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En la obra de Jacobo Borges, más allá de las imágenes del nuevo expresionismo que caracteriza justamente su hacer, es posible advertir que la pintura incorpora, como estrategia de la representación, la mirada del espectador dentro de lo representado. Así, la pintura propone una acción que se desarrolla afuera, pero al alcanzar al espectador y ligarlo a la escena se sirve de ese afuera para que la obra (o el sentido) se realice. Obviamente, quien mira se sitúa frente al objeto y esto es suficiente para percibir todos sus elementos de una manera simultánea. No obstante, en su obra el sentido parece permanecer aplazado, hasta el momento que comenzamos a entender el papel que cumple el espectador virtualmente integrado en esta nueva y fundamental dimensión. Muchas veces los personajes al mirar fuera del lienzo integran al espectador a la escena, de modo que los roles se intercambian entre el que mira y lo mirado, en otros casos se revela como un huésped espectral en una habitación o como alguien que percibimos a través del reflejo de los cristales. Dentro puede permanecer expectante, pero también al ser ubicado bajo el poder de la mirada es espiado. Desde las vicisitudes que se desarrollan en la escena puede ser testigo de un crimen o, por el contrario, estar expuesto a la experiencia de ver representada su propia muerte.
Otras veces parece estar fijado en un punto invisible de la pintura. Hace muchos años pude ver una exposición de Jacobo Borges en el Centro Cultural Consolidado, Itinerario de viaje 1987/1990. Desde la incierta memoria, recuerdo una obra que representaba el tronco de un árbol que flotaba o se sumergía dentro del agua. Digo flotaba o se sumergía porque en el cuadro mediaba una especie de rotación: visto hacia arriba era una rama que flotaba sobre el agua; pero al invertirlo, el tronco quedaba sumergido (y esta era la posición que tenía en la sala). Me sorprendió la sencillez del cuadro, el pequeño formato y el juego entre una representación marcada por la realidad y la dimensión de irrealidad como condición de la obra. Si el tronco está sumergido, ¿entonces dónde se encuentra el espectador? El cuadro nos ubica inmersos en el agua y también en el interior del lienzo. Y así, justamente, insinúa el horror del lugar en el que se encuentra el espectador.
En obras como Clavado (1992) vuelve sobre el motivo del árbol que se refleja, flota o aparece dentro del agua. Incita a imaginar si el espectador está arriba o desde el fondo del agua mira la figura del árbol. Y también afirma el vínculo con la muerte que está sugerida en el vago significado del título: el árbol remite a la figura de Cristo en la cruz. Sin embargo, desde el espejo virtual del agua y más allá de la resonancia religiosa, al preguntar por el lugar del espectador acerca esa esfera separada de la muerte hasta nosotros.
El agua es un motivo principal en su producción, lo cual afirma su identidad con la pintura. Además, permite entender ese deseo de representar la realidad y también de plasmar la máxima irrealidad. El agua no solo refleja las cosas, sino que las desfigura en su reflejo. Por eso se relaciona con la metáfora del espejo y también con la materialidad de la alteridad. La pintura, al cruzar el mundo sumergido con la mirada del espectador, más allá de trastocar las disposiciones espaciales del arriba y el abajo promueve una relación con lo alterno, con lo que queda, justamente, fuera de la representación. Entre la horizontalidad del agua y la verticalidad de la mirada se produce una revelación que al menos por un instante es perturbadora: al proyectar al espectador en su interior no hace sino afirmar su ausencia.
Si volvemos ahora la mirada hacia otra de las imágenes recurrentes de su pintura, como es la ventana, se podrían apreciar estos juegos espaciales y también la manera de expandir el escenario hasta alcanzar al espectador. Por ejemplo, los dibujos de dos series que realiza en 1977: «La gran montaña y su tiempo» y «A la deriva». La primera tiene que ver con uno de los motivos centrales del estudio de Borges sobre Caracas: el cerro Ávila; la segunda, reúne apuntes sobre el motivo del yacente: la figura de un hombre que, en perspectiva, vemos tendido desde los pies hasta la cabeza. Imagen que parece ser un reflejo o variación de otra imagen: el Cristo muerto de Mantegna. En estos dibujos se privilegia como principio compositivo un procedimiento: si bien en cada serie se registra un tema distinto, al conjuntarlas logra crear nuevas imágenes y también que los contenidos mutuamente se modifiquen. El libro La montaña y su tiempo (Caracas, Petróleos de Venezuela, 1979) da testimonio del cruce entre los textos del pintor y sus dibujos, entre la caligrafía y el trazo y especialmente entre las series: el paisaje del Ávila y el hombre a la deriva se superponen en la representación de los cristales de las grandes ventanas.
La ventana funciona como un límite que separa el mundo de lo cerrado y de lo abierto, y desde esta certidumbre representa la configuración de un espacio privado, íntimo, desde el cual contemplamos ese lugar exteriorizado del paisaje. Pero también la ventana se constituye en un pasaje donde se materializa la alteridad al registrar la visión fantástica de un hombre flotando por encima de las montañas. El hombre a la deriva estrechamente ligado al motivo del yacente, desde el reflejo de los cristales, se convierte en una figura del vuelo. Él funciona como una especie de gozne –exactamente igual al motivo del tronco que flota o se sumerge en el agua– que al girar sobre sí mismo establece puntos de contacto entre los opuestos: si lo miramos bocarriba, yace; mientras que invertido se desprende, vuela. Así, a la vez, entra en relación tanto con lo real como con lo irreal, es decir, con la gravitación o con la levedad. De este modo transita de un ámbito cerrado a otro abierto y, por su reflejo en los cristales, aparece simultáneamente arriba y abajo. Y por pertenecer a un sistema en el cual los opuestos se reconcilian, su significado no puede ser sino paradójico: en él se une la caída en el vuelo y también el encierro en lo exterior.
A la conjunción de las series corresponde la superposición de temas. El juego estético traspone la imagen religiosa del Cristo muerto y su elevación al tema del encierro y la poética del vuelo. Al tiempo que promueve el acercamiento entre el motivo del yacente y la pregunta por el destino de una ciudad caótica y violenta. Esto no significa que la conjunción de las series separe al yacente de la esfera de lo sagrado, simplemente lo desplaza del ámbito de lo trascendente a la humildad de cualquier ciudadano. Sin embargo, este juego no atañe solo a la conjunción de las series, sino que también involucra a quien contempla el cuadro. La mirada del espectador al ser proyectada en el interior de la obra se transforma de golpe en un plano más que se suma al juego. Desde la intimidad del recinto mira la montaña, pero también de soslayo advierte en el reflejo de la ventana su propia realidad. Desde una relación paradójica –o de desdoblamiento– que lo proyecta dentro y fuera de la representación, él es quien contempla el cuadro y al mismo tiempo el que yace en el recinto. Así, desde el juego de las intersecciones de diferentes planos adquiere sentido la paradoja no solo del encierro exterior sino también del vuelo en la caída.
En varias obras Jacobo Borges deja abierta esta posibilidad en la que el espectador es la víctima o el testigo de un hecho atroz, incluso en obras emblemáticas como La celosía (1974), Nymphenburg (1974) y explícitamente en No mires (1975).
La celosía, por ejemplo, representa una habitación roja rodeada de persianas, con dos bombillos que iluminan ese espacio interior. En este cuadro –como en Las meninas de Velázquez– la composición abierta termina por involucrar al espectador. Una extraña silueta nos mira detrás de la persiana, y por la sujeción de su mirada nos involucra dentro de la habitación y también dentro de la pintura. No obstante, el espectador no logra distinguir quién lo mira. No sabemos quién se esconde detrás de la persiana. La pintura –como en el panóptico del cual hablara Michel Foucault– al disociar la relación entre ver y ser visto, otorga a quien mira el poder de la mirada, mientras vuelve vulnerable al espectador y lo convierte posiblemente en víctima.
Así, en Jacobo Borges lo siniestro se revela como una de las posibles experiencias estéticas. La ventana se convierte en la imagen de lo entreabierto, de los intersticios por donde irrumpe lo desconocido. En cuanto presencia, lo siniestro es al mismo tiempo inasible, porque remite continuamente más allá de sí mismo hacia algo que no podemos discernir. Solo el miedo o la duda ante «aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado» (según la expresión de Schelling que cita Freud en su conocido ensayo sobre Hoffmann).
Al influjo de lo siniestro se suma el tema del encierro. Que responde sin duda a una serie de variaciones que dentro de la pintura cumplen la misma función; la asfixia acuática que nos acerca a esa esfera separada de la muerte; el encierro exterior desde el cual denuncia una ciudad devorada por su propio caos, que impulsa tanto la pregunta sobre dónde habitar como la poética del vuelo; el encierro interior y la figura del yacente; y, en fin, el confinamiento y la manifestación de lo desconocido.
