La historia, la docencia y sus peligros (a propósito de Samuel Paty)

Francois Mori | Pool | AFP

29/10/2020

La decapitación de Samuel Paty nos ha confirmado, con toda la fuerza de su horror y de su violencia, que la historia nunca es inocente y que su enseñanza siempre es política. La idea de que se puede discurrir libremente sobre cualquier tema, de que las conclusiones incómodas no generan enconos irremediables, de que formar ciudadanos para la democracia y la libertad es una decisión obvia, queda desmentida por el homicida que aguardó al profesor a las afueras de su liceo, le pagó unos denarios a un par de Judas para que lo identificaran, lo sorprendió con varias puñaladas y finalmente lo decapitó. Síntoma de un mundo en el que la libertad está siendo acosada por todas partes y la religión ha vuelto al centro de la política (y con eso hablamos de los fundamentalistas religiosos y de los otros que queman iglesias en Chile), es mucho lo que este acto de terrorismo puede decirnos. En las siguientes líneas hablaré de lo que significa para quienes nos dedicamos a enseñar, sobre todo en ese campo minado que es la historia.

Los educadores estamos en la primera línea de fuego de todas las history wars. Cada vez que las sociedades se encienden con debates sobre su pasado (cosa que ocurre con mucha más frecuencia de lo que suele pensarse), el maestro es el más expuesto. A diferencia de los políticos, los académicos universitarios o los periodistas, el maestro tiene contacto directo con gente que generalmente no se ocupa de la historia, pero que en un momento dado puede tener posturas vehementes ante ella. Son personas que muy difícilmente participarían en un evento académico o tuvieran la oportunidad de confrontar directamente a un político, pero que sí pueden mandar una carta quejándose en la escuela (o toda una arremetida en las redes, como ocurrió con Samuel Paty). Además, a diferencia de los otros que tienden a involucrarse en estas polémicas, el maestro se caracteriza por contar bastante menos poder, o a veces ninguno. De allí que se le apunte antes que a nadie. Por supuesto, eso no significa que no se le apunte a otros. El caso de Paty tiene un antecedente que no se puede eludir: recordemos que la caricatura aparecida en Charlie Hebdo que usó en clase y desató las furias de algunos representantes, ya motivó un ataque terrorista a la publicación en 2015, con saldo de doce muertos. Las víctimas de la intolerancia son muchas, pero cuando se trata de debates por la memoria, los maestros están mucho más al alcance de los disgustados. Incluso podría decirse que están más indefensos. 

La lista de casos es lamentablemente larga. Desde de los maestros rurales a los que los cristeros en la década de 1920 les cortaban las orejas en México, hasta el “Monkey Trial”, juicio que en 1925 se le siguió a John Scopes por enseñar las teorías de Darwin en una secundaria en Tennessee, son muchos los que se pueden citar (por cierto, después del famoso “Monkey Trial”, como se llamó al escándalo, Scopes fue contratado por la Gulf Oil Corporation y se vino a trabajar a Maracaibo por un tiempo). Pero no deja de inquietar un aspecto: entre el crimen cometido con Paty y los cristeros ha pasado un siglo. Eso demuestra hasta qué punto lo que subyace en ellos sigue con plena vigencia o, peor, incluso la ha recuperado después de un tiempo en retirada: la libertad contra la intolerancia religiosa. Los cristeros consideraban a los maestros rurales enemigos de Dios, dentro del marco global de la Revolución Mexicana y sus enfrentamientos con la Iglesia; los vecinos de Dyton, Tennessee, opinaban lo mismo del joven profesor Scope. Y eso fue lo que desató las furias de algunos representantes, haciéndole un verdadero bullying político, hasta que al final alguien más resuelto decidió tomar el asunto en sus manos…

Las history wars no son asuntos de diletantes. Son asuntos de comisiones de la verdad, de tribunales, de debates políticos e ideológicos, de juegos de poder. La enseñanza de la historia siempre termina teniendo un costado político porque conduce a dos consecuencias políticas muy claras: cuando explica cómo y por qué llegamos adonde estamos (o en todo caso ayudar a explicarlo), eso se usa para legitimar (o no) un orden de cosas dado; y cuando revisa las acciones de las personas en el pasado y sus consecuencias, crea referencias que ayudan a la educación moral de los ciudadanos. No es lo que los historiadores en general deseamos y, de hecho, la mayor parte desaprobaría espantada esta situación. Los peligros han sido muchos. Cuando los hechos no avalan ciertos valores y regímenes (la revolución, el comunismo, el nacionalismo, ciertas religiones, ciertas ideas raciales y un largo etcétera), el poder tiende a simplemente mentir y a perseguir a quienes piensen distinto. Las consecuencias de las historias militantes fueron tan nefastas como lo es cualquier cosa que ajuste la realidad a la ideología, y no al revés. De modo que hablamos de un cuchillo de doble filo, que en uno de sus lados puede ser funesto. Si es una que aboga por la libertad, como lo que hizo Palty, o si es la que en algunas (que no en todas) madrasas de Afganistán produjo al movimiento talibán, palabra que al cabo, y muy significativamente, quiere decir estudiantes.

