Perspectivas

El caracazo continuo

02/03/2024

El Caracazo, 27 de febrero de 1989 | Gerónimo Figueroa ©ArchivoFotografíaUrbana

Treinta y cinco años

El pasado 27 de febrero, a propósito del treinta y cinco aniversario de los sucesos que han hecho referencial a la fecha, Juan Carlos Méndez Guédez posteó en la plataforma X:

“Mucha gente tienen absoluta claridad sobre lo que fue el Caracazo.

A mí no me lo contaron, no lo leí; no lo vi en la tele.

Yo estaba allí, en el suelo, escuchando pasar balas por las refriegas entre saqueadores y militares.

Por eso no estoy tan seguro de lo que pasó. Yo estaba ahí.”

Cada línea del post resume una dimensión –y una muy importante- de cómo los venezolanos nos relacionamos con aquel hecho. Incluso, si lo extrapolamos a términos más amplios, la llamada de atención en realidad con cualquier suceso histórico: lo mismo, descontando lo del televisor, podría haberlo dicho un testigo de la batalla de Carabobo o del Reventón del Barroso. Primero, que todas las explicaciones absolutas son de temer. Resultan simplificaciones que en realidad falsean la dimensión de lo que pasó, lo que quiera que sea que haya sido, y muchas veces lo hacen con el objetivo deliberado de manipular. Segundo, una gran parte de los venezolanos no fue testigo directa de aquello. O porque no ocurrió nada donde estaban, como en las urbanizaciones de clase media, las poblaciones rurales y gran parte de las ciudades pequeñas e intermedias. O porque, a treinta y cinco años, nacieron después. Tercero, donde Juan Carlos da el giro definitivo al verdadero microrrelato que es su post, porque el hecho de haber estado en medio de la refriega no significa, ni remotamente, que se pueda tener una idea clara de todo lo que estaba pasando. En muchas ocasiones, es justamente al contrario.

Yo fui de los que vi los saqueos por televisión. Lo que sé, es producto de lecturas en la prensa y en libros, o de lo que he oído acá y allá por especialistas o testigos. Tampoco estoy seguro de lo que pasó. Y aunque este treinta y cinco aniversario demostró que ya es algo que inquieta poco a los venezolanos, vale la pena revisar al menos las principales explicaciones (esas absolutas, de las que nos previene Juan Carlos), comenzando con las que uno mismo se ha hecho, desde la propia vivencia. Una generación, o dos, de acuerdo a cómo se calculen las generaciones, crecida y nacida después del 27-F, puede verlo como un hecho histórico lejano. Además, las urgencias del día son tantas, que no parece haber tiempo para repasar las urgencias de tres décadas atrás. Al mismo tiempo, treinta y cinco años son suficientes como para que muchos de los testigos estén ya muertos, o muy viejos.

Pero el hecho es que el 27-F, o al menos sus principales componentes, siguen teniendo vigencia. Tal vez el día de hoy se combinen de una forma distinta, produciendo otros fenómenos, pero están allí, a veces intactos. Incluso, lo que los venezolanos expresamos con los saqueos ese día, lo seguimos haciendo, una y otra vez, por dos décadas, en una especie de 27-F continuado y con varias caras. ¿Cómo definirlo? Muchos lo han intentado, sin hallar una respuesta del todo concluyente. Uno en el que la sociedad que salió a saquear el 27-F logró casi todo lo que se propuso ese día. Pocas veces en la historia logra alcanzar todo lo que desea y, también, pocas veces los resultados de esos deseos han resultado tan catastróficos. Ha habido un Caracazo continuo. Por eso es tan importante meditarlo, porque pone el balón donde, autocomplacientes, los venezolanos siempre tratamos que no esté: en el examen de nuestras decisiones.

Vi por televisión el inicio de este Caracazo de tres décadas, pero del resto de sus fases, o de buena parte de ellas, sí puedo decir: he estado allí, por eso no estoy tan seguro de lo que pasó. Tal vez las siguientes líneas me ayuden –y también ayuden a otros- a alcanzar algunas respuestas.

Lo vi por la televisión

Comenzaré con el autoexamen. No viví aquellas jornadas como Méndez Guédez. Estaba en una zona de Caracas donde no hubo saqueo, por lo que me enteré por la televisión. Aquella tarde estaba camino al liceo (en el Gustavo Herrera había doble turno, pero a veces me tocaba ir sólo por la tarde), pero me encontré con la mamá de un compañero que me dijo que no había clases, que mejor me regresara a mi casa. Dudé, pero le hice caso. Mi hermana había vuelto de la escuela. Poco a poco la televisión comenzó a informar, para mi sorpresa, algo que nadie tenía con qué comparar. La única con una referencia fue mi bisabuela, que días después, cuando la vimos, dijo: “esto es la guerra, Ustedes no saben lo que es eso”. Ella había nacido en 1902, y tenía memoria de las guerras civiles y de los saqueos, aunque toda su vida había sido en paz.

Pero volvamos al 27-F. Mi mamá llegaba del trabajo al final de la tarde. Por la radio oía cosas cada vez más impresionantes (me pegué a Fe y Alegría, especialmente beligerante, cosa que después se me enteré hizo muchísima gente). Era un época en la que los celulares eran cosa de millonarios y yo, preocupado, pasé el par de horas más largas de mi vida. Al llegar, le comenté lo de los disturbios, que ella no había visto, y aún me acuerdo de su cara de sorpresa. Tal vez si le hubiera dicho que los marcianos nos invadían, no se hubiera sorprendido tanto. Aunque, como contaré más abajo, esa sorpresa rápidamente se convirtió en ese dato que, de un golpe, organizan en la cabeza un montón de señales sobre algo que teníamos allí, sin saber cómo definir.

No pasaron más cosas por mi casa. Los militares fueron recibidos como héroes, cosa que ocurrió mucho más de lo que se reconoce hoy, incluso ante el dato, contundente, de que los venezolanos votaron mayoritariamente por muchos ellos en 1998. El rasgo más distintivo fueron las colas para comprar en el automercado. Fueron llamativas por su tamaño, pero no algo completamente nuevo. También hay que recordar que, gracias a las políticas de regulaciones de Jaime Lusinchi, aprendimos a hacer colas en los ochentas. Era para productos puntuales y subsidiados, como las caraotas, la harina pan, el arroz, aunque, que me acuerde, no todo al mismo tiempo. Mi experiencia fue muy afortunada, sobre todo cuando uno oye casos como el de Juan Carlos, en el suelo oyendo silbar las balas; o el que me contó un colega, que siendo un niño vio a un muerto en la calle, imagen que aún lo conmueve; o un ex alumno, que contó en Facebook, también a propósito de los treinta y cinco años, que una bala entró por su ventana y aún nadie sabe con qué dio antes de que cayera, sin fuerzas, en su regazo. Y ninguna de estas anécdotas se compara con las de aquellos que perdieron familiares, que simplemente no volvieron a saber de ellos y los sospechan, con dolor, tal vez en alguna fosa común.

Como con todos los grandes hechos, todos nos recordamos de dónde estábamos cuando ocurrió (pensemos, por ejemplo, en los atentados de 2001 en Nueva York o de la muerte de Hugo Chávez), pero cada quien lo vivió desde su esquina: oyendo la radio en la casa, tirado en el suelo para evitar las balas, o corriendo en la calle donde lo sorprendieron los disturbios (a la mayor parte le pasó como a mi mamá: ya que los disturbios arrancaron cerca del mediodía, cuando las noticias de Guarenas comenzaron a rodar por Caracas, y no había redes sociales, en muchos sitios la gente siguió trabajando hasta las cinco de la tarde, para hallarse con la sorpresa de un desorden al tratar de regresar a su casa). Muchos estaban saqueando o disparando desde una tanqueta. Cada uno, por lo tanto, tiene una versión, muy parcial, moldeada por lo que vio, por cómo lo sintió o por las trampas de la memoria, que son tantas. Por eso, si somos honestos, debemos decir como Juan Carlos, que justo por estar allí no estamos muy seguros de lo que pasó. Por eso veamos qué han dicho los que se han encargado de recoger las piezas para hacer una imagen más clara.

¿Qué pasó?

Arranquemos con una explicación, tal vez de las más autocomplacientes: la que afirma que el 27-F fue el producto de una conspiración. Hasta donde tengo entendido, no hay evidencia sólida al respecto. Pero no porque no haya habido conspiraciones entonces. De eso sí abundan las pruebas, comenzando por la logia militar que se rebeló tres años más tarde y, al cabo de una década, estaba en el poder. Y sabemos que no era la única. También sabemos que muchas de esas conspiraciones trataron de montarse en la ola y, probablemente, lo lograron en varios puntos. Pero de allí a pensar que el hecho, en su conjunto, haya sido calculado y echado a andar con notable eficiencia, ya es otra cosa.

Otra explicación, la de una suerte de tormenta perfecta, en la que se combinaron muchas cosas a la vez, incluyendo la conspiración, parece tener más sentido. Sobre todo porque, como en una gran máquina en la que los controles no funcionan, el Estado no logró sofocar el incendio en ninguna de sus fases, hasta que al final se le fue de las manos. En su célebre trabajo Del viernes negro al referéndum revocatorio (2005), Margarita López Maya demuestra cómo, lo que comenzó con un disturbio por la subida del pasaje en Guarenas, se convirtió en un disturbio más grande en aquella ciudad satélite, devino en saqueos, de algún modo eso fue visto u oído en Caracas, alguien decidió replicarlo, se generó una especie de efecto de estampida que corrió como fuego por el centro de la ciudad y las zonas populares (Petare, Catia, El Valle, La Vega, etc) y nunca, en ningún momento, las autoridades pudieron contenerlo. Tal vez la sorpresa lo agarró completamente desprevenidos, sin nada para un caso como este. Pero las policías fueron rebasadas casi de inmediato. El vahído, ante las cámaras, del Ministro de Relaciones Interiores, Alejando “El Policía” Izaguirre, fue la representación perfecta de cómo estaba el Estado. El testigo tuvo que tomarlo el Ministro de Defensa, Ítalo del Valle Alliegro. Otra representación del paso de lo civil a lo militar que ocurrirá pronto en el país. Y al ejército, preparado para la guerra pero no para el orden público, sofocó el desorden a la fuerza.

¿Que los medios de comunicación también lo hicieron mal? Es un debate que hay enfrentar. Viendo a lo que apostaron muchos de los medios en la década de 1990, y comparándolo con lo que cosecharon después, podría decirse en la historia universal de quienes han lanzado un búmeran y después, sin poderlo controlar, son descabezados por él, los medios venezolanos tienen un capítulo importante. Pero por otro lado, el 27-F, ¿qué debían hacer? ¿Callarlo? Se informaba casi sin restricciones, por lo que empezaron a transmitir la que, de lejos, era la noticia del día. Pero con eso no sólo dieron cuenta de lo que ocurría a un angustiado Tomás Straka, rezando para que su mamá volviera pronto, sino que también generaron un efecto de demostración que muchos imitaron. A diferencia de mis vecinos que esperaban con ansias a los militares, en otras partes de la ciudad decidieron saquear también. Tal vez posesos por una especie de locura colectiva, es probable que muchos hayan salido de una especie de trance con televisores, pedazos de reses y cajas de zapato en sus casas, sin saber exactamente cómo todo aquello llegó allí.

¿Fue el 27-F una reacción contra el paquete neoliberal de Carlos Andrés Pérez? Sí y no. El paquete apenas había sido anunciado hacía un par de semanas. La subida del pasaje fue apenas una de sus primeras manifestaciones. Pero eso no significa que no haya tenido nada que ver. Tal vez el paquete en sí no haya generado aún ningún efecto, pero su anuncio sí lo hizo. Aceptando que todo lo anteriormente señalado actuó en el estallido social, hay un aspecto que, probablemente, pueda tenga mejores opciones para ser considerado en lo medular: la indignación. López Maya la llama exactamente sí en el libro citado. Los venezolanos estaban muy indignados, incluso más: estaban resentidos, en el sentido que Max Scheler desarrolló. Es decir, el de una población que siente que le han quitado cosas que se está convencida que se merece. Esa rabia se puede politizar muy fácilmente, sobre todo a través de la búsqueda de un vengador. ¿Y qué sentían los venezolanos que les habían quitado? Su prosperidad. Después de sesenta años de bienestar creciente gracias al petróleo y, muy importante, a políticas diseñadas para eso (hoy sabemos que el petróleo solo no basta), les tocaba enfrentar un proceso de empobrecimiento sistemático. En 1979 Venezuela era un país donde los pobres eran un 22% de la población. Es decir, un país de clase media, aunque entendida en términos muy amplios. Pero por algo llegaban inmigrantes de todas América Latina: lo que en Caracas parecían barrios pobres, en el contexto general era clase media, con posibilidad de viajar en vacaciones, comprar, aunque sea usado, un carro; tener televisión, un hospital más que razonable cerca y una escuela a la que mandar a los niños. En 1989 la pobreza ya era de alrededor del 65%. No puede esperarse que el número de pobres se triplique y eso no tenga efectos políticos.

Este empobrecimiento fue generado por muchos factores. Desde 1979 había tenido continuamente inflaciones de dos dígitos, y desde 1983 devaluaciones importantes. A eso se sumó la caída de los precios del petróleo en 1986. Jaime Lusinchi había logrado estabilizar la situación, y hasta lograr tasas de crecimiento de 6% y 8%, pero al costo de endeudamiento, controles de precios y cambios (de ahí las colas de los años ochenta), y sacrificio de las reservas. Terminó su mandato con una paradójica alta popularidad: la gente lo amaba, pero por otra parte decía que la situación estaba muy mal. También ayudaron los escándalos de corrupción. Tal vez fueron magnificados por los medios (nuevamente, ¿había una mejor noticia?), pero no eran de un todo infundados. Así, los venezolanos tenían una visión muy complaciente de las cosas: no es que no es verdad que somos tan ricos como creemos; tampoco que nosotros, el pueblo, tengamos, al menos en parte, algo de responsabilidad. Todo es culpa de los políticos, los corruptos. Ellos han robado al país y por eso somos pobres.

En este contexto, el candidato ideal debía ser alguien de su mismo partido, pero que pudiera enmendar las cosas. ¿Y cuál mejor que Carlos Andrés Pérez? Él, pensaba la población, habría de llevarnos a la prosperidad de la década de 1970. Pero CAP, como se le conocía por sus siglas, había entendido que el problema iba más allá de los corruptos, por muchos que fueran, o que se dijera que fueran. Tal vez su error fue no decirlo durante la campaña electoral. El hecho fue que el anuncio del paquete, con sus llamados a la austeridad, recortes, liberalización de cambio y de precios, y privatizaciones, fue un sacudimiento de decepción. El resentimiento creció con lo último que se le usurpó a los venezolanos: la ilusión. Habría que preguntarle a los que saquearon las razones de por qué lo hicieron. Lo más probable es que no sepan explicarlo. Como cuando hay una estampida, como cuando la masa se deja llevar por una emoción, como quien, por una tontería, por la gota que derrama el vaso, explota con su pareja o su compañero de trabajo. Pero lo visto en la televisión no fue más que un detonante. El combustible estaba allí, en el resentimiento. A favor de esta hipótesis está lo que la sociedad hizo en los siguientes años.

Cuídate de lo que deseas

Contrariamente de lo que pudiera pensarse, entre 1989 y, al menos, la década de 2010, la sociedad venezolana logró uno a uno sus objetivos. Por supuesto, en el camino un porcentaje alto comenzó a pensar distinto, y muchos, hay que admitir, siempre lo hicieron. Pero si pudiéramos viajar en una máquina del tiempo, volver a 1989, y decirle a los venezolanos de entonces lo que hemos logrado para 2024, quedarían fascinados con el panorama: sacamos del poder a los políticos corruptos, comenzando con el mismísimo Carlos Andrés Pérez; elegimos a un salvador/vengador; instauramos un sistema basado en el convencimiento de que el país es rico, que no hace falta un paquete, sino que basta con administrar las cosas sin los políticos corruptos; y tan pronto el petróleo volvió a permitírselo, alrededor de 2004, ese salvador nos volvió a dar bienestar, o algo que entendimos como tal. Muchos tienen dificultad en entender lo que el chavismo significó para un sector amplio, en realidad mayoritario, del país: unos años felices en los que, como demostró el Estudio de la Pobreza de la UCAB, los más pobres duplicaron su capacidad de consumo. Pero hay que tener cuidado con que estos deseos eran sólo de los más pobres. Básicamente se compartían a lo largo de toda la sociedad. La antipolítica era, sobre todo, un clamor de las clases medias y alta.

En definitiva, podrá decirse lo que sea, menos que los venezolanos no logramos lo que queríamos. Al menos la mayor parte de lo que queríamos. No, claro, lo que esperábamos conseguir con eso, pero así ocurre cuando se traza objetivos y se diseña una estrategia con base en un diagnóstico equivocado. Si todo eso que hicimos como sociedad era lo que queríamos en 1989, es obvio que los anuncios de CAP debían generar indignación. Que la rabia estaba a flor de piel, y el deseo de venganza sólo necesitaba un empujón. Unos días antes del 27-F, mi mamá tuvo que sacarse el certificado de salud. Si no recuerdo mal, fue en Lebrún, llegando a Petare. Comentó que el ambiente le inquietaba. La gente estaba con un pesar, de mal humor, no sabía cómo explicarlo. Aquella noche, ya todos en casa y sabiendo que nuestros familiares también lo estaban en las suyas, mi mamá recordó lo que vio en la oficina de Sanidad. “Es esto lo que estaba pasando”. La indignación, el resentimiento, la brasa que va por abajo.

¿Hay otras explicaciones? Por supuesto. Al repasar todos estos factores, como Juan Carlos Méndez Guédes desconfiamos de los que afirman tener plena claridad. Estábamos ahí y sólo estamos ensamblando piezas. Tenemos hipótesis, seguimos evidencias, ofrecemos alternativas. Pero no, no podemos decir que, en definitiva, alguien aún pueda decir redondamente qué fue lo que pasó. A penas que ocurrió todo lo que señalado y, con seguridad, muchas cosas más.

¿Qué pasó?

Arranquemos con una explicación, tal vez de las más autocomplacientes: la que afirma que el 27-F fue el producto de una conspiración. Hasta donde tengo entendido, no hay evidencia sólida al respecto. Pero no porque no haya habido conspiraciones entonces. De eso sí abundan las pruebas, comenzando por la logia militar que se rebeló tres años más tarde y, al cabo de una década, estaba en el poder. Y sabemos que no era la única. También sabemos que muchas de esas conspiraciones trataron de montarse en la ola y, probablemente, lo lograron en varios puntos. Pero de allí a pensar que el hecho, en su conjunto, haya sido calculado y echado a andar con notable eficiencia, ya es otra cosa.

Otra explicación, la de una suerte de tormenta perfecta, en la que se combinaron muchas cosas a la vez, incluyendo la conspiración, parece tener más sentido. Sobre todo porque, como en una gran máquina en la que los controles no funcionan, el Estado no logró sofocar el incendio en ninguna de sus fases, hasta que al final se le fue de las manos. En su célebre trabajo Del viernes negro al referéndum revocatorio (2005), Margarita López Maya demuestra cómo, lo que comenzó con un disturbio por la subida del pasaje en Guarenas, se convirtió en un disturbio más grande en aquella ciudad satélite, devino en saqueos, de algún modo eso fue visto u oído en Caracas, alguien decidió replicarlo, se generó una especie de efecto de estampida que corrió como fuego por el centro de la ciudad y las zonas populares (Petare, Catia, El Valle, La Vega, etc) y nunca, en ningún momento, las autoridades pudieron contenerlo. Tal vez la sorpresa lo agarró completamente desprevenidos, sin nada para un caso como este. Pero las policías fueron rebasadas casi de inmediato. El vahído, ante las cámaras, del Ministro de Relaciones Interiores, Alejando “El Policía” Izaguirre, fue la representación perfecta de cómo estaba el Estado. El testigo tuvo que tomarlo el Ministro de Defensa, Ítalo del Valle Alliegro. Otra representación del paso de lo civil a lo militar que ocurrirá pronto en el país. Y al ejército, preparado para la guerra pero no para el orden público, sofocó el desorden a la fuerza.

