Perspectivas

Diplomacia, juegos de guerra y economía en la antigua Grecia

Hoplitas combatiendo. Hydria (detalle) ca. 600 a.C. Museo del Louvre, París

29/01/2022

La palabra “diplomacia” viene, cómo no, del griego. Procede del término díplôma, que designa a algo, previsiblemente un documento, que ha sido “doblado en dos partes”. Algo diplóos era algo “doblado”, por tanto “duplicado”, “repetido”. Aplicado a las personas, se decía de alguien “doble”, “de dos caras”, y por tanto “hipócrita”. Un díplôma es, pues, un documento doblado por la mitad. Pese a que el término remite a una imagen tan simple, tenemos que tomar en cuenta que el papiro no era un elemento accesible al común de las personas, y que su posesión suponía en el portador cierto grado de importancia. Sobre todo si se trataba de cartas de recomendación o de cartas oficiales. En efecto, en un lugar como la antigua Grecia, donde viajar era tremendamente peligroso, un díplôma garantizaba al portador ciertas garantías de seguridad. En Roma la palabra ya designa a todo documento oficial. Aparece en dos cartas de Cicerón (Att. 10.17.4 y Fam. 6.12.3) significando directamente “pasaporte”. En el siglo XVIII es posible encontrar la expresión corps diplomatique para designar a los funcionarios encargados de la política exterior francesa, y en 1796 aparece por primera vez diplomacy, usada por el filósofo inglés Edmund Burke.

En la Grecia clásica las labores diplomáticas, tal y como hoy las conocemos, eran llevadas a cabo por dos tipos de funcionarios: el próxenos y el presbys. El próxenos era una especie de agente consular honorario, un ciudadano de la polis donde residía (no de aquella a la que representaba) cuya función fundamental era promover el comercio en los términos más beneficiosos para la ciudad que lo empleaba, pero también reunir información útil. Su cargo era hereditario. Usaba su influencia y su prestigio para promover acuerdos y alianzas, por lo que se esperaba que fuera de un linaje reconocido, o al menos tuviera una considerable fortuna. Se le confiaban asuntos delicados, pero también estaba encargado de apoyar y alojar a los visitantes importantes de la ciudad a la que representaba, facilitándole convenientes contactos. Se sabe que el orador ateniense Demóstenes fue el próxenos de Tebas en el siglo IV a.C.

El presbys, por el contrario, era un enviado encargado de misiones ad-hoc. En general estos embajadores se trasladaban en delegaciones que alcanzaban de veinte a treinta miembros. No hay que ser muy perspicaz para imaginar que un presbys debía ser, por lo menos, un excelente orador, y en general un ciudadano prominente al que se confiaba alguna delicada negociación. Se diferencia del kêryx, que no era más que un heraldo o mensajero. Sin embargo el trabajo de los kêrykes era también de extrema importancia, al punto de que era inviolable y estaba bajo la protección del mismísimo Hermes (protector también de los viajeros, los comerciantes y los ladrones, por cierto). Los kêrykes se encargaban de adelantarse a los presbys, a fin de asegurarse de que éstos fueran recibidos en forma segura y acorde con su dignidad (alguno ha dicho que fueron también los primeros jefes de protocolo). Entre sus labores más desagradables se cuenta la de comunicar los ultimátums y las declaraciones de guerra. La primera embajada está muy bien contada en el canto IX de la Ilíada, cuando Agamenón envía a Odiseo, Fénix y Ayante, precedidos de dos heraldos y acompañados de estupendos regalos, para que convenzan a Aquiles de que regrese al combate. Fracasaron, como se sabe.

La Guerra del Peloponeso

Sin duda, el documento que mejor refleja los movimientos diplomáticos y la presión desarrollada los meses previos a la Guerra del Peloponeso es la Historia de Tucídides. En el libro primero, el historiador ateniense dice que, aunque se hayan dado muchas explicaciones sobre los motivos que llevaron a la guerra a espartanos y atenienses, “la causa más real” era el extraordinario desarrollo alcanzado por Atenas. Este desarrollo “infundió temor a los lacedemonios y les forzó a ir a la guerra” (I 23). Claro que el deterioro de las relaciones entre las dos potencias, Atenas y Esparta, y la configuración de los dos bloques hegemónicos, la Liga de Delos y la del Peloponeso, no fue inmediata sino paulatina.

Un primer distanciamiento se producía ya al poco tiempo de haber culminado la guerra contra los persas. Esparta, temerosa de la hegemonía ateniense, envió embajadas para tratar de impedir que Atenas reconstruyera las murallas de la ciudad, lo que la haría, como en efecto por un tiempo, inexpugnable. La reconstrucción de las llamadas Murallas Largas, que protegerían el camino entre la ciudad y el puerto, harían que Atenas, cuyo poder sobre el mar era incontestable, también fuera invencible por tierra. En I 90-93 Tucídides cuenta los esfuerzos diplomáticos desplegados por Esparta: “Los lacedemonios, al darse cuenta de lo que iba a suceder, acudieron con una embajada, en parte porque hubieran visto con más agrado que ni aquéllos ni ningún otro tuviera murallas, pero más aún porque los empujaban sus aliados, temerosos del número de las naves”. Los atenienses despacharon pronto esta embajada, con la promesa de que en poco tiempo enviarían a sus propios embajadores a Esparta para tratar el tema. Ciertamente los enviaron, pero con instrucciones muy diferentes: demorar en lo posible las negociaciones mientras la ciudad levantaba a toda prisa las murallas. Todavía hoy pueden verse sus cimientos.

En el 465 tuvo lugar un nuevo conflicto que avivó las tensiones, esta vez debido a una rebelión encabezada por los ilotas, los esclavos públicos de Esparta. La ciudad pidió ayuda a sus antiguos aliados panhelénicos, incluida Atenas. Ésta envió un contingente importante al mando del general Cimón. Sin embargo, al llegar a Esparta, Cimón fue rechazado por los espartanos, quienes temían que los atenienses terminaran apoyando a los sublevados. Cosa que hicieron: ofendidos y despreciados, los atenienses renegaron de su antigua alianza con Esparta (Tucídides I 102). Cuando los ilotas se rindieron y fueron expulsados de la ciudad, los atenienses les apoyaron y reubicaron en una estratégica bahía en el golfo de Corinto: Naupacto, la futura Lepanto, donde en 1571 ocurrió la célebre batalla naval entre la Liga Santa y la flota de Selim II. Atenas se había hecho de un estupendo puerto para su flota occidental.

La gota que derramó el vaso cayó seis años después, cuando estalló una guerra entre dos aliadas de Esparta: Corinto y su vecina Mégara. Atenas, desde luego, vio una excelente oportunidad para continuar su política expansionista e intervino. Propuso una alianza con Mégara, lo que debilitaba a Esparta a la vez que les proporcionaba una estratégica posición en el istmo. Simultáneamente, los atenienses se apresuraron a establecer otras alianzas con los enemigos seculares de Esparta: Tesalia y sobre todo Argos. Ya era demasiado.

Se sabe bien lo que pasó después: Atenas comenzó atacando varias ciudades del Peloponeso, a la vez que reforzaba el frente en Mégara y consolidaba su aplastante dominio sobre el Egeo. Pronto otras poleis como Egina, alarmadas por la agresividad ateniense, entraron en el conflicto. Esparta y sus aliados respondieron con una serie de ataques terrestres: Epidauro y Corinto, pero sobre todo con incursiones en el Ática destinadas a arruinar las cosechas atenienses. Al comienzo las cosas estuvieron bien para Atenas, al punto de que sus fuerzas llegaron a intervenir en lugares tan alejados como Tesalia o Egipto. Sin embargo, la misma dispersión de sus ejércitos, como la progresiva ruina de su economía, comenzaron a jugar en contra de la ciudad.

En el año 451 los atenienses estaban más que dispuestos a negociar la paz con Esparta, la llamada Paz de Nicias o Paz de los Treinta Años, que en realidad duró trece y que solo sirvió para que las potencias se recuperaran y rearmaran. En 447 los megarenses, que habían sido aliados de Atenas, decidieron volver a cambiar de bando y unirse a Esparta. Los atenienses enviaron tropas y decretaron duras sanciones contra Mégara, prohibiendo la comercialización de sus productos en todos los puertos bajo su control. Tales medidas asfixiaron la economía de los megarenses, quienes pidieron a su aliados peloponesios medidas contundentes. Fue una de las razones para que se reavivara el conflicto, pero hubo otras. Al reanudarse la guerra, esta vez más virulenta, vino la peste y el último de los palos de ciego de Atenas: la fallida expedición a Sicilia. Tampoco fue un suicidio. Esparta hizo lo suyo: mientras apoyaba a sus aliados en Sicilia, tomaba las minas de plata de Laúrion y el pueblo de Decelia, estratégicamente situado sobre los pasos del norte del Ática. También el Bósforo, con el objeto de cortar los suministros de trigo que llegaban del Mar Negro. Obstruidas las arterias que la oxigenaban, solo era cuestión de tiempo. Con su economía exhausta y su población diezmada, solo faltaba la destrucción de su flota para que los sueños imperiales de Atenas naufragaran para siempre. Eso ocurrió en Egospótamos en 405 a.C.

Más que una tediosa secuencia de nombres, fechas y hechos, la Historia de la Guerra del Peloponeso puede ser leída como un espléndido tratado acerca de lo que puede ocurrir cuando la economía, la guerra y la diplomacia se ponen al servicio de un proyecto hegemónico.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo