Perspectivas

¿Tienen futuro los estudios clásicos?

Fotografía de Marco Vanoli / Flickr

21/07/2018

La introducción a un hermoso libro de Mary Beard, La herencia viva de los clásicos (trad. española, Barcelona, 2013) tiene el sugestivo título de “¿Tienen futuro las clásicas?”. En él, la autora aborda el siempre recurrente asunto de la supervivencia de los estudios sobre la antigüedad grecolatina, cuestión a la que no nos cansamos de volver una y otra vez los clasicistas, convencidos de que lo que está en juego es muchísimo más que nuestro empleo. Si la cosa tiene importancia o no, puede ayudar a dilucidarlo el hecho de que se trata de una conferencia leída en la Biblioteca Pública de Nueva York (a donde no invitan a hablar precisamente de cosas baladíes) en diciembre de 2011. Mary Beard, recordemos, es catedrática de la Universidad de Cambridge y profesora de la Royal Academy of Arts. En 2016 fue distinguida con el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales. La herencia viva de los clásicos (Confronting the Classics: Traditions, Adventures and Innovations, por su título en inglés) es uno de sus libros más conocidos.

En su conferencia, Beard se pregunta por qué a los estudios clásicos los acompaña siempre una especie de nostalgia. Una idea de pérdida irremediable, una “aterradora fragilidad” parece acompañar a los estudios que tienen que ver con el pasado de Grecia y Roma, o como dice la autora, “el miedo a los bárbaros que asechan en la puerta”. Dicho de otra manera, los estudios clásicos son un intento por no perder la conexión con un pasado ejemplar, pero también de recuperarlo para nuestro presente en toda su vigencia. De ahí que haya siempre una angustia por evitar su pérdida, una pérdida que podría ser definitiva, para nuestra desgracia.

Uno de los asuntos que la autora toca en su introducción es a qué llamamos estudios clásicos. Comparto con ella su convencimiento del papel esencial que juega el conocimiento de los antiguos en nuestra cultura moderna. Para Beard, “las clásicas están incrustadas en el concepto que tenemos de nosotros mismos”, en otras palabras, “tratan de los griegos y de los romanos tanto como de nosotros mismos”. Esto, que vale para toda la cultura de Occidente, vale también para nuestra propia cultura venezolana, y lo voy a explicar inmediatamente.

El humanismo clásico está en nuestra propia génesis como nación. No es posible entender el proceso de la formación Venezuela sin un estudio de los clásicos grecolatinos. Las ideas del renacimiento español, que es la época de la conquista y población de Venezuela, están compuestas fundamentalmente por la tradición de las letras y el pensamiento clásico, como lo mostraba ya en 1922 un ensayo preclaro, El conquistador español del siglo XVI de Rufino Blanco Fombona. Esa influencia será esencial en el período colonial, que es cuando Venezuela se forma como cultura y como nación, aunque sigamos empeñados en no querer saberlo. Latín y griego, especialmente latín, se enseñaba en conventos y seminarios de aquella Venezuela en gestación, pero también en las primeras Casas de Estudio y en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, allá en el siglo XVII. Latín y griego fueron los nutrientes de nuestra primera inteligencia.

Más tarde, cuando comiencen a darse los debates fundamentales que desemboquen en la independencia, serán las ideas de los clásicos griegos y romanos, ellas mismas o retomadas por los filósofos modernos, las que marquen el tono de las declaraciones y de las contiendas. Andrés Bello es ante todo un filólogo y un clasicista. Su inmensa obra humanística es incomprensible sin el esencial componente del saber grecolatino. Sabemos que partió para Londres con una formación como latinista consolidada en Caracas.

Pero también Juan Germán Roscio y Cristóbal Mendoza fueron solventes latinistas, y Miranda sabía griego y atesoró una imponente biblioteca de clásicos griegos y latinos en su casa de Grafton Street. Fue en esa biblioteca donde aprendió griego un deslumbrado Andrés Bello a su llegada a Londres. Y lo aprendió tan bien que en algún momento llegó a ganarse la vida como profesor de griego… en Londres. Aún los que no sabían lenguas antiguas, como es el caso de Bolívar, leyeron con entusiasmo traducciones de los griegos y los romanos y se sintieron muy orgullosos de su cultura clásica. De modo que es imposible entender nuestro nacimiento como república independiente sin la influencia del pensamiento y la cultura de los clásicos antiguos.

Después, durante el siglo XIX tampoco faltaron importantes humanistas y clasicistas, como Juan Vicente González, Cecilio Acosta, Rafael María Baralt o Lisandro Alvarado. Ellos mantuvieron viva la cultura venezolana de la mano del cultivo de los clásicos, cuyo estudio e interpretación fue fundamental en la consolidación de la joven república. Celebrada fue la traducción, por ejemplo, que Alvarado hizo del poema filosófico de Lucrecio, el De rerum natura, la primera hecha en Hispanoamérica. Lo mismo habrá que decir de la robusta tradición del ensayo y el pensamiento venezolano del siglo XX, de Mariano Picón Salas a Arturo Uslar Pietri. Incluso actualmente, muchos de los conceptos que se confrontan en los debates políticos más vigentes tuvieron su origen en la antigüedad clásica: libertad, política, democracia, ciudadanía, sociedad, soberanía o tiranía nacieron como concepto y como teoría en Grecia y Roma.

Así llegamos a la segunda de las grandes ideas del texto de Beard, que comparto plenamente: los estudios clásicos no se refieren solo a la cultura grecolatina, sino también a cómo esa cultura llegó hasta nosotros. Dicho en palabras de la autora: “El estudio de las clásicas es el estudio de lo que ocurre entre la Antigüedad y nosotros mismos. No solo es el diálogo que mantenemos con la cultura del mundo clásico; también es el diálogo que entablamos con aquellos que antes que nosotros dialogaron con el mundo clásico”. Al estudiar a los clásicos, pues, nos estudiamos a nosotros mismos, a nuestra historia, al lento proceso de nuestra formación como nación y como cultura.

Queda, pues, muy clara la importancia del humanismo clásico para conocer nuestra propia cultura. Quedan muy claros su utilidad, su vigencia y su futuro entre nosotros.


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