Pero también el tema del encierro es desplazado al contexto de la política. En Nymphenburg, como en otras de sus obras, critica crudamente el poder. Desde la mirada localizada dentro del salón de un palacio de gobierno, junto con los cuadros del propio pintor que irónicamente decoran el lugar, percibimos una atmósfera ominosa. La puerta cumple ahora la imagen de lo entreabierto a través de la cual se insinúa, en el interior de la otra sala, el horror de lo que está sucediendo. A pesar de la bruma y de la distancia que hay entre las salas, en el fondo es posible vislumbrar un sacrificio. De modo que el espectador al ser proyectado en el interior del cuadro se convierte en testigo del crimen. Además, lo sorprendente es que el cuadro no termina en el lienzo, sino que deja abierta una sospecha: el espectador en cuanto testigo ¿es cómplice o la próxima víctima? Por esta razón, y por muchas otras, este cuadro es ejemplar: por el sentido crítico respecto al poder, por lo universal del tema y también por su vigencia respecto a nuestra particularidad política: quienes ayer denunciaron esa crueldad del poder y, con razón, interpretaron la pintura de Borges como una crítica en contra de los verdugos nazis o los torturadores de Pinochet, ahora que políticamente representan el poder también son denunciados por sus crueldades.
No mires quizás sea el punto culminante de esta búsqueda de crear un espacio pictórico que envuelve al espectador y, a la vez, de vulnerar la posición distanciada y segura de quien contempla las obras. La pintura presenta una habitación en apariencia vacía en la que se muestra, hacia el fondo, una ventana con sus persianas y, hacia delante, un caballete. Sobre este soporte se exhibe una pintura que duplica la misma habitación y, dentro de este espacio, se representa la figura del yacente. Otra de las variaciones del Cristo muerto de Mantegna. El motivo del yacente –al igual que en la serie del hombre a la deriva– gira sobre sí mismo; sin embargo, esta vez el giro no es vertical (tumbado boca arriba o hacia abajo) sino horizontal: en el caballete, desde una visión en perspectiva y desde una repetición indefinida que va de un recuadro mayor a otro menor, la figura está proyectada desde los pies hasta la cabeza. Para luego, en el suelo de la habitación, desde una perspectiva invertida, borrosamente, ser representada desde la cabeza hasta los pies. Al contemplar la pintura el espectador proyecta su mirada sobre la extensión del cuerpo del yacente y, de este modo, desde los ojos del Cristo muerto, contempla su realidad más inmediata. Esto, sin duda, es lo aterrador del cuadro. Ahora, desde el principio de composición de la obra dentro de la obra, la pintura se propone representar dos realidades inasibles: el encierro está asociado a la expansión infinita del espacio y, desde el motivo del yacente, expone al espectador a la experiencia de ver representada su propia muerte.
Por la apertura de un espacio en el cual el sujeto que mira muere dentro de la representación, no podría figurarme un equivalente más adecuado que el relato «Continuidad de los parques» (1960), de Julio Cortázar: el lector que es asesinado por uno de los personajes de la ficción. Ambas obras son un preludio al asombro, pues en ambos casos se pone en juego, en primer lugar, la ambigüedad entre la realidad y la ficción: ese ser que lee o que contempla el cuadro también pueda ser ficticio. (Esta es la tesis de Jorge Luis Borges en «Magias parciales del Quijote» —1944, al preguntarse: «¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?»). En segundo lugar, el asombro está relacionado con la intensidad de la lectura, es decir, que el lector, como el personaje del relato que se deja ganar por la “ilusión novelesca”, proyecte como propias las acciones de la trama. En este sentido, la lectura (o la recreación del relato) abre como posibilidad la muerte del propio lector. De manera similar a lo que sucede en el cuadro de Borges: sumada a la intrínseca articulación de los juegos espaciales del adentro y del afuera, y más allá de la simple presencia frente al lienzo y de la inmediatez de la imagen, la experiencia de ver aquello que no puede ser visto se produce cuando el espectador se advierte dentro de la pintura.
Pero más allá de las posibles afinidades o juegos de equivalencias entre la narrativa de Julio Cortázar y la pintura de Jacobo Borges, hay un vínculo textual que no quisiera de ninguna manera dejar de lado. Se trata del relato que Cortázar hizo a partir de la contemplación de uno de los cuadros: «Reunión con un círculo rojo» (que fue publicado en el catálogo de la exposición de Jacobo Borges en el Museo de Arte Moderno de México en 1976). En una carta Cortázar le escribe a Borges: «Personalmente pienso que la noción de “trabajo paralelo” de un pintor y un escritor no se ve desmentida, porque de tus criaturas nacieron las mías, y era justo que el cuento llevara el mismo título que tu cuadro» (Marie-Pierre Colle, Artistas latinoamericanos en sus estudios, México, Noriega Editores, 1984, p. 31). Me detendré, brevemente, en el diálogo entre la tela y el relato por la fascinación del encuentro y sobre todo porque permite comprender cómo lo siniestro se moviliza en una relación de manifestación y de ocultamiento.
Reunión con un círculo rojo: la tela representa el retrato oficial de una junta militar. En el grupo, sentados en forma semicircular, destacan los oficiales con sus uniformes de los distintos componentes castrenses, la presencia de algún civil y una mujer que entre ellos se exhibe voluptuosa. Todos ellos, desde el fondo, fijan la mirada hacia nosotros. El espectador, por la composición circular y por la sujeción de la mirada, queda involucrado dentro del cuadro y también dentro de la reunión. En el primer plano, una gran alfombra roja en la que se repite de menor a mayor veladamente un círculo. Ahora es la pintura misma la que cumple la función de lo entreabierto, pues el influjo de lo siniestro se presenta en forma de enigma. Si bien se han desdibujado los rostros de los oficiales, la tensión del cuadro parece centrarse en esa amplia zona roja y en la insistencia del círculo. Y el espectador –al formar parte de esta escena de poder, como en Nymphenburg–, es inseparable de la pregunta: ¿cómplice o víctima?
El relato de Julio Cortázar «Reunión con un círculo rojo» gravita justamente en la complicidad de las víctimas. Una noche lluviosa, en una ciudad alemana, Jacobo, el personaje, entra en un restaurante llamado Zagreb. Al tiempo ve entrar a otro comensal, una mujer con gruesos lentes y movimientos torpes que viene a ocupar otra de las mesas. Mujer a quien Jacobo considera inglesa, por su físico y su impermeable amarillo. Lo fantástico se produce en el relato por una inversión del escenario: en vez de preparar y servir comida, en el restaurante los clientes son devorados por la dueña y los meseros. La relación que se establece entre las víctimas, Jacobo y la turista inglesa está sujeta a un juego de equívocos y de imposibilidades. Equívocos: Jacobo cree que protege a la mujer mientras ella está ahí precisamente para protegerlo a él. Imposibilidades: Jacobo vive un tiempo humano, lineal y sucesivo mientras la turista inglesa, ya vampirizada por los ominosos seres del Zagreb, vive la eternidad no humana. Este juego de equívocos y de imposibilidades explica el final del relato:
… habíamos jugado al mismo juego pero usted estaba todavía vivo y no había manera de hacerlo comprender. A partir de ahora iba a ser diferente si usted lo quería, a partir de ahora seríamos dos para venir en las noches de lluvia, tal vez así saliera mejor, o por lo menos sería eso, seríamos dos en las noches de lluvia.
¿Qué tiene que ver el cuadro con el relato? Julio Cortázar inaugura una nueva manera de diálogo entre las artes, una variable de la écfrasis: se niega a describir el cuadro al mismo tiempo que se propone revelar la pintura. Desde esta ambigüedad se constituye como un relato autónomo, pero desde una lectura críptica visibiliza el enigma del cuadro: en el retrato oficial de la junta militar –como en el restaurante el Zagreb– hay un crimen oculto.
Lo que queda fuera de la representación es lo monstruoso. (Eso que se insinúa en el mundo sumergido, detrás de la celosía o de las puertas, en el reverso de la tela en la que se le advierte al espectador no mirar y también en esa amplia zona roja y en la insistencia del círculo). De este modo, desde la estética de lo siniestro que se moviliza en una relación de presencia y de ausencia, se oculta el crimen para al mismo tiempo develar el influjo siniestro que secretamente se instala en el retrato oficial de la junta militar. Así el hallazgo de crear un espacio pictórico que envuelve al espectador –que lo aproxima a las búsquedas estéticas de la narrativa de Cortázar– es traspuesto a los mecanismos propios del poder: desde el acto de instalación de la junta militar el espectador ya ha sido alcanzado. Entonces, lo inhumano del poder es puesto en evidencia en el cuadro de varias formas: está sugerido en los oficiales de alto rango (sin rostro), en el crimen oculto sobre el que se conforma la nueva junta de gobierno y, esencialmente, en la capacidad del poder de penetrar hasta nosotros, para hacernos cómplices (del crimen) o para convertirnos en víctimas.
Juan Molina Molina
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