Retratos, Hitos y Bastidores
Adriano González León, cronista y viajero urbano (II)
“(…) a ese titilar entre lo fugaz y lo imperecedero que es una ciudad vista desde la colina y uno piensa en los hondos secretos que transportan las calles, esa luz perfectamente ubicada en el cuadro de la ventana, a una cierta hora de la noche (…)”.
Adriano González León, “Fin de viaje”, en Del rayo y de la lluvia (1981)
1. En la década de 2000 volví a Del rayo y de la lluvia(1981), buscando esta vez la crónica viajera, siempre urbana, para mi investigación sobre la ciudad en el imaginario venezolano. A lo largo de esta había tenido la impresión de que –tras clásicos como Preguntas a Europa (1937), de Mariano Picón Salas; pasando por Viaje por el país de las máquinas (1954), de Enrique Bernardo Núñez; hasta El globo de colores (1975), de Arturo Uslar Pietri – aquel género perdió resonancia en el último cuarto del siglo XX, ahogada por la masificación turística y los medios de comunicación. Y aunque esa resonancia no fuese recobrada, me encontré con la sorpresa de un Adriano González León (1931-2008) viajero, quien actualizaba, también desde la crónica, esa genealogía peregrina.
En “Tiempo de lo urbano y las mudanzas” – para respetar la agrupación dada por el autor a sus crónicas en Del rayo y de la lluvia – aparece el viajero universal al tiempo que melancólico, como lo fuera Picón Salas. Hay allí postales de una gran urbe latinoamericana como Ciudad de México, captadas en el atardecer contrastante, tan caro al autor trujillano; entonces exhibe la metrópoli azteca sus luces crepusculares, “los edificios de vidrio, las torres, los templos, las pirámides, las calzadas, los bosques ensombrecidos, el rostro de los dioses, los rostros disueltos de Villa y Zapata, los hombres tomados por la melancolía (…)”.
No obstante haber permanecido González León como secretario cultural de la embajada venezolana en Argentina, durante la década de 1960, poco asoma Buenos Aires, a mi juicio, en Del rayo y de la lluvia. Pero además de esa estadía diplomática, la capital porteña tuvo para el autor trujillano significación fundamental: desde la publicación de su primer libro, Las hogueras más altas (1957), hasta el encuentro con su primera esposa, la argentina Mary Ferrero. Y más aún, bullendo allí “lo más granado” del “mundo bohemio” que tanto lo sedujo siempre, en conversación retrospectiva con Milagros Socorro en 2005, el escritor otoñal reconoció que de la metrópoli austral había obtenido “lo más importante” de su “formación vital e intelectual”.
2. Por haber coloreado una gran estación de su vida, las vivencias de Madrid ocupan muchas crónicas de González León. Allí volvería el autor como agregado cultural de la embajada venezolana, durante la década de 1990. Pero las estampas matritenses en Del rayo y de la lluvia son anteriores, retratando una capital provinciana y olvidada, embozada por el franquismo y rezagada con respecto a la Europa que se recuperaba de la segunda guerra. Bien lo resumió en una postal de comienzos de la democracia, cuyo “destape” rabioso y farandulero hizo al escritor volverse hacia imágenes más castizas:
“Ciudad, como se ve, por los cuatro costados, por las cuatro puertas, por las fachadas, los parques y los textos que han fabricado una milagrería. Ingenua, a pesar de la tan alabada picardía. Al beso de las parejas en las calles, al desnudo cultivado del music-hall y la farándula, a las portadas audaces, lugares comunes de todas las ciudades del mundo, se les llama destape. Pero es que el sentido pacato no ha muerto todavía. Y no hay peor cosa que un nuevorriquismo de lo pornográfico. Por ello es importante volver a las molduras, a ciertos enladrillados cercanos a la Academia de la Lengua, a esos gritos vengadores que resuenan en el Prado. Porque Goya dispuso toda la energía de su trazo en un canje de muerte alardosa y terrible. Porque en Madrid no sólo se ríe. A veces también se ha sabido empuñar un fusil”.
Fascinado más bien con el café del Pombo – cuya tertulia hubiese querido compartir, como lo hiciera Pedro Emilio Coll, con Ramón Gómez de la Serna o la Generación del 27 – esos “Madriles” no impresionaron a González León por su monumentalidad, sino por la intelectualidad y la bohemia que el otrora miembro de Sardio buscaba frecuentar. “Las grandes construcciones de Madrid tienen sólo imponencia. La vida interior la marcan los poetas y los vagabundos. Las fachadas, atuendosas, falsas, tardías, quieren anonadar al transeúnte”, advierte el cronista. Por ello, como reconociendo su seducción por las greguerías de Mesonero Romanos y De la Serna, es la imagen literaria la predominante: “Madrid resulta epidérmica, provinciana que ha querido reventar sus amarras a fuerza de literatura. Porque, esencialmente, Madrid es una crónica”, González dixit.
3. Delatando su proveniencia de un país nuevo y modernista en su arquitectura; cargado asimismo con la exuberancia de la naturaleza tropical que alcanza su tótem en el Ávila, el ya para entonces caraqueño mostró, recorriendo el paseo de El Prado, cierta fatiga por la recargada arquitectura madrileña y el paisajismo barroco del parque: “Hay un cansancio de lámparas, chimeneas, columnas, frisos y leones esculpidos. Las inutilidades se reclinan sobre bancos y jardines, paseos con árboles repetidos, traficables. Lo que molesta en un bosque es la falta de misterio. No hay aventura de los ojos en estos parques de cedros, plátanos y pinares (…)”, sentenció el viajero tropical.
Pero ese cansancio es más que compensado con las sorpresas que aguardan en el museo borbónico, donde González León, en la tradición de Eugenio d’Ors y Manuel Mujica Laínez, imagínase los cuadros olvidados durante las horas en que no son contemplados por los guías y turistas; entonces “se vengan de la metodología y mantienen su distancia frente a los prospectos y las visitas programadas”. En esa desolada penumbra museística, fulgen más que nunca los brocados de las mujeres de Rubens y Rembrandt, tanto como las armaduras de los gentilhombres de Velázquez y Ticiano. Y en esa hora solitaria, los resplandores de El Greco y Caravaggio son las únicas luces de las salas que los albergan.

Adriano González León retratado por Vasco Szinetar
4. El talante melancólico y quijotesco de González León, confeso en la mencionada entrevista otoñal con Milagros Socorro, aflora junto a su gusto castellano al paso por Toledo. Es una ciudad de “alcázares contra basílicas, iglesias contra sinagogas”, rodeada por ese Tajo que, a diferencia del longitudinal Guaire caraqueño, es un “río inventado porque hace un círculo completo”. Parece el quieto temperamento provinciano del escritor fantasioso encontrarse a gusto en la villa toledana, con su “lento discurrir de los geranios” y el antiguo sabor del mazapán, “traído por las monjas de una región muy especial del viento”.
Por contraste con Toledo, y como buscando explicar sus propios sentimientos encontrados por Caracas, el cronista reconoce la ambivalencia pasional suscitada por las grandes capitales, sobre todo al albergar los misterios de las soledades. El autor lo capta en un rendido “fin de viaje” penetrado por inquietudes existenciales:
“(…) a ese titilar entre lo fugaz y lo imperecedero que es una ciudad vista desde la colina y uno piensa en los hondos secretos que transportan las calles, esa luz perfectamente ubicada en el cuadro de la ventana, a una cierta hora de la noche, en el apartamento del piso treinta y dos, cuando todas las otras luces del edificio han muerto y uno se pregunta: ¿quién sueña allí, quién se muere de soledad y trata de leer para huir de sus terrores, quién oye sonar las cañerías con ruido lamentoso, casi humano, como si todas las culpas se acumularan en ese ruido, como si todas las deudas sentimentales bajaran por las paredes, las persianas golpeantes a merced de una brisa insidiosa, ese sonido de motor a lo lejos y el insomnio gomoso que palpita, quema, nos llena de pesadillas y agonías hasta el amanecer?”.
No solo contempla allí González León el paisaje del anonimato y la angustia en la metrópoli titilante y solitaria, el cual ha seducido a creadores de la modernidad desde Baudelaire. También parece apelar el autor al retorno a la misma ciudad, según planteara Kavafis elaborando las imágenes de Ítaca en La odisea: “Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares/ La ciudad te ha de seguir. Darás vueltas/ por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo/ y en estas mismas casas habrás de encanecer. Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar – no esperes/ no hay barco para ti, no hay camino”. Por ello reencarna González León, en ese “fin de viaje”, al Ulises urbano a quien hiciera atravesar la convulsionada Caracas de los sesenta en su País portátil. Y regresa así el viajero trujillano de las rutas y peripecias internacionales a la misma ciudad de siempre, la cual acaso nunca dejara, porque es la ciudad interior.
Arturo Almandoz Marte
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