historia de Venezuela, hay signos inequívocos de que nos interesa la suerte de ese Estado, hasta donde percibimos la noción de Estado. Normalmente, en Venezuela el Estado es el Gobierno, y concretamente el Gobierno de turno. Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez hasta el segundo o el tercer año de gobierno del doctor Herrera Campins, los informes del Banco Central, las alocuciones presidenciales y las declaraciones de los ministros de Hacienda pregonaban un continuo crecimiento. El país crecía económicamente casi como los ciclos de la naturaleza, y tan irresponsable era ese crecimiento como puede ser irresponsable un aguacero. Era un crecimiento que no dependía de nosotros. El mundo nos hacía crecer. La prosperidad norteamericana o europea nos hacía crecer. El nacionalismo egipcio nos hacía crecer. Las ambiciones árabes nos hacían crecer. Y de repente, ese crecimiento se detuvo. Hemos comenzado a vivir un déficit, y el presidente Lusinchi no ha podido soltar una balandronada de esas de “ahora somos más ricos” o “estamos pensando regalarle un barco a Bolivia” o “vamos a prestarle dinero a los países pobres de Latinoamérica”, como alguna vez nos dijo Pérez Jiménez. Por el contrario, andamos ahora de lo más modestos y nuestra única soberbia es pagar puntualmente los intereses de la deuda externa y a regañadientes un pedacito de capital. El Gobierno tiene problemas y todo el mundo sabe que el Gobierno tiene problemas. Entonces nos ha empezado a interesar la suerte del Gobierno. Hemos comenzado a entender que el Gobierno no es una catástrofe natural, sino una contingencia que se expresa en un proyecto económico. Y hemos comenzado a entender que ese proyecto económico del Gobierno tiene que ver con el precio del solomo y de los pimentones cotidianos. Que un error del Gabinete reduce las posibilidades del sueldo que gano. Antes no ocurría. Antes el Gobierno era simplemente una calamidad, una desgracia natural, una breve esperanza y un inevitable deterioro en estos tiempos de la democracia; un fraude ontológico. ¡Qué lejos quedaron los tiempos del segundo Pérez! La noción del progreso surgió en nosotros a partir de acontecimientos gratuitos. Yo me acerco a los cincuenta años y jamás, en mi vida de ciudadano, un Presidente me ha convocado a nada. Yo he vivido cuarenta y ocho años en calidad de testigo del Gobierno, sin escuchar una proposición que venga de Miraflores. De Miraflores vienen hechos cumplidos e indiscutibles. A veces, esos hechos cumplidos, producto de un azar histórico (la crisis del Canal de Suez, la guerra árabe-judía, etcétera), han provocado un tremendo impacto emocional en mi vida. Lo provocó Pérez Jiménez cuando nos participó que éramos un país rico. Hasta ese momento, yo estaba acostumbrado a vivir en un país de gente que sobrevivía. Durante el siglo xix y, en este siglo, hasta la presidencia de Cipriano Castro, el país vivía decayendo. Vivir era sobrevivir. Un pequeño período de bonanza relativa, una correcta administración de algún servicio público, era todo un acontecimiento excitante. Era salirse de la norma habitual. Pérez Jiménez decretó el sueño del progreso. El país no progresó, desde luego. El país engordó, y hay una gran diferencia entre engordar y progresar. Pero esa gordura, ese sobrepeso, desempeñó el rol del progreso. Los venezolanos creemos que la Gran Venezuela del otro Pérez fue impactante. Pero esa Gran Venezuela del segundo Pérez fue mucho menos sensacional que la Gran Venezuela del primer Pérez. Pérez Jiménez fue un debut; Carlos Andrés Pérez, una reprise. A pesar de la visceral enemistad, los dos Pérez se parecen mucho. Pérez Jiménez identificó nuestro pasado con la mediocridad. Nos hizo pensar que esa esperanza que el pueblo venezolano depositó en el breve gobierno de Rómulo Gallegos era un error candoroso. Pérez Jiménez logró identificar al país palúdico y juambimboso, al país de los hombrecitos de un metro sesenta y tez amarillosa con el plebeyismo adeco. No fue Pérez Jiménez un gobernante impopular. Fue simplemente un gobernante “apopular”. Derrocó el gobierno de Acción Democrática con un golpe frío sumamente aplaudido por la exigua clase media, por los socialcristianos y por la élite financiera. Acción Democrática se disolvió como un antiácido a pesar de toda esa leyenda de oposición clandestina que resalta como heroica, precisamente por lo que tuvo de individual, porque fue el enfrentamiento de una dictadura ante una pavorosa indiferencia general. Creo que he insistido mucho en los años de Pérez Jiménez a lo largo de esta conversación. Pero es que a veces me preocupa que nos olvidemos de la trascendencia histórica de esos años. ¿Hasta cuándo la Historia de Venezuela va a continuar contándose en términos morales? ¿Hasta cuándo vamos a dividir nuestros gobernantes en buenos y malos?
¿Hemos intentado construir un Estado que no coincide con lo que somos?
Si hemos construido desde 1828 hasta el sol de hoy un Estado apolíneo, donde la realidad actúa como una frustración de lo sublime, no tiene nada de extraño, entonces, que nuestra historia se cuente, y lo que es peor: se interprete, en términos morales. La tradición histórica de esta república parte de un supuesto terrible. En 1783, nació en Caracas un genio inimitable. Un extraterrestre insuperable, una especie de carambola cósmica. La historia de Simón Bolívar, la que aparece en sus documentos, en sus cartas, en sus manifiestos, en sus consideraciones sobre la política de los primeros años del siglo xix, no tiene nada que ver con ese semidios inventado, fertilizado y a veces censurado por la Sociedad Bolivariana. Desde luego, el culto a Bolívar, la sacralización del Padre de la Patria, no es una potestad única de la Sociedad Bolivariana. Desde Guzmán Blanco para acá, no ha habido un Presidente de Venezuela que no haya citado a nuestro gran personaje a la hora de cometer cualquier arbitrariedad. El pensamiento de Bolívar es romántico y por lo tanto febril y tormentoso, repleto de humores, indignaciones, exaltaciones, tormentos y alucinaciones, como las sinfonías de Beethoven o las extravagancias de Lord Byron. De hecho, quienes conocieron de cerca a Bolívar nos lo describen como un hombre pintoresco, escénico, amigo de los coups de théâtre, erotómano e inestable. De allí que sus acciones en el campo político presenten claras contradicciones, malos humores, depresiones y cuanto “ego” puede haber en este mundo, características todas estas que lo hacen ser un hijo de su tiempo.
Este hombre intuye en Europa una visión americana. Él tiene el paisaje. Europa le aporta una ideología, o dicho más rigurosamente, una inquietud ideológica. Su pasión, la misma que lo llevó a inventar sombreros a París o a jugar naipes como un libertino desaforado, lo induce a afirmar que Napoleón Bonaparte es un traidor, que ha cambiado la casaca republicana por ese manto de armiño y ese oropel de pedrería que aparece en el famoso cuadro de la coronación. Napoleón ha abandonado los principios esenciales de la Revolución Francesa. Bolívar, atrapado en esa ira, merienda en el monte Sacro de Roma, y allí, si ha de creerle uno a la tormentosa memoria de Simón Rodríguez, nuestro Libertador habla del Imperio Romano y de piedras seculares y de la independencia de su tierra. Dicho de otra manera: él va a enmendarle la plana a Napoleón. Él va a hacer lo que Napoleón no hizo. Él va a vivir un drama masónico, sueño de los freres y todo eso, en Gúiria o en Ocumare o en Puerto Cabello. La construcción de la obra es la construcción de él mismo. Él es su obra. Terminada la acción donde este caraqueño se desempeña con impresionante y hasta neurótica tenacidad, Bolívar pierde el rumbo y se convierte en un hombre incómodo. Ha concebido un gran ideal, la unión de varios países en lo que él denomina la Gran Colombia. La idea es perfectamente francesa, y cuando digo esto, por Dios, no pretendo ser peyorativo, no pretendo que los lectores de la sección de Cartas de El Nacional me exhiban como un nuevo Santander o como un segundo Arciniegas. La idea de la Gran Colombia es francesa, es universalista, es europea, es, en una palabra, una idea de “civilización”. Y si hubiese ido más lejos, si hubiese concebido un país del tamaño de Suramérica, con Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay sumados, el delirio, pues, habría sido fantástico. Pero la realidad no funcionó. Y lo que me niego a pensar es que la realidad que destruye el sueño de la Gran Colombia es una simple sumatoria de mediocridades. Me niego a considerar al general Páez como un cretino patán que no supo entender la magnitud de un genio. A eso llamo la historia moral de Venezuela. Bolívar es genial. Páez es un imbécil. Santander es un cochino. Sucre era muy bueno. Mariño, medio bueno. Piar, un ambicioso. Bermúdez, un matón, etcétera. ¿Qué es esto? ¿A dónde vamos con este catecismo? ¿Qué clase de historia es esta que comienza por etiquetar virtudes morales en los próceres? ¿Qué derecho tienen las “viudas del Libertador” de despotricar del general Páez? Cometido ese pecado original, la historia de Venezuela se comporta como un melodrama a lo Victorien Sardou, o como una telenovela de vieja estirpe. Este es un bueno. Este es un malo. Esta, pobrecita, es mala porque no le informaron. Vargas es bueno. Carujo es malo. Soublette es bueno. Guzmán robaba pero no se le pueden negar sus virtudes. A Castro lo perdieron las mujeres. Zamora era bueno y lo mataron los malvados en Santa Inés; Gómez era un vampiro, pero hizo la Trasandina; o Gómez es el mejor presidente que hemos tenido porque nos metió a todos en cintura. ¿Qué estupidez es esta? ¿Cómo le podemos enseñar a nuestros jóvenes semejante basura?
Bolívar…
He citado a Bolívar como un personaje víctima de sus admiradores, para referirme a la manera como la sociedad venezolana percibe a sus caudillos. Rómulo Betancourt me interesa mucho más; desde luego, no porque lo considere más importante que Bolívar, en esta especie de carrera de caballos o de olimpíada en que hemos convertido el análisis histórico, sino porque me atañe más. Yo tuve una gran desgracia, o mejor dicho, una doble desgracia, a la hora de apreciar la figura de Betancourt. Cuando era niño, mi padre, ferviente católico, describía a Betancourt, en nuestras sobremesas, como un comunista que recibía rublos del Kremlin, un enemigo de lo piadoso, prácticamente un espía a las órdenes de la kgb. Cuando ingresé al Partido Comunista, la descripción era tan religiosa como la de mi padre. Betancourt era simplemente un agente de la cia, un tenebroso personaje a las órdenes del imperialismo, dispuesto a entregar el petróleo, el acero y el aluminio a esa especie de guarida del diablo que era Wall Street. Quiero decir que yo viví dos religiones frente a Rómulo Betancourt. Durante su Gobierno, me sentí perseguido. Sobreviví gracias a la piedad del director de Cultura del Ministerio de Educación y a la generosidad del director de la Radio Nacional, porque literalmente fui expulsado del Departamento de Teatro Infantil del Consejo Venezolano del Niño, por comunista. Fue necesario un cierto tiempo para que yo pudiese percibir la figura de Betancourt con una relativa serenidad. Durante el Gobierno del doctor Leoni, leí por primera vez la reproducción de El libro rojo, editado por José Agustín Catalá. Pocas lecturas nacionales me han impactado tanto. Las cartas de inconfundible estilo, enviadas por Betancourt desde Costa Rica, nos describen a un febril muchachón marxista en el trance de descubrir que el marxismo no era una panacea universal. La reflexión de Betancourt sobre las peculiares condiciones socioeconómicas de Venezuela es, mira tú lo que es la vida, el origen del mas, solo que se trataba de un mas concebido en 1930, cuarenta y un años antes de la aparición de ese grupo político. Betancourt, en su lenguaje no siempre feliz, habla de un socialismo con vaselina, es decir, de una estrategia y una táctica donde el movimiento revolucionario contra la dictadura de Gómez tiene que tomar en cuenta la realidad concreta de la economía y de la historia de Venezuela. Betancourt distingue matices en la primitiva “burguesía nacional” y esgrime la democracia como una táctica destinada a crear rebeldía en “las masas”. Era un pensamiento. Los comunistas de esa época actuaban, por el contrario, como un club de admiradores de la Unión Soviética, como fans de Stalin empeñados en proclamar los logros de la actividad koljosiana en la remota Ucrania. Hablaban de remolachas soviéticas y de campesinos de ropa modesta y almidonada contemplando puestas de sol con música de balalaika. El primer manifiesto del pcv está escrito en vocativo. “Vosotros obreros sois…”, es decir, está escrito en el lenguaje de los curas españoles. Betancourt le puso el “tú” a la moderna política venezolana. Su actividad consiste en visitar cada pueblo, cada caserío, cada conuco y explicar allí la idea de un partido redentor. Betancourt se ata a la cuerda histórica de la Revolución Federal y, desde luego, le hace la cruz a la candidez de los comunistas. Betancourt llega a definir al Partido Comunista de Venezuela como un partido “pequeño burgués”. La democracia, es decir, el país donde hoy vivimos, es su norte. Dudo mucho que Betancourt haya entendido en profundidad las ideas de Marx. ¿Dónde las podía leer integralmente en 1940? La actividad política lo convirtió en un hombre de circunstancias. La formación stalinista le hizo pensar que la democracia era él. Los sucesos en que se vio involucrado, desde el golpe contra Medina hasta la caída de Rómulo Gallegos, terminaron por convertirlo en un pragmático, en un hombre cauteloso que aprendió a dominar sus rabietas. De allí que hizo amigos, que unió esfuerzos, que le hizo la corte al doctor Caldera, que denunció el sectarismo como un peligro. El Betancourt que gobernó Venezuela, durante los primeros años de la década del sesenta, era un obsesivo de la democracia por la democracia misma. Su política económica es la lógica transición de lo que el perezjimenismo había acumulado y la lógica crítica de lo que el perezjimenismo había dejado de hacer. No se trata de un golpe de timón. Se trata de una corrección de rumbo carente del menor dramatismo. El país en el plano económico sigue siendo más o menos el mismo si se descuenta la feroz posición ante los corruptos, la necesidad de sanear la administración pública y el establecimiento de unas reglas de juego mucho más civilizadas. Habíamos conquistado la democracia y Betancourt aspiraba sinceramente a una efectividad gubernamental que no levantase demasiadas ampollas. La consigna con la cual llega al poder es impresionante. Los Napolitan se habrían llevado las manos a la cabeza. Los estrategas de salón lo habrían tildado de loco o de suicida: “Contra el miedo, vota blanco”. Pero, en efecto, su Gobierno se hizo “contra el miedo”, contra los traumas, contra los que aspiraban, incluso en su propio partido, a una mayor profundización en las reformas sociales. Habíamos conquistado la democracia y para Betancourt, hombre del 28 al fin y al cabo, la posibilidad de hablar mal del Gobierno, la posibilidad de criticar a un ministro ineficaz o a un funcionario ladrón, era una razón de vida. Era una tarea histórica. “Hablar pendejadas del Gobierno”, es decir, “menos barbarie y más decencia”, fue su visión. Betancourt, el fiero, había aprendido a vivir en sociedad. Allí estuvo su gloria y, a veces creo, su infierno. Quién sabe si le agregó azúcar a la vaselina. En todo caso, evitó cuidadosamente “los grandes cambios”, hasta que mi papá me dijo, caramba, es verdad, como que el tipo no era comunista.
