Fotografía de Joe Giddens | POOL | AFP.
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1. Creo que por haberse comprometido ambas en el verano de 1946, según una vez me comentó, mamá se identificaba desde joven con la entonces princesa Elizabeth Windsor. La familia de esta era archiconocida, por supuesto, entre la clase media de la Venezuela despertada del gomecismo. Hasta entonces, para aquella sociedad amodorrada todavía tras la muerte del Benemérito, actualizada por los radios Philco y las páginas de El Universal -como ocurría en casa de mis abuelos Marte, donde mamá era la única hija casadera- el episodio más sonado y romántico de la monarquía británica había sido la controvertida abdicación de Eduardo VIII en 1936. Su cabello engominado y sus cruzados trajes príncipe de Gales devinieron ideales de apostura masculina, no solo para los gustos hollywoodenses de mama, sino también de mi abuela Carmen, admiradora de levitas y pumpás en los salones gomecistas.
Actualizada por el distinguido Philip Mountbatten, sobrino del último virrey de la India y primo de Lilibet -como era llamada la princesa entre familiares y amigos- algo de aquella estampa de dandi vio mamá en el joven Almandoz Ramos que la cortejara por las calles de Candelaria, donde ambos residían y casaron en julio de 1947. A partir de la boda de Isabel en noviembre del mismo año, la familia Windsor se expandió casi al mismo ritmo y con la misma composición que la nuestra, con tres varones y una hembra. De manera que por sobre la pompa monárquica epitomada en la coronación de 1953, con el cetro y el orbe, era “su rol de esposa y madre” lo que más admiraba mamá en Isabel II. Así recuerdo que dijo en 1969, saliendo yo de la niñez, cuando viera en El Nacional que se había estrenado en Inglaterra el documental Royal Family. Era la primera vez que se abrían los portones del palacio de Buckingham y la cotidianidad de los Windsor a la prensa británica, iniciándose una peligrosa exposición con los medios hasta el siglo XXI.
2. Como parte de su interés por todo lo concerniente a Isabel de Inglaterra, mamá con frecuencia se preguntaba, al ver sus imágenes en actos oficiales, qué cargaría aquella en su cartera que nunca abandonaba… Una soberana tan atendida, acompañada siempre de varias damas, secundada por la comitiva que prepara y supervisa sus apariciones ¿qué podría requerir tan a mano que no le fuera provisto por su séquito? “Quizás el lápiz labial, un pañuelo y los anteojos”, bromeaba mamá a veces, juzgando por los propios adminículos llevados por ella misma en sus salidas seniles, cuando iba escoltada, en feble cortejo, por la enfermera y el chofer, remplazado por mí en días feriados. Y no entraban los celulares entre las suposiciones de mamá, porque nunca los usó hasta su muerte en 2006, considerándolos por demás prosaicos para la majestad de Isabel.
En las imágenes de ¡Hola! u otras revistas, las cuales solía leer en el reposo de las tardes, mamá me hacía notar cómo la reina siempre llevaba su bolso en el antebrazo o en la mano –rara vez terciado al hombro- transmitiéndome la inquietud sobre su significado y función, más allá de ser clásico accesorio femenino. Ora en las apariciones diurnas, en su consuetudinario estilo de casacas y sombreros a juego –criticado otrora, pero devenido icono de la elegancia inglesa– cuando la soberana suele elegir la handbag en cuero o satén con asa corta. Ora en galas nocturnas y cenas estatales, vistiendo trajes largos aderezados con diademas y collares, broches y pulseras, cuando se decanta Isabel por un carriel de nácar o raso.
Cuando viví en Londres, al promediar la década de 1990, vi un reportaje televisivo sobre Launer, la marroquinería preferida por la soberana y su familia. También leí entonces alguna biografía donde se deslizaba que la cartera infaltable era una de las primeras lecciones indumentarias transmitidas por la tres nannies –“Alla”, “Bobo” y “Crawfie”– que tuvieran las hermanas Windsor durante su educación casera, interrumpida tan solo por la Segunda Guerra. Pero más allá de esa tesis que mamá y yo sabíamos insuficiente, heredé su curiosidad que me sembrara por la cartera de la reina, cuyos modelos y movimientos siempre observo en tributo a ese culto materno por Isabel II.