¿Que los medios de comunicación también lo hicieron mal? Es un debate que hay enfrentar. Viendo a lo que apostaron muchos de los medios en la década de 1990, y comparándolo con lo que cosecharon después, podría decirse en la historia universal de quienes han lanzado un búmeran y después, sin poderlo controlar, son descabezados por él, los medios venezolanos tienen un capítulo importante. Pero por otro lado, el 27-F, ¿qué debían hacer? ¿Callarlo? Se informaba casi sin restricciones, por lo que empezaron a transmitir la que, de lejos, era la noticia del día. Pero con eso no sólo dieron cuenta de lo que ocurría a un angustiado Tomás Straka, rezando para que su mamá volviera pronto, sino que también generaron un efecto de demostración que muchos imitaron. A diferencia de mis vecinos que esperaban con ansias a los militares, en otras partes de la ciudad decidieron saquear también. Tal vez posesos por una especie de locura colectiva, es probable que muchos hayan salido de una especie de trance con televisores, pedazos de reses y cajas de zapato en sus casas, sin saber exactamente cómo todo aquello llegó allí.

¿Fue el 27-F una reacción contra el paquete neoliberal de Carlos Andrés Pérez? Sí y no. El paquete apenas había sido anunciado hacía un par de semanas. La subida del pasaje fue apenas una de sus primeras manifestaciones. Pero eso no significa que no haya tenido nada que ver. Tal vez el paquete en sí no haya generado aún ningún efecto, pero su anuncio sí lo hizo. Aceptando que todo lo anteriormente señalado actuó en el estallido social, hay un aspecto que, probablemente, pueda tenga mejores opciones para ser considerado en lo medular: la indignación. López Maya la llama exactamente sí en el libro citado. Los venezolanos estaban muy indignados, incluso más: estaban resentidos, en el sentido que Max Scheler desarrolló. Es decir, el de una población que siente que le han quitado cosas que se está convencida que se merece. Esa rabia se puede politizar muy fácilmente, sobre todo a través de la búsqueda de un vengador. ¿Y qué sentían los venezolanos que les habían quitado? Su prosperidad. Después de sesenta años de bienestar creciente gracias al petróleo y, muy importante, a políticas diseñadas para eso (hoy sabemos que el petróleo solo no basta), les tocaba enfrentar un proceso de empobrecimiento sistemático. En 1979 Venezuela era un país donde los pobres eran un 22% de la población. Es decir, un país de clase media, aunque entendida en términos muy amplios. Pero por algo llegaban inmigrantes de todas América Latina: lo que en Caracas parecían barrios pobres, en el contexto general era clase media, con posibilidad de viajar en vacaciones, comprar, aunque sea usado, un carro; tener televisión, un hospital más que razonable cerca y una escuela a la que mandar a los niños. En 1989 la pobreza ya era de alrededor del 65%. No puede esperarse que el número de pobres se triplique y eso no tenga efectos políticos.

Este empobrecimiento fue generado por muchos factores. Desde 1979 había tenido continuamente inflaciones de dos dígitos, y desde 1983 devaluaciones importantes. A eso se sumó la caída de los precios del petróleo en 1986. Jaime Lusinchi había logrado estabilizar la situación, y hasta lograr tasas de crecimiento de 6% y 8%, pero al costo de endeudamiento, controles de precios y cambios (de ahí las colas de los años ochenta), y sacrificio de las reservas. Terminó su mandato con una paradójica alta popularidad: la gente lo amaba, pero por otra parte decía que la situación estaba muy mal. También ayudaron los escándalos de corrupción. Tal vez fueron magnificados por los medios (nuevamente, ¿había una mejor noticia?), pero no eran de un todo infundados. Así, los venezolanos tenían una visión muy complaciente de las cosas: no es que no es verdad que somos tan ricos como creemos; tampoco que nosotros, el pueblo, tengamos, al menos en parte, algo de responsabilidad. Todo es culpa de los políticos, los corruptos. Ellos han robado al país y por eso somos pobres.

