Perspectivas

“La invención de Atenas”. Muerte, política e imaginario colectivo en la ciudad clásica

11/07/2020

Pericles pronuncia la Oración Fúnebre. Philipp von Foltz. 1852

El discurso es un señor muy poderoso que, con un cuerpo diminuto e imperceptible, es capaz de llevar a cabo acciones divinas.

Gorgias, Encomio de Helena

Como muchos otros grandes libros, este nació de una tesis doctoral que enamoró a su autora y se convirtió en uno de sus grandes temas. En 1981 Nicole Loraux, una de las helenistas más importantes del siglo XX, publicaba un libro que no solamente le dio fama como antropóloga e historiadora de la antigüedad, sino que también constituyó un giro revolucionario en los estudios helénicos. La invención de Atenas. Historia de la Oración Fúnebre en la ciudad clásica fue, pues, fruto de una investigación desarrollada entre 1970 y 1976, a fin de elaborar una tesis doctoral que fue defendida en la Universidad de París I ante un jurado compuesto por figuras como Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, entre otros. Una primera versión pensada para el público general (esto es, desprovista de citas griegas y exhaustivas notas), fue publicada, pues, en 1981, si bien la edición más conocida salió también en París, con nuevo prefacio, de las prensas de Payot en 1993.

En principio se trata de un estudio sobre la llamada “Oración Fúnebre” de Pericles, tal y como se encuentra transcrita en el libro II de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides (II 35-46). La anécdota es conocida, e incluso la hemos tratado aquí en otra oportunidad: es el invierno de 431 a.C. y, “siguiendo la costumbre tradicional”, los atenienses celebran funerales en homenaje a los caídos en la guerra. Para ello prepararon diversos rituales antes de trasladar los cuerpos y depositarlos en el dêmósios táphos, la “tumba pública”. Se trata de un sencillo túmulo que todavía puede verse en el Cerámico, justo al pasar la puerta de Dypilon (la Doble Puerta), “la más bella entrada de la ciudad”, en palabras de Tucídides. Así lo cuenta el historiador: “Una vez que los cubren de tierra, un hombre elegido por la ciudad que no parezca falto de inteligencia y se destaque por su reputación pronuncia un elogio apropiado en honor de los muertos, y después se marchan”.

Ese año corresponde el honor a Pericles el hijo de Jantipo, el líder del partido demócrata, “el primer ciudadano”, le había llamado Sócrates. Lo que dijo ha sido estudiado una y mil veces: en contra de lo que espera el auditorio, el orador no centra su discurso en el elogio de los muertos, ni encomia su valor ni sus virtudes guerreras. Elogia más bien la ciudad por la que aquellos han caído. Hábilmente va esbozando una teoría, un ideario de la democracia ateniense que ha quedado para la modernidad como la más acabada pintura de lo que es una democracia liberal. Dice Pericles en una célebre frase repetida hasta el cansancio: “tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros, sino que más bien servimos de modelo para algunos en vez de imitar a nadie. En cuanto a su nombre, como no busca proteger los intereses de unos pocos sino los de la mayoría, se llama democracia, pues de acuerdo con sus leyes todos tienen los mismos derechos”. Conceptos como el de la igualdad ante la ley (isonomía), el libre comercio y las libertades ciudadanas quedan explícitos en este retrato. El mensaje es claro: vale la pena morir por tal ciudad.

Desde Homero el elogio de la muerte heroica, la muerte noble, la “bella muerte”, kalós thánatos, es un motivo frecuente de la poesía griega. Aquiles sabe que morirá joven, que morirá pronto, y por eso en su lucha contra el tiempo se esfuerza por cubrirse de gloria en el campo de batalla, por agigantar su leyenda. Héctor es una versión de héroe bastante más moderna, como ha notado Carlos García Gual en una entrevista reciente (“Ulises, Lisístrata y otros héroes de nuestro tiempo”, El País, Madrid, 25 de junio de 2020). También sabe que morirá pronto y que su ciudad inevitablemente será tomada. Sabe además que morirá en vano, pero no por ello rehúye a su deber de defenderla y sacrificarse por ella. Como esos jóvenes atenienses a los que acompaña Pericles a su morada final, Héctor muere defendiendo su patria. Un abismo separa a ambos héroes. A Aquiles y a Héctor los separa el altruismo de éste. Por su parte Patroclo, en cuyo honor se han de celebrar unos juegos fúnebres (Ilíada XXIII), no buscaba morir. En el fragor de la lucha se acerca demasiado a la muerte y es arrastrado por ella. El final de todos estos héroes forma parte de una tradición que comenzará a ser cuestionada por los poetas líricos, tal vez con excepción de Tirteo.

Sin embargo, en ninguno de estos episodios vemos a nadie pronunciando palabras de elogio ante el cuerpo o ante la tumba del fallecido. El discurso fúnebre, epitáphios lógos, el elogio del héroe que muere por defender la patria, es un invento genuinamente ateniense, de la democracia ateniense. Licurgo el orador decía que los atenienses eran “los únicos entre los griegos que sabían honrar el coraje” (Contra Leócrates 51) y Demóstenes recuerda que “son los únicos en el mundo que pronuncian el elogio fúnebre de los ciudadanos muertos por la patria” (Contra Léptines 141). Loraux, al comienzo de su libro, apunta: “una tradición muy antigua de elogio intenta exorcizar la muerte por medio del lenguaje glorioso y no es anodino que la colectividad ateniense se reuniera en el cementerio del Cerámico para conjurar la muerte mediante un discurso”.

¿Por qué, entonces, es tan importante el libro de Loreaux? Antes de que se publicara La invención de Atenas, los estudiosos daban muy poca importancia a la Oración Fúnebre de Pericles. Como dice el historiador australiano David Pritchard en un artículo reciente (“El día que los historiadores franceses de la antigua Grecia conquistaron el mundo”, Ekathimeriní, Atenas, 20 de febrero de 2020), la Oración Fúnebre, así como los demás discursos en honor a los caídos en la guerra que se pronunciaban cada año, eran considerados como poco más que una sarta de clichés nacionalistas. Loreaux probó que esa percepción era errónea al mostrar el papel fundamental que estos discursos jugaron en la construcción de la identidad ateniense, en la elaboración de un imaginario propio que se mantuvo durante siglos. Su libro sirvió para demostrar cómo la Oración Fúnebre de Pericles fue una pieza fundamental en la construcción de un discurso que mostraba a Atenas como campeona de la libertad, la potencia política y cultural capaz de sacrificar a sus hijos no solo por la propia libertad, sino también por la de otros pueblos. Una compleja pieza para una narrativa de la identidad propia, para una autoconcepción colectiva. No hay duda de que, sin la Oración Fúnebre, así como otros discursos del mismo género, los atenienses hubieran tenido una idea muy diferente de sí mismos, y seguramente también nosotros de ellos.

La invención de Atenas fue escrita en los años setenta, cuando los estudios sobre oralidad y memoria colectiva no estaban desarrollados, en medio de un ambiente de antimilitarismo de izquierdas que se extendía no solo por los ambientes universitarios de Francia, sino de todo el mundo. Sin duda su tesis y alcances se enmarcan en la llamada Escuela de París, que en el último cuarto del siglo XX revolucionó nuestra forma de entender a los antiguos griegos a partir de novedosos enfoques antropológicos. Sin embargo, el libro de Loreaux va más allá. Si bien sus maestros, los fundadores de la Escuela, Jean-Pierre Vernant (Los orígenes del pensamiento griego, 1962), Marcel Detienne (Los maestros de la verdad en la Grecia arcaica, 1967) y Pierre Vidal-Naquet (Economías y sociedades en la Grecia antigua, 1972) estudiaron las estructuras básicas del pensamiento y la historia cultural de la antigua Grecia; Loreaux incluyó el concepto de “imaginario colectivo” y calibró su impacto político y social.

Aunque La invención de Atenas trata de aquellos antiguos y aparentemente lejanos griegos, tiene mucho que decirnos a los venezolanos de aquí y ahora. Trata de la inimaginable fuerza de las palabras y de cómo los discursos de los políticos tienen el poder de modelar la forma como una sociedad se concibe a sí misma. Trata de cómo el poder de los discursos es capaz de crear un imaginario histórico que puede influir en el destino de un país. Trata de cómo un pueblo entero, a fuerza de repetírselo, puede llegar sinceramente a creerse predestinado, único, rico… Trata, a fin de cuentas, del demoníaco y demiúrgico poder de los demagogos.


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