Perspectivas

Cruce de caminos

Aeropuerto Internacional de Atenas Eleftherios Venizelos, en Grecia. Fotografía de Getty.

13/06/2020

Qué letra de qué ignoto abecedario

vine a ser, o ya fui con otras voces…

Arturo Uslar Pietri 

 

Lo hemos dicho muchas veces, los libros, como las personas, tienen vida propia y deciden su camino de forma autónoma, como si una voluntad decidiera la particular andadura de cada uno. Lo que quizás no hemos dicho es que a veces la vida de esos libros se entrecruza con la nuestra, al punto de que puede costarnos diferenciar lo que hemos vivido de lo que han vivido sus personajes. Detesto los clichés, pero a veces no queda más que encogerse de hombros: es la ficción que a veces se mezcla con la realidad para que después no podamos diferenciarlas, así como se mezclan la sal y el agua.

Supe del libro por una reseña de Mario Vargas Llosa, me gustaría pensar que sincera. “Regreso a Grecia”, se titulaba y, claro, me enganché en seguida. En realidad no era una reseña, sino un conjunto de reflexiones a partir de una novela, Otra vida por vivir (Mía zoé akóma, en su original griego), de Theodor Kallifatides (Galaxia Gutenberg, 2019). La narración, que se quiere autobiográfica, cuenta la historia de un veinteañero que sale de una remotísima aldea perdida en el Peloponeso más profundo, Molaoi, de cuya existencia real me enteré gracias a Google Maps. Estamos en 1964 y el joven Theodor decide emigrar a Suecia, como tantos jóvenes griegos de antes y después. Theodor se gana la vida en Suecia como cualquier emigrante, pero con el tiempo aprende tan bien el sueco que estudia y llega a enseñar filosofía en la Universidad de Estocolmo (esto no lo cuenta en su libro) y, lo más importante, puede desarrollar su vocación de escritor. Tiene tanto éxito que termina por convertirse en el autor reconocido que en efecto es, con numerosas novelas y ensayos publicados, de cuyas ganancias puede vivir holgadamente. Tanto, que su editorial le adelanta suculentos anticipos por sus obras. Tengo que reconocer que eso, y la descripción de su estudio, una mínima cabaña de madera bicentenaria en un bosque a las afueras de Estocolmo, me causó una envidia tremenda.

Pero, así es la vida, un día algo le pasa al ya septuagenario Theodor. Algo difícil de explicar. Han transcurrido los años y, después de tanto escribir, parece que su creatividad se ha secado. Justo en el peor momento, porque su público desea leer más y más de todo lo que (se supone. Su agente también lo supone) aún tiene que contar. No sabe lo que pasa. Apenas lo puede decir: se pone horas frente a la pantalla del computador y nada. Es que no se le viene una sola idea, una sola palabra. Intenta de todo: salir a caminar por la playa, volver a frecuentar amigos viejos. Nada. La cosa comienza a preocuparle.

Sin embargo, porque así funcionan los caprichos de la vida, justo por esos días ocurre algo que intempestiva e insospechadamente cambiará las cosas. Theodor recibe una invitación desde su Grecia natal. El Ministerio de Educación ha resuelto dar su nombre a la pequeña escuela de su pueblo. El escritor y su mujer, Gunilla, vuelan a Atenas, que no visitaban hacía años. Gunilla está convencida de que el viaje hará bien al angustiado Theodor, que no se recupera de su parálisis creativa. A cada tanto le pregunta: ¿cómo va eso? Pero nada. Para el escritor es como si algo hubiera muerto dentro de sí.

En Atenas pasan unos días, alojados en el apartamento que fuera de su madre, quien había muerto tiempo atrás. Después alquilan un carro y emprenden camino al diminuto Molaoi, arrinconado entre montañas al sur del Peloponeso. De camino pasan por Eleusis y Corinto, visitan el magnífico teatro de Epidauro y pernoctan en Nauplia, en un pequeño hotel frente a la espléndida bahía. Al día siguiente continúan, no sin detenerse en Esparta y en Mistrá, la vieja fortaleza que una vez fue capital de Grecia bajo Bizancio. Ya en el pueblo es recibido por los maestros de la escuela, gentes cálidas y sencillas que se acercan con reverencia a cenar con el escritor y su mujer en el pequeño hotel. Según la costumbre, se presentan por sus nombres, sin apellidos: Antonis, Andreas, Alexis, Eleni, Olimpía. Vienen cargados de uvas, higos, chocolates y otros presentes. Comen y charlan animados, con naturalidad. Pasada la medianoche se despiden. Mañana es el gran día.

A las ocho y media es la cita. La escuela tiene un pequeño anfiteatro al aire libre donde ya todos están sentados. Es una típica noche de final de verano en Grecia, cuando no hay ni una nube y la luna llena resplandece mientras una brisa suave hace el calor más llevadero. Comienza el acto: habla el alcalde, habla el responsable de cultura, habla la directora de la escuela. A continuación, el grupo de teatro de la escuela representa en honor de Theodor una vieja tragedia. En realidad, la más vieja de todas las que se conservan, Los Persas de Esquilo, que cuenta los lamentos de los persas al enterarse de la derrota de Jerjes en Salamina. Se apagan las luces y el coro de niños entra con solemnidad en escena y se forma frente a las gradas al ritmo de un tambor. Comienzan entonces a recitar los versos milenarios con perfecta dicción griega:

Esto es lo que queda de los persas

que marcharon rumbo a tierra griega…

Mejor es dejar que Theodor mismo nos cuente lo que sintió en ese momento: “Desde las primeras palabras se me puso la piel de gallina (…) Yo había asistido a funciones con actores célebres, sin que me hubiesen conmovido. Me entregué a las voces de los chicos, a las palabras de Esquilo, y mi alma se hinchó de orgullo”. Durante la función hay un pequeño apagón, pero nadie se alarma. Conversan relajadamente y esperan hasta que, en poco tiempo, la luz se restablezca. Son cosas que ocurren con frecuencia en Grecia, para horror del resto de Europa. “Me acordé de mis años de infancia en el pueblo”, dice. “Lo mismo pasaba entonces. La luz iba y venía. La vida se detenía por unos instantes y minutos después se reanudaba. Lo mismo ocurrió en esta ocasión. Era como si mi vida se reanudara. Las palabras de Esquilo caían en mí como lluvia refrescante en tierra seca… Aquella lengua era mi lengua”.

Esa noche, después de hacer un esfuerzo para decir unas pocas palabras de agradecimiento, Theodor y su mujer se quedan firmando algunos libros y conversando con todos hasta tarde. Al otro día, en medio de un chubasco de esos que encabritan el Egeo, se levanta temprano y baja a la cafetería del hotel con su portátil. Pide un café, la enciende, cambia el lenguaje del sueco al griego y esperó. Un buen rato después el milagro comenzaba a obrar: “Desde la primera palabra sentí cierta dulzura, como si hubiera comido miel. Dulzura y alivio”.

Esta historia ocurrió a mediados de septiembre de 2015, justo por los días en que yo volvía a Venezuela después pasar de casi un año en Atenas estudiando a Cavafis y los demás poetas griegos modernos. El 2015 había sido un año muy difícil para Grecia. Había comenzado con la euforia de la elección de Tsipras como Primer Ministro y había continuado con los acontecimientos (negociación de la deuda, referéndum, corralito) que marcaron el auge y ocaso del populismo de izquierdas en Grecia. Toda la pobreza y la decadencia que describe Kallifatides pude verlas yo mismo con mis ojos. Los lugares sucios y descuidados, las calles atestadas de mendigos e inmigrantes, los jubilados con la mirada perdida frente a su café y las señoras devolviendo la compra porque no les alcanza el dinero en el supermercado. “Ahora olía como huelen los viejos retretes de los pueblos”, cuenta. “Un hedor pestilente, asfixiante, que hizo que nos tapáramos la nariz con las manos. Había periódicos viejos por todos lados, trazas de los vagabundos que pernoctaban ahí, griegos y refugiados de otros países. Latas de conserva abiertas, jeringas usadas y condones”.

Todo eso también lo habíamos vivido María Fernanda y yo durante nuestros meses en Atenas, solo que yo había llegado buscando el país real, no la Grecia idealizada por los románticos historiadores europeos, y lo había encontrado. La pobreza, la decadencia, la belleza intacta y digna de los paisajes anónimos, la incomprensible alegría de la gente sencilla y generosa, todo eso lo habíamos visto nosotros también, solo que con ojos de latinoamericanos, y no de un emigrante que vuelve de la pulcrísima y súper organizada Suecia, esperando hallar intacto al país idealizado de su nostalgia. Quizás nos topamos en algún pasillo del aeropuerto de Atenas sin saberlo. Un día de mediados de septiembre del año 2015, el autor y protagonista de esta novela volvía a Grecia para recuperar su lengua y reencontrarse con su país. Yo no sabía que partía al mío para perderlo aun quedándome en él, para refugiarme de su verdad idealizándolo en mi nostalgia.

 


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