En este contexto, el candidato ideal debía ser alguien de su mismo partido, pero que pudiera enmendar las cosas. ¿Y cuál mejor que Carlos Andrés Pérez? Él, pensaba la población, habría de llevarnos a la prosperidad de la década de 1970. Pero CAP, como se le conocía por sus siglas, había entendido que el problema iba más allá de los corruptos, por muchos que fueran, o que se dijera que fueran. Tal vez su error fue no decirlo durante la campaña electoral. El hecho fue que el anuncio del paquete, con sus llamados a la austeridad, recortes, liberalización de cambio y de precios, y privatizaciones, fue un sacudimiento de decepción. El resentimiento creció con lo último que se le usurpó a los venezolanos: la ilusión. Habría que preguntarle a los que saquearon las razones de por qué lo hicieron. Lo más probable es que no sepan explicarlo. Como cuando hay una estampida, como cuando la masa se deja llevar por una emoción, como quien, por una tontería, por la gota que derrama el vaso, explota con su pareja o su compañero de trabajo. Pero lo visto en la televisión no fue más que un detonante. El combustible estaba allí, en el resentimiento. A favor de esta hipótesis está lo que la sociedad hizo en los siguientes años.

«Angustia del Pueblo”. Av. Intercomunal del Valle, Caracas, 28 de febrero de 1989 | Tom Grillo ©Archivo Fotografía Urbana

Cuídate de lo que deseas

Contrariamente de lo que pudiera pensarse, entre 1989 y, al menos, la década de 2010, la sociedad venezolana logró uno a uno sus objetivos. Por supuesto, en el camino un porcentaje alto comenzó a pensar distinto, y muchos, hay que admitir, siempre lo hicieron. Pero si pudiéramos viajar en una máquina del tiempo, volver a 1989, y decirle a los venezolanos de entonces lo que hemos logrado para 2024, quedarían fascinados con el panorama: sacamos del poder a los políticos corruptos, comenzando con el mismísimo Carlos Andrés Pérez; elegimos a un salvador/vengador; instauramos un sistema basado en el convencimiento de que el país es rico, que no hace falta un paquete, sino que basta con administrar las cosas sin los políticos corruptos; y tan pronto el petróleo volvió a permitírselo, alrededor de 2004, ese salvador nos volvió a dar bienestar, o algo que entendimos como tal. Muchos tienen dificultad en entender lo que el chavismo significó para un sector amplio, en realidad mayoritario, del país: unos años felices en los que, como demostró el Estudio de la Pobreza de la UCAB, los más pobres duplicaron su capacidad de consumo. Pero hay que tener cuidado con que estos deseos eran sólo de los más pobres. Básicamente se compartían a lo largo de toda la sociedad. La antipolítica era, sobre todo, un clamor de las clases medias y alta.

En definitiva, podrá decirse lo que sea, menos que los venezolanos no logramos lo que queríamos. Al menos la mayor parte de lo que queríamos. No, claro, lo que esperábamos conseguir con eso, pero así ocurre cuando se traza objetivos y se diseña una estrategia con base en un diagnóstico equivocado. Si todo eso que hicimos como sociedad era lo que queríamos en 1989, es obvio que los anuncios de CAP debían generar indignación. Que la rabia estaba a flor de piel, y el deseo de venganza sólo necesitaba un empujón. Unos días antes del 27-F, mi mamá tuvo que sacarse el certificado de salud. Si no recuerdo mal, fue en Lebrún, llegando a Petare. Comentó que el ambiente le inquietaba. La gente estaba con un pesar, de mal humor, no sabía cómo explicarlo. Aquella noche, ya todos en casa y sabiendo que nuestros familiares también lo estaban en las suyas, mi mamá recordó lo que vio en la oficina de Sanidad. “Es esto lo que estaba pasando”. La indignación, el resentimiento, la brasa que va por abajo.

¿Hay otras explicaciones? Por supuesto. Al repasar todos estos factores, como Juan Carlos Méndez Guédes desconfiamos de los que afirman tener plena claridad. Estábamos ahí y sólo estamos ensamblando piezas. Tenemos hipótesis, seguimos evidencias, ofrecemos alternativas. Pero no, no podemos decir que, en definitiva, alguien aún pueda decir redondamente qué fue lo que pasó. A penas que ocurrió todo lo que señalado y, con seguridad, muchas cosas más.

 


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