Perspectivas

La crisis de la deuda y la estrategia del financiamiento concertado

24/02/2021

Si desea leer el primer artículo de esta serie de Carlos Hernández Delfino titulado «La crisis internacional de la deuda» haga click acá.

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Autopista Francisco Fajardo, sector El Rosal, circa 1980 / Autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

En la concepción de la estrategia internacional para enfrentar la crisis de la deuda, ocupaba lugar principal el riesgo de inestabilidad del sistema financiero internacional por la exposición de importantes bancos que registraban en sus balances elevados volúmenes de crédito a países altamente endeudados. Por esa causa la solvencia de esas instituciones resultaría seriamente comprometida en la eventualidad de una cesación general de pagos. Nótese que el saldo de los créditos a los países en vías de desarrollo en los nueve bancos de mayor escala en los EE. UU., era casi tres veces su capital a fines de 1982. Por otra parte, sostener indefinidamente la interrupción del financiamiento desde el mundo industrial hacia esos países, afectaría también los flujos comerciales y propiciaría una contracción global, particularmente agravada por la recesión que afectaba a la economía de los EE. UU. 

La estrategia adoptada en los inicios de la crisis de la deuda estuvo influida por el convencimiento, más o menos generalizado, de que se trataba de un problema de iliquidez temporal de los países endeudados, subsanable mediante la adopción de políticas consistentes con esa visión. Esa estrategia evolucionó, desde los acuerdos iniciales para atender la situación de México hasta la Iniciativa Brady, conforme a la acción concurrente de diversos factores, entre ellos, las políticas adoptadas a lo largo del proceso, no sólo en los países industrializados y en los organismos oficiales internacionales, sino también en las naciones altamente endeudadas, particularmente en Latinoamérica. 

El financiamiento concertado (1982-1985)

Fueron tres los componentes fundamentales de la estrategia diseñada entonces con base en la premisa fundamental de que se estaba en presencia de dificultades transitorias de liquidez. En primer término, México seguido de Argentina, Brasil, así como de los restantes países en similares condiciones, debían acometer programas de ajustes macroeconómicos que implicaban reducciones en el gasto de consumo y de inversión para disminuir el déficit que hasta el momento de la crisis se había financiado con un endeudamiento creciente. Estos programas estarían sujetos a la condicionalidad del Fondo Monetario Internacional (FMI) y, por tanto, a la supervisión y vigilancia de ese organismo. Segundo, nuevos flujos de financiamiento con características más flexibles al que se había acumulado hasta 1982, con el objeto de aliviar la situación surgida como consecuencia de la severa contracción de liquidez que siguió al anuncio de México. Y, por último, la reestructuración de la deuda en condiciones menos apremiantes que las previstas en los contratos originales, particularmente en términos de plazos. 

Se postulaba que los costos del ajuste serían al menos parcialmente moderados con la reestructuración de la deuda y la provisión de nuevos préstamos. La solución inicial para la crisis, fue diseñada –como hemos visto– bajo el supuesto de la esperada recuperación del crecimiento económico y del comercio mundial, al igual que las menores tasas de interés internacionales que prevalecerían al ser abatida la inflación. En ese contexto se formaron expectativas favorables de recuperación de la demanda y de los precios de los bienes exportados por los países latinoamericanos, que reducirían la carga de la deuda con respecto a las exportaciones. Con base en estos postulados se adoptó un enfoque individualizado “caso por caso” que tomó en consideración las peculiaridades propias de cada país y que prevaleció de allí en adelante. Se esperaba entonces que un programa con estas características propiciaría la estabilidad y el crecimiento de las naciones endeudadas que podrían, además, recuperar su capacidad de pago. El nuevo financiamiento ya no sería estrictamente voluntario, sino concertado. Esta distinción hace necesaria una aclaratoria. 

El financiamiento voluntario se refiere a la ausencia de factores extraños a la libre elección de los órganos directivos y gerenciales de los bancos comerciales para decidir, conforme a sus propias políticas e intereses, en el ambiente de regulación en el que operan, sí extienden o no crédito y en cuáles términos y condiciones estarían dispuestos a hacerlo, dadas las condiciones del mercado crediticio. Por su parte, los préstamos concertados resultan de la necesidad, tal como la percibían los gobiernos de los países industrializados y los organismos multilaterales ‒más allá de las preferencias individuales de los bancos‒ de continuar otorgando créditos a los países en dificultades para evitar la cesación de pagos que podría comprometer la estabilidad del sistema financiero internacional. Este enfoque planteaba conflictos en las instituciones bancarias entre el interés individual de no participar en los nuevos préstamos, por el riesgo asociado a países que no estaban en capacidad de cumplir con sus obligaciones, y el interés colectivo de mejorar la posición de los países deudores para evitar un incumplimiento generalizado que afectaría a todos los bancos. En un extremo del espectro de actitudes de la banca hacia el riesgo que representaban las naciones en crisis, se encontraban aquellos bancos que simplemente preferían eliminar de sus balances esos créditos, lo que no podía conciliarse con la provisión de nuevos fondos. 

De allí la necesidad de un acuerdo político y de un liderazgo que provocara la aceptación de la estrategia por parte de la banca, mediante la persuasión, la creación de incentivos adecuados y el ejercicio de presiones directas. El FMI asumió, en lo fundamental, ese rol en forma activa, a diferencia de su actuación anterior limitada al seguimiento de los programas que sirvieron de base al financiamiento de la banca a los países durante los años setenta y comienzos de los ochenta. En el nuevo enfoque, el FMI solo permitió el acceso de los países a sus recursos financieros, si los bancos extendían nuevos créditos en proporción al saldo insoluto de sus acreencias. Como resultado de estas políticas debía mejorar la expectativa de recuperación de los créditos. De esa forma, se estrecharon los vínculos de interdependencia entre el FMI y la banca internacional, al igual que se expandió la asistencia de esa institución a los países: entre 1980 y 1983, el uso de los recursos del FMI por parte de los países miembros aumentó casi cinco veces. Entre 1983 y 1984, 34 países suscribieron acuerdos Standby o de Facilidad Ampliada con el FMI. 

La diferente evolución de México, Argentina y Brasil, en el marco de la estrategia inicial (o estrategia convencional) para la deuda revela la definitiva influencia de factores políticos internos en estos países. Mientras México se desenvolvía en un ambiente democrático y políticamente estable, con un gobierno comprometido con los programas que adoptó, en Argentina y Brasil las dictaduras militares entraban en crisis, con un considerable desfase en la satisfacción de las expectativas de sus pueblos, represión política, instituciones débiles, y severos desequilibrios económicos y sociales. En estos países, preservar la credibilidad en la naciente democracia representaba una alta prioridad para los nuevos gobiernos, cuando el colapso de los regímenes dictatoriales abrió el camino a la institucionalidad, en Argentina en 1983 y en Brasil en 1985. No debe pues extrañar que mientras en el caso de México, el proceso fue relativamente fluido y condujo a la estabilización de sus cuentas externas en un lapso relativamente breve, en los otros dos países el camino fue accidentado, lento y costoso. No se soslayan en este juicio las insuficiencias del diseño e instrumentación de la estrategia inicial para la deuda, ni sus efectos adversos, no obstante haber contribuido a lograr la estabilización del sistema financiero internacional.

En marzo de 1983, a un mes de la crisis externa que dio origen a un prolongado control de cambios y de precios en Venezuela, el gobierno inició formalmente el proceso de reestructuración de la deuda pública externa con la banca acreedora. La deuda externa total del sector público se acercaba a USD 28 millardos, de la cual USD 22 millardos estaba constituida por obligaciones de la República y entidades públicas descentralizadas con la banca internacional y con algunos bancos venezolanos. Los pagos de amortización e intereses de esa deuda para los años 1983 y 1984 eran por entero incompatibles con la situación fiscal y externa del país. Era necesario entonces, reestructurar ese perfil de vencimientos para lo cual debían solventarse los pagos de interés atrasados hasta fines de 1982, puesto que los vencimientos a partir del 1° de enero de 1983 fueron diferidos mientras se lograba un acuerdo. En la práctica, la banca acreedora colocó en la agenda de prioridades la solución del problema de la deuda privada externa, aunque este no era un componente formal de las negociaciones. Esa condición se observó en otros países.

