Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Hemos dicho en otras ocasiones que la historia es siempre inédita. Lo que fue en un momento no solo deja de repetirse, sino que también puede convertirse en lo antípoda. Lo que fue pecado puede devenir en virtud.
El catálogo de los perseguidos puede volverse cuadro de honor. La villanía puede trocarse en santidad, y así sucesivamente. Pese al empeño de perpetuar prejuicios y opiniones canónicas, las necesidades de la posteridad hacen trizas el imperio de las clasificaciones y los escalafones que en un momento provocaron la división del género humano.
Limitaciones como el fanatismo, la ceguera y la ignorancia pueden sugerir que las sociedades mantienen el esquema de sus valores, el imperio de sus injusticias y sus necedades, porque forman parte esencial de la existencia, pero la realidad se encarga de desmentirlos.
Poco a poco o de manera intempestiva, la historia conduce a mudanzas de trascendencia en la manera de juzgar a los antecesores. Habitualmente lo lleva a cabo con lentitud, en forma morosa, pero no deja de realizarlo.
Es precisamente lo que sucede con la apreciación de los judíos en las sociedades hispanoamericanas y en la que antes fue su metrópoli. Como se sabe, los israelitas fueron considerados como una especie de mal absoluto en los reinos peninsulares debido a que se les atribuyó el crimen del deicidio. Por consiguiente, fueron objeto de miles de persecuciones que se cebaron en las propiedades y en la vida de los habitantes de los guetos y en la clausura de los lugares en los cuales ejercían las funciones religiosas.
El peso del estigma llegó al pináculo durante el mandato de los Reyes Católicos, quienes, so penas de muerte y flagelación, ordenaron la expulsión masiva de las criaturas de ese origen. La medida fue después calcada por el rey de Portugal, para que se produjera el éxodo de los israelitas recién llegados de España, o el forzado ocultamiento de su origen por las víctimas.
Como ser judío o tener relación de parentesco con ellos significaba una mancha que impedía el ejercicio de funciones públicas, o el acceso a los seminarios, a los colegios, a las universidades y a los barrios principales, los vasallos de la Península tenían la necesidad de demostrar, a través de expedientes de ¨limpieza de sangre¨, una distancia verificable de su alejamiento de los “asesinos” del Cristo.
Los judíos tenían que esconderse, desde luego, y una de las formas de subsistir en medio de la persecución consistió en convertirse a la fe oficial para pasar por buenos y leales vasallos. Nace así la estirpe de los ¨cristianos nuevos¨, prolongada en el tiempo y en el espacio, pero sujeta a la duda y a la retaliación.
Porque se sospechó de que los conversos tuvieran limpias intenciones, de que no se hubieran bautizado por convencimiento sino por conveniencia, para que se iniciara así un nuevo tipo de pesquisa de elementos judaizantes y de pecadores heterodoxos y encubiertos que hizo las delicias del Santo Oficio y la tribulación de millares de individuos sometidos a inclementes penas que incluían la muerte en la hoguera y la vergüenza pública.
Miles de esos conversos, centenares de esos judaizantes viajaron a América desde el siglo XVI, ocultos en sus flamantes actas de bautismo y confiados en la esperanza de que con el tiempo se olvidaran sus antecedentes. En efecto, muchos no solo se establecieron sin dificultad en las colonias y ocuparon cargos de relevancia al servicio del trono, sino que, con el correr del tiempo, y habituados a la inercia del cristianismo mudado a ultramar, también olvidaron los testimonios de su origen.
La ley española de 2015 que ordena el reconocimiento de los descendientes de los judíos expulsados por los Reyes Católicos, que auspicia la posibilidad de que obtengan derechos de ciudadanía y residencia si demuestran su procedencia de los linajes judíos separados de su tierra por una violencia de la monarquía, ha conducido a una inesperada y afanosa búsqueda de vínculos con las comunidades sefarditas -así se denominan los judíos peninsulares- que se ignoraban en la mayoría de los casos, y no pocas veces se despreciaban.
Ahora los latinoamericanos en general, y los venezolanos en particular, que antes se ufanaban de ser cristianos viejos, quieren exhibirse como judíos nuevos. El nexo que no buscaban, o de cuya existencia no tenían conocimiento, o del cual no se sentían orgullosos, les abre el camino para establecerse en España, pero también en Portugal, porque sus gobernantes han desbrozado el sendero legal para el mismo itinerario; es decir, para librarse de las penalidades de un continente cada vez más sumido en la injusticia y en la desesperación.
Si usted, venezolano, colombiano, peruano o mexicano, que huye de los horrores de su pantano, quiere escapar sin el azar de los caminos verdes, sin esconderse en los rincones ni correr el riesgo de una indeseable repatriación, demuestre su descendencia de la raza abominada y despreciada en el pasado, pida audiencia en la Unión Israelita y ufánese oficialmente de sus flamantes raíces.
Pero de donde menos se espera, salta la libre. Señores candidatos latinoamericanos a formar parte de una nueva generación de sefardíes. Como el asunto no es automático, sino dependiente de probanzas válidas y de documentos legítimos, deben saber que ya pululan los piratas que tratarán de embaucarlos ofreciendo los servicios que los llevarán a las nuevas jerusalenes europeas.
Ha surgido un enjambre de oficinas gestoras que carecen de las pericias que son necesarias en la investigación histórica y en su disciplina auxiliar, la genealogía, para formar expedientes inobjetables que puedan ser aprobados en España y en Portugal. Hasta en las cercanías de las Uniones Israelitas han encontrado cobijo esos corsarios sedientos de dinero y alejados de los escrúpulos. Como no se trata de hacer aquí propaganda, tal vez en privado pueda ofrecer detalles sobre los abundantes corsarios que quieren aprovecharse de este curioso éxodo deseable y justo, pero también, especialmente, de los colegas que hacen el trabajo sin torceduras.
De momento solo conviene destacar cómo el porvenir desemboca en cauce cristalino mediante los ejercicios de reparación que en buena hora pueden hacer los mandatarios cuando se toman en serio la trascendencia de la memoria histórica, cuando la utilizan para abrir senderos de justicia sin necesidad de abundar en la retórica ni de ponerse a derribar estatuas.
Elías Pino Iturrieta
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
- Elías Pino Iturrieta sobre la presentación del Espacio Simón Alberto Consalvi
- Lea aquí un capítulo de “La Cosiata. Páez, Bolívar y los venezolanos contra Colombia” de Elías Pino Iturrieta
- Vueltas de la historia: ahora todos queremos ser judíos
- Ideas elementales sobre la Historia, o para no meterse en su tremedal a lo loco
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo