Retratos, hitos y bastidores

Domingos con Mahler

11/06/2022

Gustav Mahler. Fotografía de Moritz Nähr

“Pues aunque habla [la música] mediante puras sensaciones, sin conceptos, y, por tanto, no deja, como la poesía, nada a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu más directamente, y, aunque meramente pasajero, más interiormente…”

Immanuel Kant, Crítica del juicio (1790), II, §53

1. Una de mis mayores frustraciones es no hablar alemán, y más importante aún para mí, no leerlo. Ello a pesar de tomar cursos básicos en la Asociación Cultural Humboldt, así como clases particulares al promediar la década de 1980, cuando estudiaba la maestría en Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Entonces me percaté, más que nunca, de lo fundamental de leer a los pensadores en su lengua original. Mis actividades profesionales como urbanista, así como el posgrado en planificación en España, a finales de los años ochenta, me apartaron de la lectura rudimentaria de textos con los que había tratado de practicar, buscando llegar a los filosóficos. De la poesía de Rilke al teatro de Brecht, pasando por  Professor Unrat, de Heinrich Mann, conservo en mi biblioteca volúmenes de aquellos años veleidosos. Sus páginas anotadas pero crípticas, con incansables traducciones al margen, testimonian mi desengaño idiomático.

Pariente de esa germanofilia frustrada es mi incultura musical, heredada en mucho de las limitaciones familiares. Nunca hubo en casa ni tiempo ni presupuesto para enviarnos a conservatorios, llevarnos a conciertos o ejecutar instrumento alguno. Es una posibilidad que, para fortuna de generaciones más jóvenes, han cultivado y ofrecido las orquestas juveniles venezolanas, desde el último tercio del siglo XX. En todo caso, lo que más resiento de mi ignorancia musical es, un poco como ocurre con la inaccesibilidad al alemán, carecer de un vocabulario que me permita apreciar y comentar el repertorio clásico que disfruto.

Si bien por décadas la música así etiquetada permaneció para mí como un dominio innombrable, en 1983 – año bicentenario del Libertador y episodio crepuscular en que Caracas brilló como capital cultural – mi apetito musical fue avivado por la pléyade de artistas visitantes. Guiado por amistades de oído educado, quienes fungieron de cicerones, cobraron entonces para mí nuevo significado algunas piezas que había escuchado y gustado de manera casual: de las Cuatro estaciones que acompañaron por décadas las emisiones de Valores humanos de Uslar Pietri, hasta composiciones barrocas de cintas cinematográficas. Recuerdo en especial las zarabandas de Händel en Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, así como fragmentos de La flauta mágica, si no me equivoco, con las que Liliana Cavani ambientó atroces escenas nazis de Portero de noche, como contraponiendo las antípodas engendradas por la civilización germana.

2. La frustración por no leer alemán se agudizóal abrir la década de 1990, cuando escribía mi tesis de maestría sobre los habitares en Heidegger, del existencialista de Ser y tiempo al “poético”,concebido por el pensador de la Selva Negra a la escucha de los presocráticos, así como de Hölderlin y Rilke. Para recrear algo de este habitar arraigado en “cuadratura”, como le llamara el segundo Heidegger en sus opúsculos tardíos, una de las fuentes bibliográficas consultadas a la sazón remitía a La canción de la Tierra, de Gustav Mahler.

Al igual que con otros pocos que conocía, es un compositor de quien apenas tenía yo vagas referencias cinematográficas. Había visto la película de Ken Russell a finales de los años setenta, la cual poco pude apreciar por mi ignorancia sobre la vida y obra versionadas por el director inglés, en su estilo extravagante. También recordaba que era Mahler autor del Adagietto que acompaña escenas de La muerte en Venecia, de Luchino Visconti, basada en la novela homónima de Thomas Mann. Escrito como una “canción sin palabras” donde Mahler declaró su amor por Alma Schindler, a quien esposara en 1902, el cuarto movimiento de la Quinta sinfonía musicaliza el clímax del idilio platónico ambientado en aquel Lido de la Bella Época, donde Gustav Aschenbach contempla la belleza helena de Tadzio, en vísperas de su muerte en el balneario infestado.

Tal como lo hizo también con el Adrian Leverkun de Doktor Faustus, Mann se inspiró para su personaje en el Mahler postrero, cuya salud mermaba tras la muerte de su hija infante en 1907, al igual que le ocurre a Aschenbach. En ese mismo annus horribilis renunció el compositor a la Ópera de Viena. Fue entonces cuando las dificultades financieras del mayor teatro imperial, esgrimidas por opositores contra el director de origen judío y bohemio, desconociendo su conversión al cristianismo, presagiaban la eventual condena de los nazis a su música.

Nada de eso sabía yo cuando obtuve aquella referencia sobre la “sinfonía vocal” de Mahler. Pero desde entonces, sus melodías, y en especial los tonos sombríos y melancólicos del Abschied final, acompañaron la escritura de pasajes de mi tesis. Entonces sentí, estando acaso equivocado, que algo de la “tierra” del habitar heideggeriano resonaba en los Lieder de Mahler, aunque sus fuentes poéticas fueran chinas, como supe después. Escuchadas en versión de la Sinfónica de Viena, conducida por Otto Klemperer, esas canciones devinieron suerte de arcano para la escritura. Ellas me aliviaban asimismo por no leer los textos de Heidegger en su original alemán, sino en traducciones españolas, inglesas y francesas, lo que, ya sabía yo, condenaría la tesis a permanecer inédita. Con todo y ello, concluidas la docencia y las actividades de la semana laboral en Sartenejas, durante muchos fines de semana, sobre todo los domingos, La canción de la Tierra envolvió, en mi estudio de San Bernardino, un ejercicio escritural que me acercaba al compositor sombrío.

Fotograma de La muerte en Venecia de Luchino Visconti

3. Fue ya estudiando el doctorado en Londres en 1994, cuando me enteré de que esa última obra de Mahler, escrita mientras el compositor padecía cardiopatías terminales, se estrenó año y medio después de su deceso, dirigida por su amigo Bruno Walter en Múnich, en noviembre de 1912. Me lo comentó Clive, quien en aquellos tiempos ingleses trató de ampliar mis escasas referencias musicales: desde introducirme a Elgar y Vaugahn Williams, hasta perfilar mejor aquel Mahler que yo me atreví a comentar, con inglés titubeante, cuando visitamos juntos el Lake District, en el otoño de 1994.

Clive me explicó que la notable carrera de Mahler como director orquestal había despegado gracias al rechazo sufrido por sus obras tempranas, tales como La canción del lamento, de 1881, y la sinfonía Titán del 89, inspiradas en poemas de Hugo Wolf y Jean Paul, respectivamente. Los ciclos de El cuerno maravilloso de la juventud y Las canciones para los niños difuntos, estas últimas sobre poemas de Rückert, probaban asimismo la predilección de Mahler por continuar y ampliar la relación entre música y palabra, heredada de Beethoven. Tal maridaje se había mantenido hasta la Cuarta sinfonía, cuyo Finale – ocupado por un solo para soprano, con texto poético de Des Knaben Wunderhorn – semejaba, según mi amigo, el Abschied de mis preferencias.

Para estimular mi aproximación al compositor, Clive me obsequió un casete grabado por él mismo, contentivo de La canción de la Tierra, así como de la Cuarta sinfonía, ambas interpretadas por la orquesta Sinfónica de Londres, bajo la batuta de sir Colin Davis. Buscando refinar mi apreciación musical, me explicó entonces, si mal no entendí, que debía prestar atención a cómo los instrumentos son utilizados en pequeños grupos de solistas, siendo distinguidos por diferentes notas y tonos cromáticos. Enfatizó que ese cromatismo y el balance de la masa orquestal se contaban entre las contribuciones de Mahler como director, mientras el acompañamiento orquestal del Lied, más que pianístico como era tradicional, resaltaba entre sus innovaciones en tanto compositor. “Ello lo hace un músico transicional”, añadió Clive, clasificado por algunos críticos como “tardo-romántico”, entre Johannes Brahms y Richard Strauss. Mientras que otros ven en ese cromatismo instrumental, así como en la irregular longitud de sus movimientos sinfónicos, antecedentes de la atonalidad de la Escuela de Viena, algunos de cuyos miembros, como Arnold Schönberg, fueron discípulos del compositor bohemio.

Sin embargo, el cromatismo de Mahler, aún el más inarmónico, no superó al de su admirado Wagner, sentenciaba mi amigo melómano, haciéndose eco de la crítica de Theodor Adorno de que “Mahler anticipa tímidamente el futuro con los recursos del pasado”. Esa percepción epigonal del director vienés está envuelta por el contexto crepuscular que le tocó vivir, hasta vísperas de la Gran Guerra, definidora de umbrales por cruzar para las vanguardias del Viejo Mundo. Debe considerarse también, según Clive, las asociaciones derivadas de otras relaciones históricas, tales como la mantenida por Mahler con Strauss: cuando aquel era director del teatro vienés, defendió el estreno de Salomé en 1905, a pesar de las críticas de sectores conservadores que tildaban de libertina la ópera del compositor bávaro.

Como para recordar esa asociación, de la que conversáramos en cafés londinenses, Clive incluyó un par de Lieder de Strauss – a quien yo todavía confundía con los compositores de valses – en aquel casete obsequiado a comienzos de 1995. Desde entonces las dos obras de Mahler, junto a las canciones interpretadas por Jessye Norman, acompañaron con frecuencia la escritura de mi tesis doctoral; sobre todo los domingos, cuando cerraba la British Library, mi centro de operaciones, y me quedaba trabajando en el apartamento de Knightsbridge.

4. Mientras los discos compactos desplazaban a los casetes, creo que fue poco antes de mi regreso definitivo a Caracas en 1996, cuando Clive me obsequió la Segunda sinfonía de Mahler, en versión de Zubin Mehta, al frente de la Filarmónica de Viena. Barruntando mis gustos confusos que no alcanzaba yo a expresar en palabras, ya había intuido él que esa pieza estimularía mi escucha, y sobre todo mi escritura; porque esta debe hacerse, según conversamos tanto en aquellos años, con una musicalización acorde. Para introducirme la obra, me hizo notar que la música popular y un “profundo pesimismo” estuvieron a la base de la creación de Mahler desde su infancia. No en vano había incluido una polca y una marcha fúnebre de su propia autoría, en aquel primer recital de piano, ejecutado en 1870 en su Kalischt natal, en la actual República Checa, cuando Gustav apenas contaba diez años.

La composición de la sinfonía Resurrección había sido un largo proceso no exento de rechazo, como en otras obras tempranas de Mahler, me recordó el melómano. Basado en un drama del poeta polaco Adam Mickiewicz, el primer movimiento, concebido como “Ritos fúnebres”, fue concluido en 1888; entonces fue mostrado por el compositor al famoso director Hans von Büllow, quien fue tan crítico como de costumbre y le desaconsejó estrenarlo. Después de que Mahler continuara trabajando en los movimientos intermedios, sabía de la necesidad de un final, cuyo motivo se le reveló en el funeral del mismo Von Büllow en 1894, al escuchar una musicalización de la oda “Resurrección”, del poeta alemán Friedrich Gottlieb Klopstock.

No pudo ser más atinado Clive con aquel obsequio de despedida. Interpretada por Ileana Cotrubas, la marcha fúnebre con que abre la sinfonía me atrapó desde que comencé a escucharla, de manera casi ritual, tras regresar a Caracas. Me acompañó en incontables ocasiones en la casa de San Bernardino, que ya se había quedado sola, mientras escribía yo textos diversos, y sobre todo, cuidaba de mamá en su senectud quebrantada. Imposibilitada ella de asistir a misa los domingos, como solía hacer mientras tuvo movilidad, con frecuencia colocaba yo de fondo la sinfonía, aunque mamá no pudiera escucharla, dada su sordera. La orquestación infundía un toque sagrado a nuestra existencia, en la espera de la muerte que se aproximaba, pero que parecía trascendida, con el arreglo coral de la oda de Klopstock. Y su última estrofa devino una suerte de oración: “¡Resucitarás, sí, resucitarás/ corazón mío en un instante!/ Lo que ha latido, / ¡habrá de llevarte a Dios!”.

5. En nuestro último encuentro en 2009, Clive me obsequió las obras completas de Mahler, con Simon Rattle conduciendo la orquesta Sinfónica de Birmingham. Para ensanchar mi horizonte ante las sinfonías Cuarta y Segunda, me regaló asimismo una versión de la Sexta sinfonía de Anton Bruckner, interpretada por la Sinfónica de Londres, dirigida por sir Colin Davis. Yo le había comentado en una conversación telefónica que esa pieza, escuchada por casualidad cuando todavía sintonizaba Radio Nacional,me transportó tanto como algunos pasajes de Mahler. Comenzó entonces por explicarme que este respetaba sobremanera al maestro austríaco, exponente de la tradición clásica proveniente de Haydn, más conservadora que la wagneriana, crecida al empuje de Prusia. Utilizando analogías remitentes a lo paisajístico y territorial, familiares a mi formación urbanística, Clive advirtió empero que, con su reiteración de temas que apenas despuntan, el viejo organista católico traza un paisaje cuya vastedad solo es apreciable desde gran altura. Y aunque también en la gran escala y la larga duración, Mahler en cambio parece desplegar una narrativa de clímax finales, cuyos Leitmotive reaparecen en el conjunto de su obra.

Con la ayuda de esas orientaciones en relación a Bruckner y otros maestros, sigo a tientas a través de la obra de Mahler: desde los casetes obsoletos de los que no me he desprendido, pasando por los discos compactos que también van tornándose viejos, hasta las grabaciones disponibles en internet. Rememorando en parte las escuchas rituales precedentes a la muerte de mamá, muchos domingos en que asoma la soledad y la duda existencial, escuchar la Resurrección o la Octava, esta última sobre un himno del Pentecostés, ha devenido una liturgia que sacraliza el quehacer cotidiano. Junto a aquella tierra resonante al escribir mi tesis de filosofía sobre los habitares en Heidegger, asoman ahora otras dimensiones de la cuadratura – el cielo, los mortales y la espera de la muerte – en una experiencia que se torna trascendental.

Si bien esa música entre fúnebre y sagrada me ha deparado innúmeros momentos de sosiego, sobre todo al encauzar la angustia conllevada por el acto de escribir, siempre resiento la carencia de conceptos y vocabulario para descifrarla, así como entender su sentido trascendental. Me alivia empero recordar la comparación sobre el valor estético de las bellas artes, elaborada por Kant en su Crítica del juicio, donde confiere a la música un segundo lugar tras la poesía, admitiendo al mismo tiempo su inefabilidad. “Pues aunque habla mediante puras sensaciones, sin conceptos, y, por tanto, no deja, como la poesía, nada a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu más directamente, y, aunque meramente pasajero, más interiormente”, Kant dixit, según la traducción de Manuel García Morente.

Caracas, mayo de 2022


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