Betancourt sí intenta cambios en lo económico. Él inicia la política de sustitución de importaciones.
No quiero ser mezquino. Pero la política de sustitución de importaciones era una exigencia empresarial o, por lo menos, de un gran sector del empresariado. Existía una capacidad económica para ensamblar automóviles y cigarrillos y laticas de petit pois. Existía la posibilidad de cerrar gradualmente las importaciones. El país no se lanza a un sacrificio ni a una empresa histórica. El país se lanza por el camino de lo gradual. Betancourt enmendó una política económica, sin eso que los dirigentes adecos suelen llamar “mayores traumas”. Insisto en esto, no por disminuir la figura de Betancourt, sino porque resulta ridículo en estos momentos pensar que el 23 de enero de 1958 fue un cambio radical de la sociedad venezolana. No. Todo el mundo tenía miedo. Todo el mundo pensaba que el país se estaba embochinchando y que los militares iban a dar un golpe y que iba a regresar Pedro Estrada con sus “chicos malos”. El 23 de Enero fue un júbilo, un aire cordial que flotó en el país. Fue la posibilidad de hablar vainas, de criticar al Gobierno y hasta de sustituirlo. Betancourt definió posiciones y jugó al equilibrio. El modelo del país que su Gobierno intuía se parecía a ese lugar donde vivían Mickey Rooney y Elizabeth Taylor en las comedias mgm de mitad de los años cuarenta. Era la apoteosis de la clase media. El Cafetal es un museo viviente de esa aspiración. Por eso, duélale a quien le duela, Betancourt no solo es el fundador de Acción Democrática, sino el artífice supremo, el gran constructor del partido socialcristiano. Betancourt fue el gran empresario del partido Copei en esa especie de trust democrático que se construyó durante su gobierno. Cuando Gonzalo Barrios perdió las terceras elecciones presidenciales de la democracia, Betancourt debe haber puesto una fiesta, porque, muy por encima de las aspiraciones hegemónicas de su partido aparecía un concepto de alternabilidad democrática. El caudillo no solo había inventado el Gobierno, había inventado nada menos que la oposición. Cuando Pérez perdió, todos vimos a Betancourt diciendo: “We will come back”. ¿Alguien vio amargura en su rostro? Por el contrario, yo diría que el hombre que nos hablaba era un hombre feliz. Copei ocupó el lugar que en una época eterna y tormentosa ocupaban las Fuerzas Armadas, o los caudillos alzados: la ilusión de cambio, la misma que excusó la Invasión de los Sesenta contra el Gobierno de Ignacio Andrade. La misma. Solo que menos espontánea, más cívica y definitivamente constitucional.
¿Usted cree que el Estado se puede reformar en frío? ¿La única salida es el escepticismo?
Sinceramente, no me siento escéptico en cuanto a las posibilidades de una reforma del Estado venezolano. No me siento escéptico frente a la Copre, si por escepticismo entendemos la cómoda posición de quedarse en casa y decir, con el estilo de un viejo matón de la política: “Están perdiendo el tiempo. Hay otras realidades”. Y toda esa quincalla. Sí creo que la Copre se mueve en un terreno difícil. Sí creo que no es del todo cierta esta convocatoria del Estado a su propia reforma. Pero, sería un necio si no me percatara de que, por algún motivo, el país ha comenzado a vislumbrar que en la reforma del Estado está su supervivencia. Que en las actuales circunstancias la Copre arribe al éxito que todos esperamos, desde luego, me parece difícil. Quién sabe si la Copre es el inicio de un proceso, una institución en medio de una crisis, destinada a crear una conciencia. La Copre no brotó de la nada. Brotó de ciertas formas organizativas que la población ha comenzado a poner en práctica para defenderse de las arbitrariedades del Estado. Cuando alguien dice que los venezolanos debemos votar por los gobernantes regionales, está, al mismo tiempo, proclamando una experiencia, está constatando una situación a partir de seis gobiernos, y de lo que ha ocurrido en esos seis gobiernos. Está claro que no podemos continuar así. Decía al comienzo de esta conversación que por primera vez nos importa la suerte de un Gobierno, la oposición al Gobierno del doctor Lusinchi no ha podido ser radical. Nadie en Venezuela está pensando en qué diablos hacer para desembarazarnos de este Gobierno. Por el contrario, existe una demanda de éxito, un desearle al Presidente, como símbolo de poder, cierta lucidez para que el país salga del atolladero. La etapa infantil de castigar al Gobierno y volvernos a enamorar de un nuevo pretendiente ha comenzado a ceder. El fracaso de Lusinchi sería mi fracaso y mi fracaso no me puede alegrar; la polarización mediante la aplicación mecánica de la alternabilidad –AD-COPEI-COPEI-AD– tiene ahora otro sentido. Si alguna crítica se le puede hacer al doctor Lusinchi es haber cometido el acto de adolescencia de prometernos que con él íbamos a vivir mejor. La época de los ofertones ha comenzado a declinar, porque el país demanda del Gobierno una mejor y más lúcida explicación de lo que está haciendo. Ningún Gobierno es exitoso. El poder conduce a la desilusión en las sociedades primitivas. ¿No se desilusionó el país de Pérez a pesar de su espectáculo, a pesar del “pleno empleo”? Creo firmemente que los venezolanos hemos comenzado a salir de esa estupidez mediante la cual concebimos al Presidente como un señor que arregla problemas por obra del Espíritu Santo. Un Presidente no es un ser definitivo. Gómez era definitivo. Franco, en España, fue definitivo. Pérez Jiménez fue definitivo. Fidel Castro es lo más definitivo que existe. Pero se trata de dictadores, de gobiernos sometidos al sello personal, dramático diría yo, del gobernante. Son hombres que se extienden en el tiempo y sus gobiernos terminan por ser “épocas”. Nadie puede hablar del Gobierno de Fidel Castro en Cuba. En todo caso hablará de la “era” de Fidel Castro en Cuba. Pero un presidente quinquenal no es un caudillo. Y si la Constitución venezolana prohíbe drásticamente la reelección del mandatario, tú me dirás qué clase de caudillo puede ser ese. Pero en Venezuela le atribuimos al presidente características de caudillo; es decir, de hombre capaz de crear “eras”. Yo personalmente detesto los caudillos y no me gusta vivir “eras”. A veces creo que es absurdo que los venezolanos no podamos reelegir al presidente, porque, desde luego, en cinco años, es idiota prometer un “cambio”. Pero esto forma parte del pánico que inspira en Venezuela la figura del Presidente. Cinco años y salimos de él, como exclamando: ¡uf!
¿Realmente el venezolano se ha dado cuenta de la necesidad de reformar el Estado o ha sido una reforma impuesta?
El país se atascó. Eso es un hecho. El país está saturado de vicios que provienen del Estado. Probablemente lo que sucede es que resulta muy difícil en Venezuela percibir la noción del Estado. En Venezuela hay Gobierno… y de vaina. El Gobierno es el primer agresor del Estado. Cada cinco años, el Gobierno se enfurece contra el Estado, descabeza funcionarios, liquida planes, desvía presupuestos, liquida proyectos, quema documentos, cambia los membretes; es decir, destroza una mínima continuidad administrativa. El Presidente irrumpe en Miraflores prometiendo un país nuevo, como las promociones de detergentes. Pero en el fondo, los detergentes no son nuevos. Los detergentes son más o menos lo mismo y sus posibilidades de cambio pertenecen al mundo de los detalles. El Gobierno se publicita a sí mismo como “nuevo”, “audaz”, “definitivo”, “otra cosa”, “de aquí en adelante”, pero las relaciones de poder, las relaciones