 Scope al cabo vivía en un régimen de libertades y con respeto al Estado de Derecho, pudo defenderse en un tribunal, llegar a una sentencia bastante más suave de la que proponían sus acusadores, irse a un buen destino a Maracaibo, regresar a su país y continuar una carrera en el mundo petrolero. Pero en otros casos, la suerte de los involucrados se parece más a la de Paty. El papel político de la historia ha sido especialmente claro en Venezuela desde 1999. Lo que se evalúe de los cuarenta años anteriores, le da (o no) justificación al proyecto que lideró Hugo Chávez, y que después de un tiempo se decantó en el socialismo bolivariano. Si el sistema de Puntofijo fue un largo desastre, entrega al imperialismo, engaño y pobreza, Chávez aparece como un salvador. Si, por el contrario, el sistema de Puntofijo tuvo logros sociales y materiales notables, fue el período de mayor estabilidad y libertad de la historia republicana, que sale ganando con cualquier indicador con el que se le compare con el chavismo, Chávez queda bastante peor. Las implicaciones inmediatas para el pensamiento político de los ciudadanos son evidentes. No es que la nueva Historia Oficial (como se llama al discurso legitimador del Estado) desatienda aspectos como la conquista, vista como un genocidio de los pueblos originales sin nada bueno que rescatar; o, naturalmente, la independencia, con toda la reconfiguración del Culto a Bolívar que se ha impulsado, pero es cuando nos vamos acercando a nuestro presente que el esfuerzo por lo ideológico se hace más patente.

Los libros de la Colección Bicentenario, editados por el Estado y repartidos gratuitamente en las escuelas y liceos, son muy claros al respecto en el área de Historia: si al hablar de la conquista, la colonia y la independencia, lo político encuentra algunos matices, al llegar a la “democracia representativa” es completamente desembozado. Aquello, en los libros de la colección, fue sólo un terrible prólogo, que se remata en muy pocas páginas, para el advenimiento salvífico de la “democracia participativa”. De 1958 a 1999 se rescata, acaso, a la guerrilla. Todo lo demás es susceptible de ser desechado, lo que no deja de guardar coherencia con lo que pasó con las cosas edificadas en el período, de PDVSA para abajo. Aquello pudiera parecer una manipulación burda, pero está dando resultado: hay una generación de venezolanos que habla de “democracia representativa”, con el tono más o menos peyorativo que se usa en los manuales, para referirse a la de 1958 a 1999. Incluso lo hacen algunos jóvenes dirigentes para defenderla. No es extraño encontrar jóvenes que quedan perplejos cuando oyen que no fue Chávez el que nacionalizó el petróleo. En muchos casos, esa imagen extremadamente negativa del puntofijismo ha ayudado a cimentar el pensamiento antidemocrático, aunque no de izquierda: si lo actual es malo y lo anterior lo ha sido, entonces hay que ir hasta Pérez Jiménez para hallar algo que valga la pena. Podrá sorprender a muchos la cantidad de universitarios que piensan así.

Es una prueba de por qué los educadores somos los que estamos en la primera línea de los debates de la memoria, de por qué es tan importante y puede generar tanta pasión lo que digamos en clase, de las razones que llevan a tanta gente querer controlarnos. Los educadores ponemos la base sobre la que se construye todo lo demás. La mayoría de las personas no acude en su vida a otra información histórica que la recibida en la escuela. Puede recordarla como inútil o muy aburrida, pero pocas veces la cuestiona. Se convierte en la verdad sobre la que construye muchas de sus decisiones, por ejemplo frente a los valores políticos o la legitimidad de un sistema. 

Es lamentable que no siempre los profesores de historia tengamos plena conciencia de esto. Eso nos lleva a ser muy ligeros en ocasiones, a prestarnos sin darnos cuenta a manipulaciones, a ser instrumento de objetivos que no vemos. Nuestra formación ayuda poco: los que nos formamos en escuelas de educación o en los pedagógicos, tendemos a tener poco conocimiento de los problemas teóricos y metodológicos de fondo en el área de la historia; y los que se forman sólo en historia, por lo general no tienen ningún conocimiento de cuestiones básicas de filosofía de la educación, currículo o legislación escolar. Es en la intersección de esos dos ámbitos, el de qué es y para qué se estudia la historia, y el de por qué ella es importante para formar un ciudadano (o más aún: qué clase de ciudadano se quiere formar). Aquellas clases, que en su momento me parecieron algo tediosas, en las que estudiamos en el Pedagógico de Caracas todo el enramado legal de la enseñanza de la historia en Venezuela, han demostrado ser mucho más útiles de lo que jamás me imaginé. La enseñanza de la historia es probablemente la única que tiene legislación ad hoc, algunas promulgadas en la época de Guzmán Blanco, y que abarcan desde la forma en la que es legal hablar de Simón Bolívar en clase, hasta la nacionalidad del profesor. 

Que el martirio de Paty sirva al menos para hacernos reaccionar. No, no es obvio, como a lo mejor pensó el mártir, formar para la libertad y la democracia. Hacerlo es una postura política. Responde a una idea de cuáles son los fines de la educación y del tipo de ciudadano y de sociedad que se quieren construir. Y eso suele estar rigurosamente reglamentado y supervisado. Todos los Estados saben lo que está en juego en las aulas de clase y sobre todo en los manuales de historia. En Francia, abanderada de la libertad y donde el Estado garantiza sus principios, un puñado de individuos decidieron censurarlos por su cuenta, como lo hicieron los campesinos cristeros con los maestros rurales en México hace un siglo. En Venezuela, es el Estado el que de ex profeso se ha propuesto destruir el orden burgués (liberal). Y en esas tensiones entre la historia y la libertad, los educadores siempre estamos en la mitad. Es un papel, cuando la apuesta es la libertad, que nos enaltece, pero que siempre acarrea sus peligros. Samuel Paty nos lo ha recordado con la violencia del filo que lo degolló y del golpe que la noticia generó en todos nosotros. Sirvan estas líneas como un pequeño reconocimiento en honor a su memoria, y como la ratificación de seguir luchando en la educación por la libertad.


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