3. Al igual que los grandes anteojos que con frecuencia limpia ella misma con el pañuelo o el suéter, la cartera es otro de los accesorios que Helen Mirren manipula magistralmente en The Queen (2006). El filme está centrado, como se sabe, en el mal manejo mediático que la casa Windsor, y en particular la reina, hicieran de la trágica muerte de Diana de Gales en agosto de 1997. Desde la primera entrevista concedida a Tony Blair, quien reinstaurara el laborismo ese mismo verano, tras la era conservadora iniciada por Margaret Thatcher en 1979, la monarca parece controlar el tiempo de la audiencia con el movimiento del pequeño bolso: bien sea este colocado sobre el piso alfombrado, o sobre el canapé desde donde instruye al primer ministro novato los protocolos a seguir. Acaso sea también un mecanismo de defensa o distracción para lidiar con el hecho de ser “tímida, algo extraño en alguien de su experiencia, pero a la vez directa”, como recordara el duodécimo premier de aquel entrecortado encuentro inicial. Rompió así en sus memorias míster Blair la convención de confidencialidad pesante sobre todos lo que sirven a la familia real, quienes no deben develar intimidades de palacio.
Como bien capta el filme de Stephen Frears desde ángulos que escaparon a la prensa durante aquella semana aciaga, habría de ser harto difícil mantener esa privacidad en medio de los sucesos inéditos que siguieron a la muerte de la princesa. Sobre todo para la soberana que gusta de pasar con discreción sus veranos en Balmoral. Porque aquella conmoción mundial que ella se negaba a reconocer suponía la interrupción de las salidas anónimas, cuando viste chaquetones de gabardina y faldas de tartán, sustituyendo los sombreros y las diademas de rigor por las pañoletas anudadas al cuello. Entonces maneja el Land Rover ella misma para recorrer los caminos y vados escoceses, con una confianza aprendida de sus cursos en mantenimiento de vehículos, tomados en Aldershot durante la Segunda Guerra Mundial. En medio de ese calmo tiempo veraniego, de tés y barbacoas familiares, las llamadas del primer ministro y su equipo desde aquel Londres conmocionado -trocado de nuevo en epicentro del orbe, como en tiempos victorianos- interrumpían la privacidad de los Windsor, anhelada por Elizabeth acaso más que por ningún otro miembro de la familia real.
4. Por sobre el anhelo de mantener la privacidad en medio de unas vacaciones estivales –lo cual podría ser visto como un capricho egoísta, especialmente para un personaje tan público como una monarca– los reclamos de Blair por un regreso a Londres y un funeral de Estado, entre otros requerimientos negociados con Robin Janvrin, secretario privado de la reina, plantearon a esta un conflicto de valores registrado en el guion de Peter Morgan. En las conversaciones de alcoba con Philip, así como en los paseos con la reina madre por las afueras del castillo, Isabel vocea, más que la conveniencia de un funeral privado, su convicción honda sobre cómo la nación donde ella creció sobrellevaba el grieving con discreción. Sin embargo, advierte con tristeza cómo ha ocurrido “un cambio de valores” que ha hecho que el pueblo que ella encarna y creía conocer, dejándose llevar por “la avidez por lágrimas y glamour”, participe del vulgar “culto a las celebridades” imperante en sociedades regidas por top models y deportistas, cantantes y modistas, como los que se espera incluir en las exequias.
Apurado por la súbita caída en popularidad de la institución monárquica, el conflicto de valores dramatizado en esa semana termina siendo resuelto por el acendrado sentido del deber de Isabel. Tras haber visitado, todavía en indumentaria veraniega, el cadáver de un alce formidable con el que ella se topara aquel verano –cuya contemplación solitaria rezuma el austero entendimiento del dolor por parte de la Monarca– el deber real se impone de nuevo, tan pronto se traspasan las verjas del castillo de Balmoral. Los coloridos buqués dejados por el público acentúan el contraste con el negro cerrado de la soberana, cuya cartera cuelga como símbolo de la oficialidad reasumida, antes de emprender regreso al palacio de Buckingham, según las indicaciones de un Blair que ya ejerce a plenitud su ministerio.
5. La cartera marca de nuevo el timing de la primera audiencia oficial del otoño, cuando la soberana, todavía distante con el ministro novel por las concesiones que hubo de hacer, apenas asiente a las lisonjas de este por el éxito de la cumbre de la Commonwealth a finales del verano. Acaso esta referencia le hizo pensar que, no obstante ser un encuentro incómodo sin duda, visto en la perspectiva histórica de sus décadas de reinado, era menos dramático que los sostenidos con primeros ministros que le reportaron horas más menguadas. Como cuando Anthony Eden le comunicara, en octubre de 1956, la fallida intervención franco-británica, tras la nacionalización del canal de Suez por parte del Egipto de Nasser. Era un fiasco que, como reconocería Margaret Thatcher en sus memorias, mostraba al mundo de la posguerra la decadencia de la potencia británica. O también cuando Harold MacMillan y Alec Douglas-Home, entre 1957 y 1963, le notificaron la independencia de Malasia y Rodesia, que siguieron a la India en el desmembramiento de las colonias y los protectorados. Eran estos los integrantes de esa mancomunidad que ahora Blair veía como baluarte, pero que fue difícil reconstruir durante buena parte del reinado isabelino.
1963 fue también aquel año fatídico del Profumo Affair, así llamado por el secretario de Guerra liado con la corista Christine Keeler, amante a su vez de un espía soviético. Después de los perjurios del ministro ante la cámara de los Comunes y su eventual renuncia al calor de la Guerra Fría, el “escándalo Profumo” no solo precipitó la renuncia de MacMillan por supuestos problemas de salud, aquel mismo año, sino también alertó sobre la vida privada de Buckingham, donde corrían rumores de infidelidades principescas. Y si se trataba de asuntos palaciegos, también era esta con Blair una audiencia menos incómoda que la sostenida con John Major en 1992, annus horribilis de los divorcios familiares y del incendio del castillo de Windsor, cuando la soberana aceptó que habría de pagar impuestos para sufragar la reconstrucción de aquel, entre otros gastos de la corona cuestionados por los taxpayers.
De manera que, con esa perspectiva aquilatada en casi sesenta años de reinado, se impuso de nuevo el temple de la soberana y su sentido del deber –“duty first, self second”, como entonces comenta a Blair– cuando decide invitar a este a conversar la agenda en los jardines de Buckingham. Así le propuso hacer Winston Churchill otra tarde de otoño, al inicio de su reinado en 1952. Fueron años duros cuando la joven Isabel II no sabía del todo cómo manejar los encuentros privados y los actos públicos, no obstante las innumerables lecciones de oratoria y protocolo por parte de institutrices y mayordomos. Fue entonces cuando algunos miembros de la prensa y aristocracia, como lord Artincham, se atrevieron a calificarla de “colegiala mojigata”, haciendo referencia a su voz algo atiplada que siempre conservó.
Pero ahora, no obstante lo difícil de este verano de 1997, cuando su pericia real fuera de nuevo cuestionada tras décadas, trató de ganar control de la situación, aplicando la veterana lección de sir Winston e invitando al joven Tony a un paseo, “porque siempre se piensa mejor al caminar que al estar sentada”. Sustituyendo así la cartera por uno de sus perros corgi, mientras los otros los escoltan, una Isabel más relajada y segura, conversando con Blair entre los parterres de palacio, cierra el filme de Frears, con el soberbio protagonismo de Mirren secundado por Michael Sheen.
6. Esas escenas finales de la película y el simbolismo de la cartera fueron tópicos que, entre una miríada de temas acumulados, conversé con mi tutor de la Architectural Association, en encuentros sostenidos en septiembre de 2012, después de casi veinte años de que nos conociéramos en Londres. Entonces me confirmó que la handbag de la reina conlleva un sutil protocolo en sus audiencias, a juzgar por una que con ella tuvieron miembros de la AA, de la que Isabel II es patron o mecenas. Antes de la reunión, fueron recordadas a los asistentes las instrucciones que son más o menos conocidas; a saber: vestimenta de traje formal, cortesía para los caballeros y genuflexión para las damas como salutación, usar el mad’m al dirigirse a la soberana, sin dar la espalda al retirarse… Pero ya en la audiencia, la cartera transmitió, según los circunstantes captaron, “un código tácito pero contundente”, me confirmó Nick al evocar el encuentro en Santiago de Chile.
Principalmente con temas propuestos por la soberana, la audiencia fluyó distendidamente, me dijo, “mientras el bolso estaba en su regazo o colocado sobre el piso”; pero todas las conversaciones del grupo cesaron cuando fue subido a la mesa, gesto que fungió, al menos en aquella ocasión, como “terminación del encuentro”. Huelga decir cuánto me satisfizo esta anécdota contada por mi tutor, que confirmaba mis sospechas sobre el significado protocolar de la “royal handbag”, como la llamó Nick, mientras saboreábamos un merlot chileno. Solo lamenté que mamá no me acompañara ya, para compartir la respuesta a su curiosidad atávica sobre la cartera de la reina.
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Este texto fue publicado por primera vez en Prodavinci el 16 de marzo de 2014.
Arturo Almandoz Marte
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