Perspectivas

Elogio de Carlos Federico Duarte (1939-2024) [Primera parte]

10/02/2024

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Carlos Federico Duarte retratado por Vasco Szinetar | Archivo Fotografía Urbano

Ha muerto Carlos Federico Duarte y pasará mucho tiempo hasta que sepamos, en toda su amplitud, lo que hemos perdido con su partida. Hizo tantas cosas, su legado es tan amplio, abrió tal cantidad de caminos que el balance de su vida requiere del concurso de muchos especialistas. Aunque siempre tuvo un eje claro, el arte colonial, fue restaurador, museógrafo, gerente e historiador, en cada caso con legados importantes. Como historiador deja más de cincuenta libros, además de una multitud de artículos y catálogos, que en todos los casos obras que marcaron un hito; como restaurador, tal vez fue el primer venezolano que hizo de la restauración una actividad profesional, y en su ejercicio rescató una gran cantidad de objetos y obras de arte, lo que en sí mismo es un aporte muy significativo. Como museógrafo ayudó al descubrimiento del arte colonial, hasta la década de 1960 casi olvidado y, sobre todo, desvalorizado; además lo hizo dentro de la gran movida museística de la democracia. Dedicó media vida, desde los treinta y nueve años hasta literalmente su muerte, a la Quinta de Anauco, convirtiéndola en uno de los grandes museos de Venezuela. Fue perito para coleccionistas, conferencista y promotor de actividades culturales. También fue un gerente que sabía liderar un equipo, levantar fondos y lograr, sobre todo en medio de las duras condiciones venezolanas de los últimos tiempos, que el museo llegara funcionando a fin de mes.

Duarte ayudó a completarnos como personas y como sociedad. Desentrañó, en documentos, muebles, trajes y obras de arte de hace doscientos o trescientos años, una parte de nosotros de la que no teníamos idea. Yendo al pasado colonial, contribuyó a que seamos más modernos, con investigaciones y una museografía innovadoras, con una gestión del patrimonio de avanzada, con algunas de las mejores propuestas museográficas de la región. Ayudó a redescubrir lo bello en lo que no valorábamos como tal, y así también valorarnos mejor y a nuestras posibilidades de creación. Pocos pueden alegar tantas contribuciones a la cultura.

Arte colonial, sensibilidad de vanguardia

Carlos Federico Duarte nació en Caracas en enero de 1939, tres años antes de la inauguración del Museo de Arte Colonial. Son dos destinos que se cruzarán muy pronto y que quedarán entrelazados por el resto de la vida de Don Carlos. Siendo niño, su papá vio el interés que le despertaban obras de arte colonial, por lo que decidió llevarlo al museo. Aquello definió su futuro. El niño queda tan fascinado que pide que lo vuelvan a llevar varias veces, y en esas visitas termina de perfilar su vocación de artista. Es un caso más bien raro, porque el hijo de uno de los más célebres ingenieros de Caracas, con antepasados en la ingeniería ya en el siglo XVIII, no piensa en la prestigiosa y por lo general lucrativa profesión de sus mayores, sino en la pintura. Pero no en cualquier tipo de pinturas, sino en unas que a muy pocos les llaman la atención, y que prácticamente nadie valora: las pinturas coloniales.

El año de nacimiento de Don Carlos es el mismo en el que echa andar el Plan Rotival, llamado así por el urbanista francés Maurice Rotival, contratado por el Estado para que hiciera en Caracas lo que el barón Georges-Eugène Haussmann había hecho en París setenta años atrás: demoler la ciudad vieja y construir otra nueva sobre sus ruinas. El Plan no se ejecutó de forma completa, pero sí el espíritu que lo animó: en los próximos veinte años la ciudad colonial básicamente desaparece, sustituida por rascacielos, autopistas y avenidas. Para la mayor parte de los venezolanos, nada de lo hecho en el pasado colonial es realmente importante. ¿No fueron gloriosos Simón Bolívar y en general la independencia por haber liquidado a la colonia? ¿No es eso lo que nos enseñan en las escuelas? Si quedaban iglesias y casonas por todo el país, si Caracas seguía siendo “la ciudad de los techos rojos”, eso sólo significaba que la república había fracasado, que el país estaba en el atraso y que seguía pendiente la tarea de acabar con el pasado colonial. La tesis no carecía de su punto: que en 1940 muchas de las principales edificaciones siguieran siendo las del siglo XVIII, hablaba más bien mal de la capacidad de los venezolanos para progresar. Puestos en los zapatos de nuestros bisabuelos o tatarabuelos de hace ochenta años, podemos entender por qué, tan pronto la renta petrolera se los permitió, contrataran a un urbanista francés para que culminara el sueño de volvernos un París Tropical.

