Telón de fondo

El carro del progreso

05/02/2018

En diciembre de 1840, los caraqueños pueden observar el adelanto anunciado en periódicos y discursos. En la posada de El León de Oro se exhibe una pequeña máquina de vapor que el púbico puede observar, después de pagar un chelín. Se trata de un artefacto que apenas pesa 225 libras, pero que puede girar 25 millas por hora llevando un peso considerable.

No solo pueden presenciar el portento entre las siete y las nueve de la noche, “desde asientos colocados en el mejor orden para la mejor comodidad del siempre atendido bello sexo”. Con solo pagar la monedita, los más atrevidos adquieren el derecho de subir a la máquina para vivir una aventura inédita. De acuerdo con la publicidad del suceso:

Todas las personas que gusten montar en cualquiera de los cochecitos, que dicha máquina lleva tras de sí, lo podrán hacer con la mayor seguridad; y para mayor placer o comodidad se hará que los coches corran según se exija, es decir, desde seis o siete millas graduadas hasta 25 por hora.

Es una diversión que atrae multitudes en los días de pascua, pero también una advertencia del adelanto simbolizado en el espectáculo. Los anunciantes no se contentan con sugerir al público que vaya a pasar un buen rato. Llaman la atención sobre cómo en Inglaterra y en los Estados Unidos funcionan “unos vapores de mayor calibre” que conducen 500.000 libras de carga y 1.800 pasajeros, mientras recorren en siete horas una distancia de 150 millas.

El recreo que disfrutan los habitantes de la capital en El León de Oro preludia la cercanía de una innovación sobre la cual se insiste desde los inicios de la república, permite palpar sin intermediarios los beneficios de la comunicación que los podía subir al carro del progreso tantas veces pregonado. El artefacto en el que se deleitan ahora sin pagar un alto precio, ni correr el riesgo de la vida, es el testimonio más evidente de la modernidad que se venía ofreciendo como remedio para los males de Venezuela en las páginas de El Liberal y de otros voceros afectos a los gobiernos de Páez y Soublette.

Tres años más tarde, los lectores se enteran de otra innovación que tal vez llegaría para cambiarles la vida. Algo más impresionante que las ruedas movidas por el vapor. De acuerdo con una información procedente de Francfort, un inglés de apellido Yardley había realizado “un descubrimiento extraordinario” que se extendería a todo el universo. Había creado un telégrafo electromagnético que trasmitía noticias con la rapidez de los objetos del mismo tipo ya existentes, pero imprimiendo en el papel “de la misma manera que la prensa y los tipos”. A lo mejor sienten que los pueden usar en cualquier momento sin pagar demasiado, como el ingenio mostrado en El León de Oro.

Pero de momento deben conformarse con los carruajes que conocen desde hace poco. Ya en 1839 hay en Caracas un número considerable de coches para el transporte de personas y carga. Como todavía las calles no se han adecuado para un tránsito expedito, la Jefatura Política del cantón dispone una suerte de matriculación para controlarlos. Si los conductores no obtienen un número de circulación sellado por un funcionario, serían multados con 25 pesos. Se trata de vehículos que, de acuerdo con un aviso aparecido en El Venezolano, servirían para fomentar “(…) la salud, la comodidad, el gusto, el tono de la capital y de sus habitantes”. Un desfile de “sillas volantes, carricoches, calesines, berlinas y calesas de todas las dimensiones y especies”, como las que fabrica un Monsieur Martin en La Casa del Armero La Llave de Oro, esquina de San Jacinto número 22”, pregona el advenimiento de un tipo diverso de sociabilidad.

Sin embargo, ¿cuán cerca está la metamorfosis?, ¿cuándo termina la incomunicación de los primeros venezolanos? Las ruedas que golpean las calles de Caracas son un acontecimiento local. La holgura y el talante aburguesado que pregonan los carteles de Monsieur Martin, apenas la disfrutan y lo muestran quienes tienen la dicha de vivir en la ciudad más importante. En realidad unos pocos de tales habitantes, si consideramos que solo pueden acceder a los transportes modernos quienes tienen dinero para pagarlos, o aquellos con recursos de sobra como para darse el gusto de ventilar sus costumbres cosmopolitas.

Tanto en Caracas como en el resto del territorio, la mayoría permanece confinada en unas comarcas que difícilmente se relacionan con el vecindario. Apenas en 1846 se anuncia la posibilidad de un transporte “confiable” entre la capital y La Guaira. Se trata de un coche llamado “El Rayo”, que sale todos los días del puerto a las cinco y media de la mañana y de la ciudad a las dos de la tarde. El asiento cuesta 20 reales y cuenta “con dos remudas de caballos en el camino y todos de probada confianza”.

Las calesas son una vanidad de los pudientes, o un anhelo de los políticos de vanguardia contra el cual conspira la inexistencia de carreteras. Las comunicaciones eficientes son una fantasía que se convierte en realidad a ratos, si se tiene un chelín en el bolsillo para gastarlo en El León de Oro.


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