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Anselm Kiefer: alumbrar desde las cenizas

Fotografía de VINCENT NGUYEN | AFP

03/06/2020

¿Qué es lo que me fascina de Anselm Kiefer? Creo que se trata de la materialidad de su pintura. Me refiero al poder mismo de lo matérico, ese estrato anterior a toda referencia, a todo tema, a la fisicidad trascendida por el sentido que, en su obra, tiene que ver con la visión crítica de la historia y con la condición trágica de lo humano. Impresionan sus grandes formatos, densas y pesadas pinturas mezcladas con plomo derretido, metales oxidados, ramas secas, flores, mechones de cabellos, nubes de cenizas, ropas colgadas, la hélice de un avión derribado o los libros pegados en la superficie de los cuadros.

Toda esta indagación sobre los materiales que acompaña al arte desde las vanguardias y especialmente desde el neoexpresionismo –corriente de la cual Kiefer es uno de los principales representantes– está relacionada con un referente histórico inconfundible, con la historia de Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. No obstante, al interrogar la historia particular de su país no sólo testimonia una época, ese período entre la guerra y la posguerra, sino que su obra intenta ir continuamente más allá de su propio referente, de abolir las distinciones entre lo contemporáneo y lo arcaico, lo remoto y lo próximo. Desde esta tentativa de unir los opuestos sus objetos y sus telas, sin dejar de hacer referencia a una determinada realidad, aspiran a un sentido universal. Prueba de ello son sus libros hechos de plomo, apilados o abiertos, en los cuales las diferencias entre lo pequeño y lo enorme dejan de ser percibidas como contradictorias, sus inmensas bibliotecas siempre antiguas y siempre recientes, sus grandes perspectivas en las que se alojan sensibles cargas primitivas, los vastos paisajes en los que se debate el renacer o el declinar del hombre, o esos personajes tendidos que ante la inmensidad del cosmos parecen sentirse por siempre solos o desde la pequeñez de una semilla sentirse conectados con el todo.

Anselm Kiefer es el pintor del fin de la concepción de progreso de la modernidad. Su propuesta niega la idea de una humanidad en la que cada generación construye su obra sobre lo logrado por la anterior y que avanza hacia un estado superior. De ser así, ¿cómo explicar los campos de exterminio? La experiencia abrumadora de la guerra justifica no sólo su escepticismo sino también la idea del retorno traumático de la historia. Sus primeras obras Símbolos heroicos (1969) y Ocupaciones (1975) son cuadernos, que al ser únicos y precarios contrastan un poco con el género de los libros de artista, en los que se une la palabra y la imagen, la fotografía y la acción provocadora. Para realizar Ocupaciones, título que deriva de la retórica militar, viajó por varios países de Europa que fueron invadidos por los nazis, en cuyas plazas o monumentos, algunas veces, con el uniforme del ejército de su padre, se retrata con el brazo en alto haciendo el saludo hitleriano. También en espacios naturales, de cara al océano y de espaldas al espectador, el fiel personaje repite el histriónico saludo. Estos retratos, por simular el saludo y la ocupación alemana de Europa, fueron interpretados como una apología del nazismo. Pero las fotografías procuraban un sentido contrario. El gesto, por una parte, pretendía actualizar la pregunta ya formulada por Theodor Adorno, ¿cómo sobrevivir a Auschwitz? Y, esencialmente, desafiar a la sociedad alemana que, en las décadas posteriores a la guerra, en su intento de borrar el horror también había pretendido encubrir todo rastro de admiración por el régimen nazi.

Lo que asombra a Kiefer, en un sentido negativo, es la intervención de la subjetividad de una sociedad, que ante la experiencia devastadora del Holocausto había preferido renunciar al pasado, olvidarlo. Por eso pretende volver atrás para contemplar el horror y, de este modo, mostrar las imágenes inconfesables de la irracionalidad humana. La gota de luz que aflora de su propuesta parece perseguir este propósito: negarse a la abolición de la memoria y enfrentar el pasado no sólo como una manera de demandar alguna reflexión sobre este período traumático de la historia, sino como una de las formas de suturar las heridas.

En Anselm Kiefer la experiencia de la guerra no es una historia pasada y superada. Al contrario, el pasado vuelve de varias formas. Vuelve de una manera consciente al representar el saludo y también la demencial fantasía hitleriana de conquistar Europa. Estas fotografías recogidas en los cuadernos-libros de artista se convierten en documentos de la memoria histórica alemana y, a su vez, en un complejo juego de reconocimiento de los símbolos nazis, en una acción de resistencia al poder. Pero la experiencia del pasado trasladada al presente también está determinada por una memoria traumática, en la que los significantes del duelo insisten en volver una y otra vez. Son dos formas distintas de entender cómo se vive o se siente el pasado en el presente. Y que se disponen como visiones opuestas. Una entendida como una acción consciente y crítica y, la otra, como una afección, un pathos. No obstante, ambas miradas se ofrecen como complementarias. Desde una visión crítica interroga el pasado para cuestionar las formas de barbarie alojadas en las regiones de la razón. Y desde la experiencia traumática el pasado se configura como un principio de repetición del duelo.

Llegado a este punto, en el contexto post-Auschwitz, se hace necesario citar la tesis de Slavoj Žižek, en cuanto a la pregunta sobre la factibilidad de la representación del trauma y del daño producido por la intromisión de lo Real en la representación artística del Holocausto. En El ocaso de las fantasías (Siglo Veintiuno, 1999), al distinguir las nociones lacanianas de la realidad y de lo Real, sostiene:

lo que experimentamos como la realidad, no es “la cosa misma”, ésta se encuentra siempre –ya simbolizada, construida, estructurada mediante mecanismos simbólicos– y el problema reside en el hecho de que a fin de cuentas la simbolización siempre falla, que nunca logra “ocultar” totalmente lo Real, que siempre involucra una deuda simbólica irresoluta e impagada. Este Real (la parte de la realidad que permanece no simbolizada) regresa [no de forma directa, sino] bajo el aspecto de apariciones fantasmales.

Esta noción de lo Real, dice Žižek,  revela una característica crucial en torno a la representación del Holocausto, puesto que el trauma se presenta como “irrepresentable” y sólo parece ser discernido mediante rastros, testigos, monumentos, huellas.

Esta relación inconmensurable entre el Holocausto y la representación tal vez ayude entender la producción artística de Kiefer, en la que el horror se presenta desde la “aparición fantasmal” del duelo. Para ilustrar esta idea es necesario detenerse en alguna de sus obras, por ejemplo, en La rosa da miel a las abejas (2011). La pintura representa el aeropuerto de Tempelhof de Berlín, edificación que materializa la idea que tenía Hitler y su arquitecto jefe Albert Speer de modernizar la capital alemana. Esta pintura establece una estrecha relación entre memoria, tiempo e imaginación: el pasado está representado por una imagen de archivo, la fotografía del interior del aeropuerto que ha sido impresa en la superficie pictórica. No obstante, en la extensa escena de diecisiete metros de largo, las nubes de cenizas y los tallos de girasoles negros que cuelgan a lo largo del cuadro convierten este espacio interior en la imagen “fantasmal” del duelo. En el cuadro coinciden el presente y el pasado y, a su vez, desde la conjunción metafórica se equiparan el monumento y las cenizas: si es cierto que esa colosal estructura celebra la imagen desmedida del poder, no es menos cierto que, en ese espacio interior se ha extinguido el fuego fúnebre de los hornos crematorios de los campos de concentración. Los girasoles dan fe de ello. Los girasoles de Van Gogh, ahora en luto, simbolizan la aflicción por la época y, obviamente, el duelo por sus víctimas.

Desde la imaginación poética –y no desde la imagen documental– se hace posible representar lo irrepresentable. Se podría decir, siguiendo la tesis de Žižek, que la imaginación es convocada para venir en auxilio de lo simbólico, para enfrentar el trauma del Holocausto como una vertiente de lo Real. Dice Lacan, citado por Žižek: “La verdad tiene la misma estructura de la ficción”.

La propuesta de Anselm Kiefer se sustenta en una proposición contradictoria: desde el presente pretende habitar el pasado. El pasado aflora como uno de los síntomas del trauma, pues en ningún otro momento se vive más intensamente el pasado como en el duelo. Pero más allá del duelo, en esta interacción entre los tiempos presente-pasado encuentra un método de indagación: mirar críticamente el pasado desde las circunstancias del presente o mirar el presente desde las sombras que se proyectan desde el pasado. Desde esta relación paradójica emprende la visibilidad de la cultura alemana, su mitología, su historia y su tragedia. Pero también la interacción de los tiempos impulsa en su obra una visión crítica de la historia, al cuestionar la idea que ha dominado durante siglos la cultura occidental: el tiempo rectilíneo condicionado por una dirección y un sentido. Esa visión del tiempo que tendrá en el cristianismo su origen y en las utopías modernas una de sus últimas representaciones. Más cercano a la circularidad que la antigüedad greco-romana tenía del tiempo, entiende la historia como la acción repetida del eterno retorno. Esta otra manera de entender el tiempo, le permite tener una percepción más universal de la historia (ya no circunscrita a la cultura alemana), comprender que los acontecimientos no son únicos e irrepetibles sino recurrentes y, sobre todo, la posibilidad de encontrar en el presente las marcas de un tiempo infinitamente antiguo.

En 1989, por ejemplo, año de la caída del Muro de Berlín, Kiefer termina una de sus obras más emblemáticas: Mesopotamia/La gran sacerdotisa (1985-1989). Monumental escultura que representa una biblioteca llenas de libros hechos de láminas de plomo, cuyas estanterías tienen como inscripción los nombres Tigris y Éufrates que, obviamente, hacen referencia a la civilización mesopotámica y a los orígenes de la humanidad. Pero también a los orígenes de la escritura, a los sumerios que se asentaron entre los márgenes de estos ríos. Con el título alternativo La gran sacerdotisa tal vez alude a Enheduanna: la primera mujer escritora que vivió en el reino donde se inventó la escritura. Por todas estas referencias la biblioteca remite a la civilización de la escritura, a la cultura del libro como imagen del conocimiento y extensiva de la memoria; pero también esta herencia es vista como escombro, como ruina. Incluso, más allá de estos significados contradictorios, la biblioteca promueve una complejidad mayor, se erige como una figuración del origen y también como una manifestación del presente o, desde una representación paradójica del tiempo, como una proyección de un futuro anterior. Desde la concepción cíclica de la historia, sobre el auge y la caída de las grandes civilizaciones, establece la conexión espiritual del origen con nuestro mundo, o más acertadamente, con nuestra época: con el fin de todo lo concerniente con el mundo moderno. (Sobre esta particular evocación que promueve la biblioteca, en el contexto post-Auschwitz, nos dice Rafael López-Pedraza, en Anselm Kiefer. La psicología de “Después de la catástrofe” —1998, que en los restos del imperio mesopotámico se encuentran los indicios de un posible fin de Occidente. )

Ante la “decadencia de Occidente” la obra de Kiefer no parece formular un imaginario de futuro. Al contrario, frente al progresismo de la historia, extiende su desconfianza hacia otro de los grandes mitos de la modernidad: el relato revolucionario. Desde la revolución francesa en 1789, hasta la revolución rusa en 1917 y el triunfo del socialismo en China en 1949, se promulga la idea de que profundizando en las posibilidades de la revolución se puede avanzar a un bien colectivo. Es significativo que Kiefer, en Deja que florezcan mil flores –una serie que inicia cinco años después de su viaje a la República Popular China en 1993– se detenga y recree los monumentos de la figura histórica y mítica de Mao Tse-Tung. Los monumentos hechos de hormigón o de piedra, en los que aparece el líder vestido con su largo abrigo y con un brazo en alto saludando a la multitud. Esta imagen casi siempre se integra a un paisaje sin límites agitado por miles de flores, lo que podría ser interpretado como una imagen conmemorativa.

Anselm Kiefer. “Deja que florezcan mil flores” (2000). Pintura al óleo, resina laca, madera, cuerda metálica y tornillos sobre lienzo. Dimensiones: 3.803 x 2.805 m. Colección: Tate Modern, Londres.

No obstante, en otra de sus obras de la misma serie, representa el monumento gris del líder, con su brazo en alto, cubierto por secos matorrales y rosas rojas pegadas literalmente a la superficie del cuadro. El título de la serie está asociado con la invocación que Mao Tse-Tung hiciera a los intelectuales chinos en 1956, incitándolos a criticar el modelo político y económico de la revolución: “Que florezcan cien flores, que contengan cientos de escuelas de pensamiento”. Muchos intelectuales acudieron al llamado de apertura, a promover corrientes alternas al dogmatismo revolucionario. Pero lejos de ser un auténtico llamado para rectificar el modelo comunista, la “Campaña de las cien flores” se convirtió en el mayor ataque contra los intelectuales, en la estrategia política utilizada para suprimir la disidencia.

En estas pinturas –como en las imitaciones del saludo nazi en Ocupaciones– apropiarse de los símbolos del poder es en sí una acción de resistencia. Kiefer utiliza la representación celebratoria del monumento a Mao, para producir un quiebre desde la ironía. Desde la ironía la vuelve de revés: al conjuntar la estrategia política y la imagen vegetal no sólo revela la crueldad del poder, sino que convierte el paisaje floreciente en una imagen del duelo. Además, entre el monumento y el paisaje recurre al dualismo romántico de lo eterno y lo transitorio; por una parte, simboliza el auge y la decadencia de un mito en el contraste entre el paisaje primaveral y las flores secas y, por otra, en la polaridad entre naturaleza y cultura celebra el triunfo de la naturaleza sobre los monumentos: pues sobre sus héroes crecerá la hierba. Este retorno a la naturaleza le permite también interpelar la historia como un proceso lineal, progresivo, dotada de una racionalidad que termina por legitimar regímenes totalitarios.

Desde la concepción cíclica de la naturaleza, expresada en el continuo retorno de las estaciones, la historia parece repetirse en la figura de un líder carismático y autoritario que se presenta como el paradigma de una nación: Hitler y Mao. Esta unión de contrarios, o de concepciones ideológicas que, después de la Segunda Guerra Mundial, se caracterizan como opuestas –en la comparación entre las fotografías de Ocupaciones y las pinturas sobre Mao– se vuelve evidente. No sólo por la similitud del gesto y la reiteración del saludo en ambos líderes, sino por el retorno a uno de los temas más obsesivos en su obra: la manifestación ilimitada del poder como una de las aberraciones de la historia.

Gracias a esta afinidad con el paisaje romántico se puede vislumbrar el sentido de su propuesta. En muchos aspectos la estética romántica revela una singular proximidad con la obra de Anselm Kiefer: su interés por el pasado, su gusto por las ruinas y la pregunta por la desdicha del hombre moderno. Pero también, por paradójico que parezca, con la búsqueda de una plenitud manifiesta en el arte: por un territorio de reconciliación total o de correspondencia entre las artes (tal como fue alentada por los románticos). La fascinación de ver reflejada en otra expresión su propia experiencia, de buscar puntos de encuentro entre diferentes disciplinas artísticas.

La pintura de Kiefer, en una relación especular, se mira a sí misma para verse reflejada en la expresión poética. El encuentro entre su pintura y la poesía de Paul Celan representa el mejor ejemplo de esta confluencia. Desde 1981, nos dice López-Pedraza, la imaginación del pintor comienza a moverse hacia los escritos de este gran poeta de origen judío-rumano, que sobrevivió a los campos de trabajo forzado y vivió el dilema de escribir en alemán: “en la lengua materna y en la lengua de los verdugos” (Amy Colin, Paul Celan: Holograms of Darkness, 1991. Citado por López-Pedraza). Su pintura, al fundarse como una imagen leída, no sólo transcribe palabras sueltas o versos enteros de Celan, sino que al establecer los puentes entre ambas expresiones, en memoria de la tragedia judía, convierte en programa estético uno de sus poemas: “Fuga de muerte”. Incluso, en ciertos casos, llega a la total integración al pegar los libros sobre el lienzo. Por ejemplo, en Para Paul Celan: flor de ceniza (2006) los libros quemados están adheridos literalmente en la tela. Estos libros esparcidos en un paisaje carbonizado, cuyos surcos se alejan en perspectiva hasta el horizonte, parecen ser la única semilla que dará fruto en esa tierra devastada por la guerra.

En la ejecución de la pintura como libro o, a la inversa, del libro como pintura no sólo pone de manifiesto la plenitud de las correspondencias, sino que en ese paisaje desolado también proyecta uno de los sentimientos románticos por excelencia: la melancolía. La melancolía extendida en los cuadros, como el plomo derretido, será el sentimiento que rige esa percepción de la historia como productora de escombros. Desde esta proposición contradictoria, Kiefer traza una última paradoja: la fascinación por las correspondencias entre la pintura y la poesía no anula la melancolía, al contrario, la complementa y su plenitud la afirma. No se trata, obviamente, de transformar en algo positivo esa negatividad absoluta que es la guerra, sino que al extender hacia otros territorios la pregunta sobre la desdicha del hombre moderno, encuentra en la resonancia una respuesta afirmativa sobre la razón del arte.

Hasta aquí el intento de responder a la pregunta inicial. Sin duda, lo que fascina de la obra de Anselm Kiefer es lo matérico de la pintura, la experimentación con los materiales, los grandes formatos, pero también la filiación romántica, el heredado juego de unión de opuestos que convierte la pintura en un escenario de resonancias. Y especialmente su método (u obsesión): la manera de acceder al presente a través de la indagación del pasado, retorno que determina la visión crítica de la historia y el escepticismo por los grandes relatos de la modernidad.

 


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