Literatura

“Eclipse de cuerpo”, una novela de Pedro-Juan Valencia

19/11/2022

¡La brújula se ha roto y la partida de exploradores está perdida!

Charles Dickens y Wilkie Collins. Los perezosos (1857)

 

Desde hace algún tiempo asisto al agradable club de lectura que mantiene Manuel Borrás, el muy apreciado editor de Pre-Textos, en la Librería Ramón Llull de Valencia (España). El compromiso de los participantes es simple, leer un libro del fondo editorial Pre-Textos, novedad o “clásico”, recomendado por Manuel mes a mes. En septiembre recomendó la lectura de Eclipse de cuerpo, ópera prima de Pedro-Juan Valencia (1974), un todavía desconocido autor colombiano, cuya breve reseña biográfica lo sitúa estudiando Filología en Londres mientras trabaja como “copista de las más grandes obras de la literatura inglesa y universal”, incluso, ha “reescrito a Wilkie Collins, Edgar Allan Poe o Emily Brönte”. Luego, por problemas familiares reside en Argentina, donde se convierte en famoso criador de perros de raza, para recalar, años después, en Venezuela,  pues “su aparición y reconocimiento público le forzaron nuevamente a exiliarse” allí, donde su pasado tampoco “le permitió sosegarse” y por el peligro que corría su vida y la de sus seres querido, se oculta hoy “en algún lugar del vasto Caribe”.  Editorial Pre-Textos lo considera “un escritor brillante, una auténtica revelación que merece ocupar un puesto de honor entre los más destacados autores en lengua española del último siglo”. Como se ve, leídas de corrido y con el poco interés que, al menos en mí, suelen despertar la tapa y las solapas de los libros, no se revelan noticias llamativas, apenas alguna extrañeza respecto a su pasado o al ignoto retiro caribeño. Pero, estos simples paratextos, sin embargo, y es opinión de Bajtín, revisten gran importancia porque siempre comprometen al autor, y, en este caso, también a su editor.

Borrás presenta así su propuesta de lectura, la cual es recibida por todos con atención e interés, similares a los mostrados cada mes por la recomendación escogida. Todo normal, hasta que, casi al final, hace esta revelación, a mí me parece que todo esto es mentira y que Pedro-Juan Valencia no existe. Entonces, algo ocurrió entre los asistentes, todos levantaron la cabezas con inusitada curiosidad: ¡un autor sorprendente que no existe! De inmediato, cada uno de los concurrentes comenzó a emitir conjeturas. Borrás, con dosificación estudiada, poco a poco iba aportando un nuevo dato o distracción, no se sabe. Hizo al público dudar de si Valencia lleva nombre real o no, de si es colombiano, pues podría ser venezolano o peruano e inventar esta biografía, sutilmente absurda, solo para despistar ¿a perseguidores, a lectores? Insiste Borrás en que ni siquiera ha hablado nunca con él, se entiende a través de su hija, convenientemente mencionada en la biografía como nacida en Caracas. Tampoco el curioso editor ha podido averiguar bien por qué ocurren las persecuciones políticas referidas ni, mucho menos, cuál es la filiación ideológica de nuestro autor. O si la persecución ocurre por ser notoriamente uno de los mejores criadores de perros del mundo. Secretos guardados herméticamente por un autor cuyo libro publicó Pre-Textos en 2006, cuando contaba con treinta y dos años. Las fechas aportan datos reveladores, tantos como la madurez del texto.

Cada palabra de la solapa biográfica, igual que las explicaciones brindadas por el editor, ha sido medida para que no resalte ningún aspecto, pero con la intención de crear sospechas una vez iniciado el juego de autorías al que todos los contertulios, sin excepción, nos entregamos contentos desde ese mismo momento. Y bajo esa luz leímos la obra. Los equívocos sobre autorías me fascinan, son acicate para incitar curiosidades y análisis muy creativos acerca de una obra que permanece anónima y, por tanto, susceptible de ser adjudicada a diversos autores, pues por lo general los estudios estilísticos o lingüísticos no demuestran la filiación tan irrefutablemente como algunos desean. He dedicado mucho tiempo (esfuerzo que recuerdo con alegría) al estudio de las pesquisas sobre Fernando de Rojas como autor único o plural de La Celestina o como simple copista o como nombre del “taller” redactor de la obra, en fin, sé muy bien de lo que hablo cuando se entra en ese juego, tantas veces cargado de intenciones y manipulaciones con el propósito de crear desvíos y redes lúdicas, como en esta ocasión creó Borrás. Por otra parte, también aprecio la idea de leer desconociendo incluso el nombre del autor, mucho más cualquier rasgo importante de su biografía ciudadana. Ya conocemos la tendencia, en mi opinión dañosa, de tantos lectores a explicar las obras siguiendo solo la trayectoria vital de sus autores. Error que se acrecienta cuando se trata de una obra como esta, cuyo personaje-narrador permanece innominado casi hasta el final del relato, pues la anonimia es recurso importante de la historia contada y cualidad principal del carácter de ese personaje-narrador. Un autor sospechoso de inexistencia se corresponde muy bien con las intenciones de la novela estudiada. Valencia dice estar “convencido de que la función principal de una novela es la historia que se cuenta”, pero esa historia debe atrapar al lector de modo que lo “intrigue tanto, que al cabo de los años se tiente a releerme”; por lo cual, se ocupa de contarnos muy bien “un cuento que transcurre en varios niveles con engañosa sencillez”. El tema de la autoría es, sin duda, uno de esos niveles engañosamente sencillos, pero con función eminente.

Ese día los lectores nos fuimos con una obra desconocida bajo el brazo, aunque con la certeza de que su autor puede no ser quién dice ser, es decir, no existe, por tanto, no tiene biografía, y tal carencia impide, ¡oh alegría!, explicar algún rasgo del texto. Debemos, sin auxilios, hacernos cargo de un escrito cuyo tema hace referencia a una particular anagnórisis: por una parte, la revelación de la alienación vivida desde la infancia, la cual, sin embargo, le ha propiciado al personaje una vida buena, sin sobresaltos; por otra, la constatación de que el trueque de esa alienación por su contrario, tampoco le habría servido de mucho.

Pero, otra maliciosa insinuación de nuestro editor fue adjudicar la obra, aunque, insistió, sin ninguna prueba, a Darío Jaramillo Agudelo, cuya magnífica novela, finalista del Premio Rómulo Gallegos de 1997, Cartas cruzadas (Pre-Textos, 2020), se había leído inmediatamente antes. Pre-Textos ha publicado desde el año 2000 buena parte de la obra de Jaramillo Agudelo; es decir, la de Borrás debe ser tomada como opinión de autoridad. Un mes después, la sonrisa maliciosa de Borrás, quien antes de iniciar la sesión se había paseado convenientemente por los diversos corrillos que suelen formarse, revelaba sin ambages que su propósito estaba cumplido. Prueba singular del rasgo lúdico que siempre ofrece la buena literatura sin importar su género de afiliación o el tema tratado, y que poco a poco parece ir desapareciendo. Y en ocasiones resulta menospreciado.

En la reunión de discusión de la obra se dedicó una buena cantidad de tiempo a estos asuntos que matizaron y ampliaron las opiniones y análisis de cada uno. De acuerdo con mi apreciación, podría tratarse no solo de un autor sino de, al menos, dos; ciertas frases usadas o no en España y Colombia o Venezuela así lo sugieren, o son otra argucia para despistar. Igualmente reparé en los epígrafes, clave segura -al menos en este caso lo son- de lectura: uno de William Blake (“Pero antes que nada será abolida la noción de que el hombre tiene un cuerpo distinto del alma”) y otro de Juan Sánchez Peláez (“Rehacer la vida porque la verdadera vida está ausente, inventar el mundo porque no estamos en el mundo”), que seguramente nuestro querido Alejandro Oliveros no despreciaría para una obra propia. Al escuchar esta acotación, el editor expresó la posibilidad de que Oliveros, si no autor, tal vez sea colaborador en la redacción del libro. En fin, las posibles adjudicaciones son amplias.

Los temas y asuntos de Eclipse de cuerpo, por otra parte, no son ajenos a los tratados por Jaramillo Agudelo en Cartas cruzadas (la belleza, el cuerpo, la música), e igual ocurre con el estilo descriptivo, sobre todo de los cuerpos de los personajes, pues para este autor, al menos en Cartas cruzadas, es a través de sus cuerpos como mejor los personajes revelan su sentir y subjetividad. Incluso uno de sus libros de poemas lleva por título El cuerpo y otra cosa (Pre-Textos, 2016); otro, temprano, Razones del ausente (1998) o Novela con fantasma (Pre-Textos, 2004) o La voz interior (Pre-Textos, 2006). Aunque, bien lo sabemos, estas no dejan de ser fáciles inferencias de una búsqueda interesada. De cualquier manera, las inseguridades y percepciones pertenecen al nutritivo juego de la ficción, siempre nuevo al acceder al mundo propuesto por un autor.

Eclipse de cuerpo atrapa al lector desde la primera línea: “Tengo despegado el cuerpo del alma. He vivido mi vida como si el cuerpo, mi cuerpo, no fuera parte de mí” (p. 11). Esta idea produce una fascinación extraña, acaso sentida por muchos más de quienes la confiesan. Pero la clase de alma referida por el personaje carece de cualidades religiosas o metafísicas no es sino puro hálito vial en correspondencia con una biología. Por ello, de ningún modo se trata, a mi juicio, de un personaje disociado de manera esquizoide, sino del que se enfrenta a la imposibilidad de conocer a plenitud eso -tan elusivo- de sí mismo que se ha dado en llamar interioridad. Es más, este personaje parece decirnos que el muy apreciado conocimiento interior parece venirle a la persona mediante el darse cuenta de la reacción corporal que una emoción le suscita; también, en el caso de nuestro personaje, debe apreciarse su valentía, si bien él no la registre así, de aceptar que la vida interior -cuando la hay o se manifiesta- no responde a lo esperado por la sociedad, y, acaso por eso, el sujeto puede creer que carece de ella: por ejemplo, el comportamiento del personaje ante la muerte de su esposa, de cuyo amor por ella no tengo la  menor duda, es revelador. Dice: “Yo no sentía nada y no mostraba nada. Tenía una sensación de aturdimiento nada parecida al duelo” (p. 217). Mientras que en opinión de los demás, su cuerpo abatido por un alma desolada pero ajena a expresarse con la emotividad querida por el público, lo hacía pasar por “viudo valeroso. Por hombre profundo cuyo dolor está más allá del llanto. Mentiras. No sentía ningún dolor”. El innegable drama de su “helado interior” en nada se corresponde con el melodrama aportado por los de afuera.

Para mí, el libro inquiere una y otra vez, sin concesiones ni paliativos, en qué es el dolor, cómo se siente el dolor. Cómo se ama. Al respecto, también es muy revelador el episodio cuando Felipe, entrañable amigo de infancia, una de las personas a las que más quiere el personaje, su hermano por afinidad, le hace saber su diagnóstico de cáncer terminal. En ese momento, nuestro personaje se sintió incapaz de dar consuelo al amigo, del modo como suele esperarse de una buena persona, es decir, dar consuelo manifestando tristeza. Quiso, sin lograrlo “sentir su angustia”, pero, “la angustia de la muerte es intransmisible. Solo una piedad infinita por él y, luego, emergió otra vez el egoísta (…) supe que si Felipe desaparece me voy a quedar totalmente solo” (p. 274). Su distancia cargada de piedad por la suerte del otro apenas se estrecha al poner una mano sobre su hombro, sucedáneo de la imposibilidad de hablar tras comprender la “frustración del verbo”. Por eso Javier solo pudo responder con silencio al silencio posterior a la revelación; en uno sucedió el “silencio solitario de quien se ve de cara con la muerte”, en el otro, “un silencio desconcertado, impotente (… ) desolador en el trance de aceptar la proximidad del fin” (p. 274). Como ambas frases pueden aplicarse por igual al silencio del enfermo o del sano, nos preguntamos si, acaso,  puede caber entre ellas mayor compasión.

Javier, casi al final del relato conocemos su nombre (lo hubiera preferido siempre innominado), es un ser que no vive para la trascendencia, no le interesa, como tampoco le interesó en su infancia formar parte de las discusiones de sus hermanos por obtener un juguete o un cuarto propio; es más, en su psique tales asuntos resultan casi equivalentes. No. En él la distancia viene aportada por el alivio de no ser suyo el cuerpo enfermo o el cuerpo que desea con desmesura una habitación propia y sufre por ello. La suya es una simple manera de ser, alienada, indiferente, impasible, que la buena educación ha encubierto a los demás, incluso a él mismo, hasta que un día ya no puede disimular cuando se le revela como una paradoja: “Fue esta revelación lo que me impidió descubrir antes cómo he vivido mis cincuenta y nueve años” (p. 11); es en esta última etapa de su madurez cuando, a pesar de haber “contado con la ayuda del lenguaje”, cae “en la cuenta de la actitud inconsciente de toda mi vida, el supuesto implícito de todos mis comportamientos” (p. 11), causados por tener “despegado el cuerpo del alma”.  A mi entender, acaso los especialistas razonen con mejor juicio, el estado de Javier y su consiguiente comportamiento no se equipara con un vicio moral. Nadie se ha percatado de ello, y él mismo cae en cuenta de su realidad en el ocaso de la vida, casi como consecuencia de las ausencias de Elvira y Felipe y la conciencia de la propia finitud que tales muertes provocan.

Javier se vive como individuo aislado, ajeno incluso de su persona propia, de ahí que sus afinidades, desencuentros o malquerencias resulten tan naturales y desprovistas de marcas positivas o negativas: ama a su hija radicalmente, igual que su hijo le produce desde su nacimiento una profunda antipatía; no siente culpa ni espera reconocimiento. Sus sentires son solo suyos. Quizás la escisión de las partes que lo conforman le ha dado la gracia de permanecer incontaminado por las rutinas morales de la cultura. También lo ha capacitado para no sentir el compromiso de manifestarse de un modo determinado para no desentonar. A pocas cosas les da importancia -repetimos-, no le importó vestir con las ropas dejadas por sus hermanos mayores, tampoco tener fama o dinero ni ser músico virtuoso. Sin embargo, todo cuanto emprende lo hace bien, muy bien, incluso, pero comprende que a ese muy bien le falta algo: aquello que solo puede aportar la pasión, de la cual es incapaz; por ello, busca el don que a la perfección de su trabajo ofrecen otros, Elvira o su propio padre, sin sentirse herido en su vanidad, vicio que desconoce; recibe el obsequio con alegría y gratitud pues embellece su labor. Y a la belleza es particularmente sensible.

La obra se desarrolla a través de cincuenta y cinco capítulos de una o dos páginas cada uno. Capítulo a capítulo van relatándose, cronológica y minuciosamente hilados, los recuerdos acumulados; pequeños, muy pequeños momentos significativos van conformando una vida tan anodina como la de cualquiera; es la vida de quien da a su persona poca importancia, de alguien que incluso se sorprende al comprobar la existencia de egos superlativos, cargados de expectativas, orgullos, apetencias, como el de don Pompilio, su suegro, cuyo ego descomedido habita un cuerpo “inmensamente gordo y tan lerdo como un pingüino en tierra” (p. 157), pero que al narrador proporciona malestares físicos incontrolables: “Mi cuerpo era invadido por el doctor Pompilio Santana mientras mi alma, de seguro, se había ausentado espantada” (p. 157).

Demasiados asuntos mundanos y muchos de sus semejantes le producen hastío. Se acepta en su biología finita, consciente de su disolución en el polvo, lo cual tampoco le importa mucho. De qué vale sufrir por la fatalidad. Sin embargo, es capaz de padecer ese no sé qué común al género humano, cuando nos traiciona alguna vez. Porque, aunque la trascendencia no lo mueve pues su alma se asemeja a la de un ateo convencido que ni siquiera se toma el trabajo de confrontar tal idea, este espíritu anarquista, cierra el relato de la definitiva escena con Felipe declarando lo intuido antes respecto a la pervivencia de su esposa fuera de su recuerdo: “Ahora, frente a la muerte, me reivindico como perdurable (…) perduraré, íntegro o disuelto, perduraré. Mis habilidades y mis talentos, mis limitaciones y mi tibieza, se repartirán por otros cuerpos, del mismo modo que la risa de Elvira se convirtió en la risa de Julieta” (274). Un paliativo tímido contra el temor de no ser. Conmovedor.

La escritura del texto complace por su austeridad perfecta, única que conviene al personaje, sus actos y relato. Un lenguaje directo, donde nada sobra. Palabra despojada de toda artificiosidad, magnífica en su claridad y limpieza, en su tersura, pero capaz de hacer que la imagen brote y revele cuanto el narrador desea. Sí, hemos leído “un cuento que transcurre en varios niveles con engañosa sencillez”.


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