No se alcanzó un acuerdo con la banca con base en las propuestas del gobierno venezolano, que abarcaba los vencimientos de aquel año y el siguiente, a ser extendidos por varios años con lapsos de gracia. Diversos factores influyeron en ese desenlace: las dificultades para la identificación y registro de las obligaciones del sector público por el desorden que caracterizó la contratación de créditos por parte de entes descentralizados; la acumulación de atrasos en el servicio de intereses de la deuda pública y privada; y, la ausencia de un programa económico integral de estabilización y reformas, en oposición a la combinación de políticas fiscales y monetarias aplicadas en el marco del régimen de controles impuesto en 1983.  

La administración entrante al inicio de 1984, formuló un conjunto de objetivos de estabilización y la restructuración de la deuda pública externa, cuya consecución demandaba un programa riguroso de políticas, en el marco definido por los acuerdos formales con el FMI. En ausencia de un programa de esa naturaleza, fue adoptado el Acuerdo de Vigilancia Ampliada con ese organismo a partir de septiembre de 1984, que estuvo vigente hasta el inicio de 1989, del cual fluían los reportes que regularmente informaban a la banca acreedora sobre el estatus de la situación fiscal y externa en Venezuela. 

El balance fiscal y las cuentas externas mejoraron significativamente en 1984 y 1985, sin provocar una recuperación de la economía real y sin resolverse las inconsistencias y perversiones creadas por el régimen de controles. El magro desenvolvimiento económico, el desempleo y la inflación, convocaron a un nuevo enfoque de políticas expansivas (el Plan Trienal), que se encontró más tarde, en 1986, con el desplome de los precios del petróleo, de lo que solo podía resultar un agravamiento de los déficits fiscal y externo. Entre 1983 y 1985 el sector público amortizó deuda externa por un monto de USD 3,4 millardos; la deuda externa del sector público con la banca totalizaba USD 26,3 millardos a fines de 1985. El saldo neto de la deuda privada externa, según las estimaciones del FMI, era de USD 7,3 millardos a la misma fecha. Veremos que la reestructuración de la deuda pública externa venezolana, reiniciada en 1984, se concretaría, finalmente, en el marco de la nueva iniciativa para la deuda puesta en práctica a partir de 1985.        

De regreso a la estrategia inicial para la deuda nos preguntamos: ¿Cuáles fueron los factores principales de influencia en la definición de esa estrategia para dar solución al problema de la deuda? La posición inicial del gobierno de Ronald Reagan de no intervención en los asuntos económicos tuvo que modificarse en algún grado, por la necesidad de actuar rápidamente para instrumentar la estrategia aplicable a México y a los países que lo siguieron. La crisis, la consecuente suspensión del financiamiento bancario y sus secuelas en los países endeudados, en combinación con factores económicos y políticos propios de los EE. UU., fueron determinantes en la evolución gradual pero incompleta de la política Reagan hacia América Latina. 

La tensión a la que estaban sometidas las nuevas democracias de varios países de la región latinoamericana, contribuyó a perfilar una aproximación diferente de los EE. UU., que encontró límites en sus alcances en razón de la visión esencialmente institucional de la Democracia que sostenía esa administración, influida por la historia y la cultura propia de los EE. UU. Por esa causa, en la práctica, los asuntos económicos que ocupaban lugar prioritario en la agenda de los países de América Latina, quedaban separados de los aspectos políticos en el ámbito de su interrelación con los EE. UU. Esa visión obnubiló, tal vez, la consideración de las consecuencias políticas de la crisis de la deuda y de la estrategia inicial para abordarla. El problema de la deuda era, pues, internamente en aquel país, un asunto entre la banca y los países deudores, inscrito en el dominio de las autoridades financieras por sus implicaciones hacia el sistema bancario, y no una materia del Departamento de Estado. En ese contexto identificamos la presencia de algunos factores de influencia directa en la concepción de la estrategia convencional.

En primer lugar, la administración Reagan sostenía que la crisis de la deuda resultó de un proceso de endeudamiento excesivo por parte de los países que adoptaron políticas expansivas en ausencia de disciplina fiscal y financiera, con la anuencia del FMI, al colocar al servicio de ese proceso sus capacidades institucionales y financieras, y haber estimulado el endeudamiento excesivo. Esa realidad fue revestida de un molde de rigidez que partiendo de los hechos construyó un enfoque de solución corto de miras. De allí la renuencia inicial de esa administración a incrementar con sus aportes los recursos del FMI. Esa posición se mantuvo hasta 1983 cuando en un giro trascendental de su política, Reagan advirtió sobre las graves consecuencias económicas a escala mundial de no ampliarse las capacidades financieras del FMI con base en los aportes de los países miembros.  

Segundo, los riesgos de inestabilidad de buena parte de la banca internacional por su desmedida exposición en los países en crisis debían ser atendidos. Sin embargo, correspondía a esas instituciones una cuota de responsabilidad en la generación de la crisis, por lo que la política orientada a moderar esos riesgos, no podía entenderse como un plan de salvamento del sistema bancario financiado con los tributos pagados por los contribuyentes. Es por ello que a juicio de la administración Reagan cualquier esquema de solución debía incorporar criterios aceptables de distribución de los costos y de allí el financiamiento concertado de la banca, la reestructuración de la deuda, el apoyo del FMI y los programas de ajuste de los países endeudados. No todos los bancos se excedieron en el financiamiento durante el boom de crédito, pero en la concepción de la estrategia ejerció particular influencia la elevada exposición de grandes bancos de los EE. UU. 

Tercero, el énfasis oficial en preservar la estabilidad del sistema bancario, guarda relación con la activa promoción de la política de reciclaje de fondos en los años setenta por parte de los gobiernos y las instituciones oficiales internacionales. Estos tenían sobre sí la carga de haber contribuido a la acumulación de altos endeudamientos y en consecuencia la banca, por la misma razón, percibía la obligación en que estaba el sector oficial de apoyarla. 

Por último, fue reiteradamente rechazada la noción de la reducción de la deuda que sostenían algunos especialistas, y esa postura se mantuvo hasta la culminación de la era Reagan, con la argumentación del daño que causaría a la reputación de crédito de los países y los costos que implicaría para la banca acreedora el registro de pérdidas asociadas al capital otorgado en préstamo. Ni siquiera en la cercanía de 1987, cuando ya la banca había recuperado sus índices de solvencia y los países latinoamericanos acumulaban pérdidas de bienestar muy sensibles para sus poblaciones, fue admitida una política de reducción de la deuda. 

La estrategia inicial del financiamiento concertado comenzó tempranamente a revelar signos de fatiga y fragilidad. En el lapso de 1983 a 1985, los países latinoamericanos pagaron en servicio de su deuda con entidades financieras de los países industrializados, una cifra superior a la que habían recibido en los diez años del programa de Alianza para el Progreso (CEPAL). Pero no solo se reveló en el ámbito económico una marcada insatisfacción con la estrategia seguida, sino también en las relaciones entre los países deudores y la banca. 

A mediados de 1984 se creó el Consenso de Cartagena, integrado por once países de Latinoamérica que concentraban sobre 80% de la deuda, con la finalidad de examinar la problemática del endeudamiento externo. El grupo fue visto inicialmente con temor, como un cartel que podría adoptar medidas colectivas extremas, principalmente, la declaración de una moratoria general que hubiese provocado una crisis financiera de grandes proporciones. Por el contrario, el grupo formuló consideraciones apropiadas con relación a las causas de la crisis y propuso mecanismos de consulta y seguimiento a favor de una relación fluida con los gobiernos de los países acreedores, con los organismos multilaterales y con la banca, al igual que urgieron la adopción de acciones concretas para moderar las causas de la crisis. Estos planteamientos no condujeron a la definición de parámetros uniformes para el manejo de la crisis, sino que prevaleció el enfoque caso por caso en la nueva orientación de la estrategia, ensamblada a partir de 1985.


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