Tal era el contexto cuando en 1942 Alfredo Machado Hernández, Cristóbal L. Mendoza, Arturo Uslar Pietri, Rafael Lovera, Carlos Manuel Möller, Eduardo Páez-Pumar, Eugenio Zuloaga, Manuel Santaella, Juan Röhl, Lope Tejera y José Nucete Sardi, fundaron la Asociación Venezolana de Amigos del Arte Colonial. Eran una especie de idealistas a contracorriente. Había, también, algunos historiadores que comenzaban a mirar la colonia con otros ojos, como Mario Briceño Iragorry con su clásico Tapices de Historia Patria (1934), Caracciolo Parra León, con su Filosofía universitaria venezolana, 1788-1821 (1933), y Augusto Mijares con la Interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana (1938). Pero también están en contracorriente, y además son demasiado católicos y conservadores para una sociedad que se ufana de liberal y democrática. Justo en aquel año se había demolido el barrio de El Silencio, con sus casonas coloniales vueltas tugurios y lenocinios, para construir encima una urbanización de clase media. A nadie en realidad le importó el patrimonio edificado perdido. Los burdeles que las ocupaban no desaparecieron, sino que se mudaron a la aún lejana Catia, y ya no era necesario, como se dijo mucho entonces, que las jóvenes de familia “voltearan la cara”, cada vez que iban del centro de la ciudad a las elegantes urbanizaciones de El Paraíso y La Quebradita. Al mismo tiempo, salvo excepciones se consideraba que pinturas o la arquitectura colonial tuvieran algún valor artístico. La verdad es que frente a los grandes academicistas del siglo XIX, miradas desde el gusto de la elite del momento, no podían competir. Eran otra cara del atraso.

El hecho es que, hasta la creación del Museo de Arte colonial, no había una institución que se ocupaba en específico de conservarlo, de modo que lo que quedaba estaba disperso en iglesias, que por alguna u otra razón habían mantenido ciertas imágenes; en ciertas casas familiares, que los atesoraban por valor sentimental; o en las de algunos coleccionistas, que eran figuras raras y a contracorriente. Sobre todo, se había borrado la memoria. No se sabía para qué pudieron haberse usado muchas cosas, ni cuándo las hicieron, ni dónde. De hecho, cuando un mueble se veía de muy buena calidad, inmediatamente se le consideraba novohispano. Porque de la colonia venezolana, de entrada, no podía salir nada bueno. Cuando en 1953 se construyó la Avenida Urdaneta, el Estado no se inmutó al demoler nada menos que la sede del Museo de Arte Colonial, la casona Llaguno, y la casona del Colegio Chaves, dos de las más importantes edificaciones coloniales de Venezuela. Una avenida moderna valió más que cualquier argumento histórico y artístico.

El preadolescente Carlos Federico Duarte es, por lo tanto, también un venezolano a contracorriente. Lo que pocos pueden imaginar entonces es que, al serlo, estaba siendo un vanguardista en un grado similar al que lo serían muchos de sus contemporáneos. La ruptura que en 1950 promueven en París los disidentes, con el que las artes plásticas rompen definitivamente con el academicismo, no sólo marca un cambio en la estética que permite la valoración del arte popular, lo que hace que Bárbaro Rivas sea considerado un gran pintor, sino también con el arte colonial. Liberados de los cánones de la academia ochocentista, las tallas coloniales, tan parecidas a las del arte popular, pudieron ser miradas de otra manera. Como el pueblo no fue nunca a la Academia de Bellas Artes y siguió rezándole a sus imágenes de siempre, no tuvo los problemas de la elite con aquella estética: por igual se fascinaba por los temas heroicos de Tovar y Tovar y Tito Salas, como por algún San Miguel Arcángel o alguna Santa Lucía del siglo XVIII. En ocasiones eran los sacerdotes, sobre todos los españoles con su formación europea de Bellas Artes, los que sustituían las imágenes coloniales por otras más modernas, por lo general importadas. Es algo que sus feligreses no hubieran hecho, pero eso, de nuevo, en 1940 podía interpretarse como otro signo de su atraso.

Es exagerado afirmar que el arte colonial comenzó a ser revalorizado del modo, por ejemplo, en el que el arte africano lo fue para el cubismo, pero visto en sus rasgos muy generales hubo de eso. Son precisamente los grandes promotores de las vanguardias, como Alfredo Boulton, Carlos Raúl Villanueva y Miguel Arroyo los que se ocupan de estudiar y, hasta donde les fue posible, rescatar el arte colonial. Admiran a Armando Reverón y a Bárbaro Rivas, les abren las puertas de los museos, escriben sobre ellos, les consiguen compradores a sus cuadros; y poco a poco van haciendo lo mismo con el arte colonial. Villanueva, en una especie de guiño a la ciudad que se demolió en El Silencio, le coloca pórticos barrocos y columnas panzudas a sus bloques de vivienda. No en vano será con ellos que el joven Carlos Federico Duarte podrá convertir ese amor por el arte colonial en una opción de vida. En la próxima entrega veremos de qué forma y cómo, con eso, cambió la forma de ver a la historia y a las artes en el país.


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