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Alcibíades o la ambición

Jackeline De Romilly. Fotografía de ALEXANDRE FERNANDES | AFP

09/05/2020

En 1995 Jackeline De Romilly publicaba el que sería uno de sus más notables éxitos en Francia, un ensayo biográfico que nos acerca al periplo vital de un controversial personaje, protagonista de una época llena de personajes controversiales: Alcibíades. Ya De Romilly (Chartres, 1913) era más que conocida, no ya entre los helenistas sino en el gran publico lector europeo y americano. Posee una brillante carrera en el campo de la filología clásica, fue profesora de griego en las universidades de Lille, en París-Sorbona y la primera mujer en dar clase en el prestigioso Collège de France, ingresando a la Academia Francesa en 1989. Sin embargo, lo que caracteriza y proyecta la obra de Romilly en el gran público es su interés por demostrar la vigencia de la cultura griega, la actualidad de los problemas que debieron resolver en su momento los antiguos y que hoy igualmente nos afectan y con pocas variantes.

De sus muchos estudios, dos libros se distinguen por la forma en que De Romilly busca seducir al lector y llevarlo a esta reflexión sobre la actualidad de la Grecia antigua: en Héctor, aparecido en 1999, toma la figura del héroe que se inmola por su ciudad para hablarnos de la vigencia, hoy, de los grandes ideales, de la humanidad del héroe que asume su destino, de la responsabilidad histórica de los ciudadanos. Romilly no busca trazar la biografía de un personaje, describe más bien un ideal encarnado en una figura mítica que nos sirve como metáfora. Lo mismo había hecho cuatro años antes con Alcibíades o los peligros de la ambición. Allí, construye la figura del protagonista de una época que, por su intensidad y complejidad, condensa las glorias y las miserias, las grandezas y las bajezas a las que llegó la democracia ateniense y pueden llegar todas las democracias de todas las épocas. En este sentido, el auge y la decadencia de la democracia ateniense se convierte en metáfora del auge y decadencia de todas las democracias, de los extremos a los que puede llegar el ciudadano que sacrifica el bien común a sus apetitos y ambiciones personales. Alcibíades, el hombre y el personaje, es una radiografía, una sonda profunda en la anatomía de la democracia ateniense, y con ella de todas las democracias.

El hombre y la ciudad

Tres son las fuentes fundamentales para conocer sobre la vida de Alcibíades: las biografías que le dedican Plutarco y Cornelio Nepote y los abundantes datos que nos ofrece Tucídides. A ello deben añadirse los testimonios y doxai (opiniones) esparcidas en muchas otras obras especialmente oratorias, pero también de otros como Platón, Jenofonte o Aristófanes. Esto nos da una idea del significado y revuelo que causaba la figura de Alcibíades en la polis ateniense. De todas las fuentes, los estudiosos dan mayor credibilidad a Tucídides, aunque no posea la plasticidad ni la seducción de los pasajes que le dedica Platón. Ellos están en el Banquete y el diálogo que lleva su nombre, Alcibíades. Así, la construcción del personaje va de la mano con la creación del mito.

De Romilly nos dice que Alcibíades lo tuvo todo: belleza física, riquezas materiales, nobleza de nacimiento, relaciones internacionales, poder político, elocuencia, superioridad intelectual y con mucho mejor educación que la de cualquiera de sus conciudadanos. Como si fuera poco, fue adoptado por Pericles, cuyo sobrino era, a la muerte de su padre en la batalla de Coronea. Con aguda penetración De Romilly va trazando el carácter del personaje: mimado en una ciudad que le permite todo, un irresponsable, un impulsivo irresistiblemente seductor, arrastrado por una ambición desmesurada. Jenofonte enumera tres defectos que lo caracterizan en grado sumo: carente de autodominio (akrastétatos), inclinado a los excesos y ofensas (hybristótatos) y a la violencia (biaiótatos). Cualquiera podría pensar que estos defectos, abominables para el ethos griego, habrían de serlo especialmente para Sócrates. De Romilly dice que era “persuasivo, seductor, brillante, embaucador y audaz”, es decir, lo que Platón diría, en lo mejor de la tradición socrática, de un sofista. Sin embargo, Platón mismo testifica el amor que el maestro sentía por él, un amor eminentemente espiritual aunque no exento de matices homosexuales.

¿Qué hace entonces de Alcibíades un personaje irresistiblemente atractivo para sus conciudadanos? Además de poseer una extraordinaria belleza, cosa en la que coinciden todos los doxógrafos, de ser admirado por sus riquezas y noble origen, Alcibíades es un hombre popular a causa de su magnificencia. Muchas anécdotas lo muestran haciendo generosos regalos al pueblo. Es por tanto un demagogo y además un campeón en los deportes. Continuador de las victorias de su familia, los Alcmeónidas, Alcibíades consiguió varias victorias memorables en los grandes juegos, pero la que lo hizo más famoso fue el haber vencido con una cuadra de siete carros en la carrera de Olimpia, cosa que no había logrando nadie antes, “ni particular ni soberano”, agrega Plutarco. La vida pública de Alcibíades está marcada por el ansia de notoriedad, lo que explica los escándalos que suscitó. Así lo dice De Romilly: “le gusta el escándalo porque halaga su vanidad”.

La apología de la traición

Si Platón es el doxógrafo del Alcibíades joven, Tucídides lo es del hombre maduro, el que incursiona en la vida política ateniense. Ya no se trata de pintorescas historias, más bien parecidas a chismes, de sus insolencias, sus abusos, sus borracheras y escándalos sexuales. Ahora se trata de la dirección de la polis. Así todos los rasgos políticos de Alcibíades cobran importancia en el marco de la acción pública y muestran cuán vulnerables son las democracias, cuán poco confiable puede ser el blindaje de sus instituciones ante las pretensiones de un demagogo.

La historia es bien conocida dada la abundancia de fuentes, y no puede ser de otra forma, pues se trata de los días más cruciales, y por tanto intensos, de la historia ateniense, quizás de la historia de la antigüedad. Sin embargo, el carácter increíble de muchos de sus episodios, el influjo del azar y la peripecia que fuerzan el desarrollo de los acontecimientos hace que aún hoy algunos historiadores se despisten. Alcibíades entra en la escena política en el fragor de la guerra del Peloponeso, como opositor a la firma de un acuerdo de paz con Argos. Ya antes había luchado en la batalla de Potidea, donde le salvó la vida Sócrates, según cuenta Platón en el Simposio (220 e), y más tarde, en 424, en la batalla de Delión como jinete. Alcibíades sabe muy bien que estas hazañas menores acumulaban méritos para su futuro político y pronto accede por elección a un cargo como estratego junto a su rival natural, Nicias, el antihéroe de esta tragedia. Si Nicias encarna el pacifismo y una cordura a veces titubeante, Alcibíades representa lo más radical del belicismo imperialista ateniense, el arrojo y la audacia ciega. Ambos personajes son necesarios para este drama. Con una paz provisional y poco consolidada firmada con Esparta en 421, y que lleva precisamente el nombre de Nicias, Alcibíades se las arregla para convencer al pueblo de la más aventurada empresa bélica que se les hubiera podido ocurrir: invadir Sicilia.

Alcibiade recibiendo las lecciones de Sócrates. François-André Vincent. 1776

En adelante los acontecimientos se precipitan. Partida la flota so pretexto de socorrer unas ciudades aliadas, estallan en Atenas dos escándalos inusitados: la llamada mutilación de los Hermes y las parodias de los misterios de Eleusis. Se desata, pues, una ola de persecuciones, delaciones y denuncias de todo tipo, y una buena cantidad de ciudadanos son condenados o deben escapar (Tuc. VI 53, 2). A Alcibíades no se le puede comprobar su participación en el caso de los Hermes, pero sí se le relaciona con el de los misterios. Es así que Atenas le condena por sacrilegio y envía a la nave Salaminia en su búsqueda. Alcibíades decide escapar, lo que equivale a desertar del ejército ateniense, y buscar refugio nada menos que en Esparta.

Los alcances de su deserción y sus consecuencias para el desastre de la expedición en Sicilia, así como la muerte de Nicias, han sido bien considerados por los historiadores; pero acerca de la traición que significa su refugio en Esparta y la abierta colaboración que prestó a los espartanos en su guerra contra Atenas nunca se ha escrito lo suficiente. Alcibíades, valido de su persuasión y relaciones, ahora funge como consejero en una guerra contra Atenas que ha terminado por reavivarse. Resulta asombroso escuchar los alegatos de su apostasía, que llegan a extremos de cinismo y falta de escrúpulos. La ambivalencia en el manejo del argumento y la audacia de sus conclusiones señalan la influencia de la sofística, y parecen más propias de un discípulo de Gorgias que de uno de Sócrates.

Plutarco recoge una frase elocuente que condensa todo lo que un cínico de su talla puede pensar. Preguntado si confiaba en su patria no duda en responder: “en todo lo demás sí, pero, tratándose de mi vida, no me fiaría ni de mi propia madre” (Alc. XX 2). Algo queda muy claro de esta “apología de la traición”, como la llama De Romilly, y es que en medio de la decadencia de los valores cívicos y de la solidaridad humana, la patria se ve reducida a un conjunto de ventajas personales muy fácilmente trocables. Otra lección de la democracia ateniense.

Como estratega, Alcibíades poseía una mentalidad asombrosamente moderna. Nadie como él tenía tan útiles conocimientos para perjudicar a Atenas y es una carta que sabe jugar en su favor. Permanece algunos meses en Esparta y De Romilly ironiza pensando en los esfuerzos que debió de hacer para adaptarse a la austeridad espartana. Pronto un nuevo escándalo se suscita al comprobársele que ha seducido a la mujer de Agis ii, rey de Lacedemonia, su protector. Por consejo y con ayuda de su amigo Endios, éforo entonces y con quien le unían lazos de hospitalidad, Alcibíades marcha a Sardes, donde de nuevo se convierte, gracias a su habilidad para la persuasión y talento para la intriga, en consejero del sátrapa Tisafernes. Allí, vislumbrando seguramente las ventajas de una posible vuelta a Atenas, comienza un peligroso juego de intrigas y manipulaciones, consistente en dar malos consejos a Tisafernes y enfrentarlo a Esparta, a fin de debilitar a ambos y procurar ventaja a los atenienses.

Es así que en el año 411 lo encontramos de nuevo al mando de la escuadra ateniense apostada en Samos, y acá hay una nueva lección de la historia acerca de lo mudables que son las pasiones políticas, aun los odios y resentimientos más enconados. Con Alcibíades al frente de su flota, Atenas supo propiciar duros reveses a los espartanos, victorias que volvieron a poner al Egeo en sus manos. En primavera de 407 lo vemos recibido como un héroe en su patria, la misma que lo condenó y a la que traicionó, con el apoyo del partido democrático. Sin embargo, poco después es responsabilizado de la derrota de Antíoco en Notio, y debe marchar de nuevo a Queronea, desde donde inútilmente trata de evitar la derrota de la armada ateniense a manos de Lisandro en Egospótamos. Ya su credibilidad estaba más que pulverizada. Era un ápistos.

Después de Egospótamos, Alcibíades cruza el Helesponto para refugiarse en Frigia, donde inicialmente cuenta con el apoyo del sátrapa local, Fernabazo. Allí se establece provisionalmente con su amante, Timandra, con la idea de marchar a Persia en pos de la ayuda de Artajerjes. Sin embargo Fernabazo, instigado por una embajada del espartano Lisandro, lo manda a asesinar en el año 404 a.C. Plutarco cuenta como su casa fue rodeada e incendiada. Alcibíades, al verse sin escapatoria, corrió daga en mano hacia los que lo asediaban y murió atravesado por una lluvia de flechas (Alc. 39).

Alcibíades de siempre

La vida de Alcibíades y la historia de Atenas muestran cómo un solo hombre puede perder una república si sabe encarnar, en las circunstancias propicias, las más bajas pasiones del colectivo. La relación que se establece en la Atenas clásica entre el lujo y la corrupción, el individualismo y la demagogia, la manipulación de las instituciones y en fin, el divorcio entre moral y política, son ejemplarizantes para las democracias de todos los tiempos. La traición, las disensiones internas que tanto mellaron en la unidad ateniense a causa de la desconfianza son una elocuente lección para nuestras democracias. El caso de la traición con Esparta es ejemplar. Alcibíades es un aventurero, y como tal, un creyente en la mudanza caprichosa de la historia y sus valores, de todo lo que constituye el devenir humano, un convencido de la peripecia y de la ambivalencia de las causas y de las razones. Es que Alcibíades es un engendro de la historia, encarna el espíritu de una época, lleva el sino de unas circunstancias tan inestables como él mismo.

El ensayo de De Romilly es una reflexión acerca de las tentaciones de la democracia, del riesgo que corre bajo la seducción de un líder ambicioso, cínico y carismático. Nos cuenta cómo este anti-Héctor, este predecesor de Maquiavelo surgido bajo el amparo de las instituciones democráticas para después volverse contra ellas, paradójicamente no hubiera podido existir en un espacio que no fuera la misma Atenas democrática.


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