institucionales con la ctv, con Fedecámaras, con los bancos, con el Ejército, con el clero, con los maestros, etcétera, son más o menos la misma cosa. Entonces, ¿por qué, en lugar de proclamar novedad, no proclamamos efectividad? La noción de reforma del Estado, que en el fondo no es más que una más sana y efectiva distribución del poder, atenta contra ese principio jabonero de nuestros gobiernos. Hace poco el doctor Humberto Celli argumentaba en televisión contra la proposición de que los gobernantes fuesen elegidos mediante una votación directa. El Celli se preguntaba por el desastre que eso significaría. ¡Un gobernante del estado Aragua enfrentado al Presidente de la República! ¡Qué horror! ¡Qué caos! ¡Qué desorden! Si ahora cuesta meter a los gobernantes en cintura, ¡imagínense cómo sería eso! Pero lo que no dice el doctor Celli es que el sistema actual ha creado una gran frustración en la provincia. Lo que no dice el doctor Celli es que nuestra provincia se ha hecho más sólida culturalmente hablando, más autónoma en la vida cotidiana y que esa fórmula del gobernador elegido “a dedo” por el Presidente de la República amenaza el desarrollo del país. La presencia de ese policía central que es el Gobierno, ese policía que desde un alto faro vigila el territorio nacional, ha comenzado a resultar intolerable. Porque en el fondo es un policía que vigila mal, un policía equivocado, mofletudo, carente de reflejos, achacoso. Es el “supremo autor” según la letra de nuestro himno. El “supremo autor” que vigila desde el “Empíreo”. Volvemos a la comedia del Estado. Hay que engañar al Gordo. La expresión circunstancial del Estado, que es el Gobierno, es la de un cretino al que debes engañar si quieres sobrevivir. Vas a pedirle algo y jamás podrás decir la verdad. Estás obligado a la mentira. Tienes que convertirte en un experto en el uso de palabras clave. Tienes que otear en el horizonte y percibir que hoy el Gobierno está interesado, qué sé yo, en las instituciones pedagógicas populares. Entonces tú quieres escribir un ensayo, qué sé yo, sobre Teresa de la Parra, y deseas que el Gobierno te patrocine esa investigación. Tienes que mentir. Tienes que decir que el ensayo sobre Teresa de la Parra se compadece perfectamente con la política de desarrollo de las instituciones pedagógicas de la cultura popular. Aquello no pega ni con cola. Tu ensayo es elitesco, no va más allá de treinta interesados, pero tú mientes y estafas al Gordo. Los documentos públicos, las cartas de peticiones, son en Venezuela una gran picaresca que ríete del Lazarillo de Tormes. Pero esta comedia no es potestad del Gobierno. Es también un modo de ser de la oposición. La oposición en nuestro país es ridículamente pavloviana. Oposición en Venezuela es decir lo contrario de lo que dice el gobierno. Esto es blanco, dice Lusinchi. Esto es negro, contesta Fernández. Esto es verdad, dice Lusinchi. Esto es mentira, dice Fernández. Nada hay en este mundo más previsible que un discurso de la oposición. Un discurso de la oposición es un “casette” previamente grabado. Se trata de una oposición “programada” como una Apple II. Lusinchi comete el dislate de decir que con su Gobierno se va a vivir mejor, porque me da la gana, y la oposición lo espera en la bajadita, en la bajadita inevitable. Los candidatos le presentan al país un “plan de gobierno”, por allí, cuando la campaña está concluyendo, y todos sabemos que eso no es más que un “saludo a la bandera”. En mi actividad que se refiere al teatro, los planes de gobierno consisten casi siempre en decir que se va a estimular la cultura, que se va a hacer más popular la cultura y, desde luego, que se va a afirmar la identidad cultural del venezolano. ¿Cómo? Ah, no sé. La oposición aguarda en la bajadita. Pasan tres años y, naturalmente, ni se desarrolló la cultura, ni se popularizó la cultura, ni se encontró por ninguna parte la identidad nacional. Entonces, la oposición sale de su escondite y grita: “¡Fracaso!” “¡Fracaso!” ¡Por Dios! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo le permitimos al Presidente de la República que sea triturado por ese implacable mecanismo? ¿Hasta cuándo le vamos a permitir a la oposición ese ritual canónico, inexorable, que le impide hacer verdadera política?
¿Hasta cuándo la clase política está dispuesta a fracasar?
Esa es una gran pregunta. ¿No será que al país le hace falta un nuevo liderazgo? ¿No será que debemos permitirle a ad y a Copei un buen descanso, unos cuantos años de recogimiento y meditación en algún claustro? Tal vez ni siquiera sean malos partidos. Pero, ¿por qué no los mandamos a las duchas, para ver si se refrescan, para ver si leen, si aprenden otro vocabulario? Son partidos que carecen de objetividad. Son demasiados protagonistas. Pero hasta Laurence Olivier cansa, si lo ves siempre en la misma cartelera.
Eso es utópico.
Pero al mismo tiempo inevitable. AD y Copei están viciados. Y, lo que es peor, en sus vicios han arrastrado a los otros partidos. Arrastraron al mas, por ejemplo. El mas, al insertarse en ese ritual político, en calidad de actores de reparto, perdió su razón de ser. No hablo, por Dios, de fusiles; no tengo la menor nostalgia por los fusiles. Los fusiles siguen siendo tan estúpidos como en 1963. Pero sí hablo de otra política. Estoy harto de que el mas baile al son que le tocan ad y Copei. ¿Qué le promete ese partido al país? Hoy en día, nada. Hace unos años tampoco prometía nada, pero estábamos en vías de prometer algo. Y ya eso es bastante. Hoy en día, apenas podemos prometer ser…“mejores”. ¿Pero quién le creó eso al mas? ¿Qué significa que el mas sea “mejor” que esto? ¿Qué es ser mejor? De nuevo el esquema, la forma, la reflexión que nace y muere en el seno del partido político se impone sobre lo que debería ser real. De nuevo el político aturdido por su propio mecanismo pierde la noción de sus funciones reales en esta sociedad. El desesperado esfuerzo del actual mas es: “¡Tómenme en serio! ¡Yo soy tan serio como el doctor Gonzalo Barrios! ¡Yo no soy aquel loquito que proponía fantasías! ¡Yo cambié!” Es decir, yo me parezco a mis adversarios, yo sé de juego, de elegancia, de fair play. ¿Cómo puede ser una alternativa, así?
¿Hacia dónde puede dirigirse una reforma del Estado?
¿Reformar qué? ¿Reformar en función de qué? Tenemos la sensación y, más que la sensación, las pruebas de que el Estado venezolano es impráctico. Y hemos formulado la necesidad de una reforma del Estado. Sabemos que el Estado es ineficaz y que su estructura provoca en él un movimiento de paquidermo. Sabemos, por ejemplo, que existe una permisología aterradora, casi soviética, que impide un mejor desarrollo de la industria de la construcción. El elefante se ha convertido en un carcamal pesadísimo e insoportable y, por lo tanto, son urgentes una serie de reformas prácticas dictadas casi por el sentido común. Es posible, entonces, que estas medidas de carácter inmediato, mínimamente pragmáticas, tengan lugar en estos próximos meses. Pero ellas no deben confundirnos. El problema sigue siendo el mismo. ¿Para qué vamos a reformar el Estado? ¿Qué queremos lograr con esa reforma? ¿Cuál es la proposición? ¿Qué es lo que entendemos por Estado aparte de la solemnidad principista? Un organismo existe en la medida que cumple una función y persigue unos objetivos. Se supone que el objetivo del Estado es el progreso efectivo, real, coherente, práctico de la sociedad, tal como el reglamento del hotel a que hice referencia. Cuando estudié Derecho en la ucv, mi profesor de Derecho Constitucional decía que toda la armazón jurídica de una nación perseguía como objetivo una cosa llamada “el bien común”. Está bien. Pero, ¿qué diablos es el “bien común”? ¿La felicidad humana? ¿El bienestar humano? ¿La dignidad humana? ¿La justicia humana? El Estado, al igual que el hombre, vive prisionero de prejuicios, de verdades generales, de cosas que parecen ciertas o que el uso ha convertido en “ciertas”. Se supone que debemos “progresar”, pero nadie nos dice qué se entiende por progreso. ¿Más cemento? ¿Más árboles? ¿Más automóviles? ¿Más calles destinadas a que los ciudadanos caminen y oigan el piar de los pajaritos? ¿A qué nos debemos parecer los venezolanos? ¿A la vida del estado de Texas? Ojo, no califico, simplemente me hago esa pregunta. Porque, de repente, para algunos, progreso puede ser que vivamos como los pemones. Y para otros, progreso es chimenea, contaminación y cabillas. Todos estamos de acuerdo en que Venezuela debe fortalecer su agricultura. Jamás he conocido un venezolano que diga: “Al diablo la agricultura, abajo la cosecha de arroz”. Supongamos entonces que el Gobierno decide, como evidentemente es el caso del Gobierno actual, aumentar la productividad del campo y reformar leyes, ordenanzas, códigos, procedimientos que tengan que ver con la productividad en el campo. Eso, aparentemente, sería estupendo. Pero, ¿alguna vez nos hemos preguntado cómo vive un agricultor venezolano? ¿Qué necesita ese ser humano que recoge una cosecha de plátanos? ¿Dinero? ¿Más dinero? Pero, ¿dinero para qué? ¿No necesitará, por ejemplo, ese hombre un teatro donde ver maravillas del arte? ¿No necesitará, por ejemplo, una televisión regional, capaz de confrontarlo consigo mismo? ¿No aumentaría la productividad del campo si el hombre que lo trabaja está orgulloso, verdaderamente orgulloso, del lugar donde vive? ¿No aumentará esa productividad si el hijo del campesino puede encontrar una sólida librería, un sólido cine de arte, una programación musical y otras tantas dignidades? ¿No soy mejor agricultor si mi hijo puede graduarse de filósofo en la universidad cercana? Se dirá: “¡Qué idealismo!” Pero es que la vida de un hombre, de un ciudadano, no puede medirse en términos de productividad. No solo es cosechar tomates. Es ¿para qué cosecho tomates? He citado goces del arte y del pensamiento pero puedo hablar también de un buen restaurant, de una desconcertante discoteca para bailar, de un circo que me visita, de un recital de El Puma cerca de mi siembra de tomates, de una conferencia de Ramón J. Velásquez en la casa de cultura de mi comunidad. No de miserias culturales que es a lo que estamos acostumbrados. No de migajas que la capital desparrama sobre la provincia. Hablo de vida pletórica. De posibilidades auténticas. De incorporación de todos los hombres de este país a las mejores oportunidades. La calidad debería ser una consecuencia de la cantidad. Pero en nuestro país la cantidad es el único logro.
Tal vez la reforma más importante sería dotar al Estado de un conjunto de políticas coherentes, que eviten los movimientos espasmódicos, erráticos y convulsionados, y que son los que explican la ausencia de continuidad en los planes. ¿Cuál sería una política coherente en el campo de la cultura?
La política cultural del Estado venezolano es una política de mecenazgo. Desgraciadamente, no aparece Lorenzo de Medicis por ninguna parte, tal vez porque al mecenas le falta buen gusto, le falta contemporaneidad. Pero, en todo caso, la posición del artista venezolano es la de la mendicidad. El Estado se limita a distribuir un presupuesto, irritante las más de las veces, entre las instrucciones culturales. Toma esto. Toma esto. Toma esto… y sigue en tu vida. Te beco, te financio, te ayudo, te doy. Pero el Estado venezolano no hace prácticamente nada por crear las estructuras mínimas donde pueda desenvolverse la cultura en cualquiera de sus expresiones. Por ejemplo, se ayuda al teatro, en el sentido de que se dan unos reales o unos realitos a los grupos teatrales. Pero el Estado es incapaz de organizar y cuidar y estructurar hacia un concepto de rentabilidad mínima las salas de teatro que existen en el país. Es como darle dinero a un señor para que cultive tomates y después desentenderme de dónde demonios va a vender ese señor esos tomates. ¡Es que el tomate sirve para comerlo! ¿Qué hago yo con unos tomates en unos huacales o en un depósito? Yo quiero comerme esos tomates. Yo quiero ver, oír y tocar las manifestaciones de cultura. Yo quiero que Zhandra Rodríguez se gane su dinero, mientras más, mejor, bailando para la gente y no para una élite ilustrada. Y lo quiero porque seguro que Zhandra Rodríguez se convierte en una empresaria, se autofinancia, se muestra como un ser real, y como un artículo de lujo más o menos prescindible. Entonces, que sobrevivan los mejores, como pasa en todas partes del mundo. En todas partes del mundo civilizado hay artistas profesionales y hay artistas aficionados. Los aficionados hacen rifas, tómbolas, colectas y reciben alguna ayuda comunal para presentar sus espectáculos de aficionados. Los profesionales generan dinero y no hacen rifas. ¿Que el proceso es gradual? Sí, es gradual. ¿Pero cuándo lo vamos a poner en marcha? A mí no me importa que ocurra en el año 2150. Lo importante es que ocurra y ahora hay que sembrarlo. Esa magnanimidad del Estado con la cultura es letal porque, repito, son unos Lorenzos de Medicis tacaños y de horroroso gusto. La actividad cultural en Venezuela es apenas una mala conciencia de nuestros gobernantes. Y si no, fíjate en el gobernador del estado Miranda, que de un plumazo canceló del presupuesto regional la partida cultural. ¿Por qué no cancela la de papel toilette? ¿Por qué no se cancela la partida de “clips”? ¿Por qué le es tan fácil cancelar la cultura?
¿Cuál es la tarea del ciudadano común?
La gran pelea es asumir la democracia. Sincerarla. Hay que enseñarle al Presidente de la República a que sea realmente demócrata. Nadie, en esta tarea, tiene derecho a colocarse en la acera de enfrente. No ha llegado la hora del outsider. Es importante elevar la discusión. Es importante que los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y que los demócrata-cristianos piensen y actúen como demócrata-cristianos. Un cierto cinismo se ha apoderado de nuestros partidos. A veces el cinismo se disfraza de resignación. Es así. Tiene que ser así. Tengo la obligación, como intelectual, como artista o como lo qué diablos sea yo, de tomarme en serio a los hombres que hacen política en Venezuela. Muchos de ellos han dado lo mejor de sí mismos en esa actividad. Por lo tanto, vale la pena reclamar inconsecuencias. Un día, Miguel Otero Silva me ofreció una columna en el cuerpo C de El Nacional. Entonces pensé: “José Ignacio, tienes cuarenta y ocho años, ¿cuándo carajo vas a decir lo que piensas?”
Luis García Mora, Ramón Hernández, Trino Márquez, Víctor Suárez
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