Ficción

Domingos de ficción: Dos mujeres

Fotografía de Donnie Nunley | Flickr

30/08/2020

Llegamos a la quinta entrega de la cuarta temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural es la no ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con un veterano de la comunicación, maestro de la entrevista y miembro de esta casa: Hugo Prieto (Caracas, 1958), ganador del Premio Hogueras con Todos somos garimpeiros, autor de la novela Vivir en vano (Alfaguara, 1991), Avenida Baralt y otros cuentos (Fundación Cultura Urbana, 2005) Enemigos somos todos (La Hoja del Norte, 2016). De él afirma Sergio Dahbar en la revista SIC: “Dejó huella en revistas como Número, en Domingo Hoy (de Economía Hoy), en Siete Días (de El Nacional), en Ultimas Noticias, en Contrapunto, y ahora en Prodavinci”.

 

Le costó trabajo, pero finalmente pudo incorporarse y caminar hasta la azotea; se apoyó en la cornisa y permaneció atenta a lo que podía suceder, comenzaba a bajar la temperatura y el cielo estaba completamente despejado. Le echó una mirada al trozo de plátano que había clavado sobre un pedazo de madera. Seguía allí, intacto, esperando los picotazos de Cleopatra, la guacamaya roja y azul que venía a visitarla en el inicio de cada atardecer. Mariana Naranjo se llevó la mano a la barbilla, pero no sintió nada. Se tocó la nariz con la punta del dedo índice, pero tampoco sintió nada. Una ráfaga de viento la obligó retroceder, un paso y luego otro, hasta el porche del apartamento, buscó el teléfono y marcó el número de Asdrúbal Lotina, el vecino de la planta baja, le pareció escuchar: Aló… ¿aló?… Diga… coño. Pero ella, perdida en el turbio estallido de su cabeza, apenas dijo: …el plátano, Asdrúbal, el plátano se está comiendo a Cleopatra.

Asdrúbal se quedó pensando un momento. Sintió el miedo que provocaba el desconcierto y le hizo caso a una voz interior que le decía ahora o nunca. Subió corriendo las escaleras; abrió la puerta y la vio tendida en el piso, con el teléfono en la mano.

¡Mariana!… ¡Mariana!

Pero ella permaneció inmóvil. No dijo nada, tampoco volteó a mirarlo. Le había dicho algo que no tenía lógica y seguramente estaba en medio de un trance, de una alucinación. La cargó en brazos y la acostó en la cama del dormitorio.

Agarró el teléfono y llamó a una ambulancia, parecía una muñeca de trapo de tamaño natural.

No te vayas a morir… –dijo en voz alta, como si ella pudiese oírlo. Salió a la terraza y caminó hacia el borde que hacía esquina, desde allí podía ver el cruce de las calles San Andrés con la 2da transversal, en la Puerta de Caracas. Podía permanecer allí todo el día, marcando el número de emergencia, encendiendo un cigarrillo con la punta del otro, mientras Mariana entraba en coma irreversible. Pero el ulular de una ambulancia que subía por la calle San Andrés le devolvió el ánimo. Parecía un verdadero milagro. Apagó el cigarrillo y bajó las escaleras, saltándose varios peldaños, abrió la puerta del zaguán y vio la ambulancia seguir de largo. Salió a la calle y empezó a gritar desesperado.

Regresen. Es aquí. ¡Coño! –se llevó las manos a la cabeza y estalló en llanto.

¿Qué le pasa, amigo? –le preguntó un hombre que transitaba por la calle.

Estos hijos de puta se han ido… Mariana ha sufrido un ataque, está inconsciente; y se han ido… maldita sea.

Llevémosla en mi carro –propuso el hombre.

El trayecto que los separaba del hospital, apenas 10 minutos en carro, le resultó una eternidad. El hombre conducía con una mano pegada a la corneta, presionando a diestra y siniestra. El carro avanzaba muy lentamente por la segunda transversal, Asdrúbal miraba de un lado a otro, sentía que le faltaba el aíre, como si se encontrara atrapado en la cabina de un ascensor o algo así, pero no podía hacer nada sino suplicar con la mirada. Finalmente, llegaron a las afueras del hospital.

Le voy a pedir que lleve a su amiga en brazos, no quisiera que la policía me abriera averiguación, me dejen detenido y el carro en custodia. ¿Usted entiende, verdad?

Asdrúbal Lotina sintió una punzada en el estómago. Tendría que cargar con Mariana al menos 20 metros. ¿Lo soportaría su hernia inguinal? Se quedó viendo el parabrisas, sin saber qué hacer.

¿Qué clase de hombre es usted? Haga el favor de salir de mi carro inmediatamente, le dijo el hombre.

Se bajó, abrió la puerta del asiento trasero, y cargó a Mariana en brazos. Seguía inmóvil, aunque sus ojos palpitaban, como si tuviera un mal sueño, una pesadilla, de la cual no podía despertar. Al apoyar el pie en el primero de tres escalones que daban al vestíbulo de emergencia, sintió un dolor intenso en la pierna que lo obligó a retomar su postura inicial.

Auxilio –gritó. Unas lágrimas de impotencia, de odio, corrían por sus mejillas.

Dos hombres vinieron en su ayuda. Se llevaron a Mariana y la acostaron en una camilla.

Asdrúbal se sentó en el borde del escalón. El dolor seguía, aunque era menos intenso. Debía descansar unos minutos, antes de poder hacer cualquier cosa. ¿Qué clase de hombre soy? Uno que sólo puede caminar dos cuadras o llevar una bolsa de pan, a causa de una jodida hernia que me ha acompañado tanto tiempo, que apenas recuerdo cómo era mi vida sin ella. Se corrió por el borde del escalón, ayudándose con las manos.

Necesito una silla de ruedas. Por favor, una silla de ruedas.

Parpadeó y vio la silueta borrosa de un cuerpo tendido sobre una cama de hospital; entornó la mirada y la imagen empezó a cobrar nitidez; sólo era una sábana blanca y un mechón de cabellos negros. Un hormigueo incontrolable empezó a recorrer su cuerpo. ¿Hombre o mujer?, se preguntó, antes de advertir que él mismo estaba postrado en otra cama, en esa misma habitación. Se quedó viendo el techo, cautivado por un aroma que palpitaba en su memoria. Podía quedarse ahí, echado como un perro, totalmente despreocupado, nadando en una atmósfera mortecina, tan parecida al amanecer, que le dieron ganas de levantarse y salir a la calle.

Escuchó un suave ronquido y se puso en guardia.

¿Eres tú, Mariana?

Pero no escuchó nada. Intentó levantarse, pero la punzada regresó con mayor intensidad. Quería verle la cara, quería comprobar si, realmente, era ella. Un enfermero abrió la puerta de la habitación y le preguntó cómo se sentía, al tiempo que dejaba sobre la mesa un estuche con varios tubos de ensayo, precintados con el número de habitación de cada paciente.

¿Quién es ella?, preguntó, ansioso, Asdrúbal Lotina.

Pues la mujer que usted trajo al hospital.

¿Podría decirme que le ha sucedido?

Un derrame cerebral.

¿Es muy grave?

Aún no lo sabemos, pero pudiera serlo.

¿Podrá caminar de nuevo? ¿Hablar?

Le repito, aún no lo sabemos.

Mariana seguía dormida. Un líquido transparente y brillante drenaba, a cuenta gotas, por una vía que desembocaba en el dorso de su mano. Intentó acostarse de lado, girando sobre su hombro izquierdo, pero la punzada le provocó un dolor intenso. Se llevó la mano a la ingle y tocó la superficie de la venda. Sintió la derrota entre sus piernas. Una nueva operación de hernia inguinal que se reproducía como un virus inmune a los antibióticos.

Raúl Mancera, el misterioso hombre que vivía en el piso tres del edificio, se presentó el lunes, a las 3:00 p.m., y se quedó en la habitación hasta que la enfermera lo echó, literalmente, a las 5:00 p.m., hora en que las visitas debían abandonar el hospital. Se sentó en la silla y empezó a hablar con Mariana, aunque sabía que ella no podía responderle. Asdrúbal escuchaba, al otro lado del parabán, como si fuese un extraño sueño. Todavía recuerdo el día en que me alquilaste el apartamento. Fue en junio de 2000, creo que un jueves. Llovía en forma intermitente desde la mañana. Estuve a punto de llamarte y posponer nuestro encuentro, pero sabía que si no me presentaba, me podía olvidar del apartamento. Estaba nervioso, ¿con quién iba a encontrarme al traspasar la puerta de tu casa? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que nos vimos? ¿20 años? ¿Llegaste a pensar alguna vez si yo era el amante que te convenía? Ahora no tiene importancia y quizás nunca la tuvo. Algunas personas creen que en el estado en que te encuentras, en coma o en un lugar indeterminado del inconsciente, puedes oír a los demás. No les creo, pero confío en tu agudeza, en tus instintos. Así que lo voy a intentar. Esa tarde venía bajando por la avenida Vollmer de San Bernardino, a la altura del Banco Mercantil. Iba con mi bajo, dentro de su estuche, colgado del hombro derecho. Llevaba puesto un traje negro y parecía que en cualquier momento sacaría de ahí una ametralladora, de esas que tienen un cargador en forma de cilindro. Caminaba lentamente, como si el viento me arrastrara, los demás ponían alfombra roja a mi pies, gozaba intimidándolos. Pero tú nunca tuviste miedo, ¿verdad? Yo, en cambio, al divisarte en la esquina me quedé paralizado, como una estatua de José Gregorio Hernández. Apenas podía escucharte: Aquí fue donde ocurrió. Qué. ¿De qué hablas? Aquí fue donde perdimos a Gabriel. Aquí, justamente. Su padre bajó del carro, sacó al niño del asiento trasero y lo dejó junto al poste. Sabía que el niño quería regresar a mi vientre, pero yo le seguí el juego a su padre. No va a pasar nada. Le vamos a dar la vuelta a la manzana y Gabriel va a estar allí, junto al poste, donde lo dejamos. Pero no estaba. Se esfumó, desapareció. Pusimos la denuncia en la policía, pero nunca lo encontraron. El viento dejó de soplar. Me llevé la mano al hombro, quería aferrarme del bajo. Tuve que caminar, tratando de seguirte. Y lo conseguí, esa tarde lo conseguí. Comimos en silencio. No creo que te haya visto dos o tres veces a los ojos, no podía soportarlo. Pedí la cuenta y mientras contaba el dinero, dijiste: Raúl, no puedo vivir con alguien que es incapaz de superar lo que pasó. Eso fue todo. Salimos del restaurante, en direcciones contrarias. La tarde en que acordamos lo del apartamento, hubo un instante en que intercambiamos miradas. Ya, Raúl. Déjalo. Ya lo superé. Pero yo no, Mariana. Yo sólo toco el bajo, a veces, en la sala del apartamento. Canciones como Un viejo blues. Me alivian, me curan. A veces me pregunto si me has escuchado. Dime, ¿lo has hecho?

Asdrúbal Lotina seguía tendido en su cama, al otro lado del parabán. En una noche de noviembre, en que la órbita del planeta gira para que las noches sean más largas, le pareció escuchar la fuga de un bajo. No sabía nada de Mariana. Absolutamente nada. Siempre con esa tristeza en la mirada, con esa leve sonrisa que despertaba su curiosidad, sus deseos. Un misterio, en cuya búsqueda escarbó sin suerte, cada día de sus vidas. Las estrellas lo miraban en la noche, moviéndose de este a oeste, sin que pudiera descifrar lo que seguramente le decían. Se miró las manos callosas y endurecidas. Seguro de que podría dormir, sin otras molestias que el dolor que le producía su propia herida. Finalmente, sentía alivio, entre las pausas, el silencio, de un bajo.

***

Lea las entradas anteriores de esta serie:

Domingos de ficción: La fiesta y Niña; por Lorena González Di Totto

Domingos de ficción: Tequila; por Gerardo Guarache Ocque

Domingos de ficción: Bob lo sabe; por Alex Vásquez Santander

Domingos de ficción: Una mala velada; por Cristina Raffalli


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