LiteraturaPerspectivas

Cristina Falcón Maldonado: poesía adversativa

27/08/2022

Cuando alguien se desprende de la casa familiar, deja atrás el lar nativo, el entorno vital poblado de afectos, querencias, dinamismo existencial… para entrar en los vastos dominios de la errancia y el exilio, se topa de frente con la tragedia. No hablo necesariamente de angustias, temores, punzadas en el alma y en el corazón, ansiedades sin más futuro que el vacío, esperanzas sin visos de cumplimiento, sinsabores desconocidos, acedia espiritual. Hablo de tragedia: ese estado agonal –a veces, también agónico– en que se baten en tensión el sí y el no, la expectativa libre y el error fatal en potencia, la fuerza y la debilidad, la convicción de estar en lo cierto –de haber decidido bien– y los impíos desmentidos de las falsas tierras prometidas, en general, hoscas con el extranjero y todo avatar de “lo otro”, lo extraño.

Ese es el encuadre emocional de las almas migratorias y en él coexisten, también en alta tensión, la memoria, la siempre bifronte nostalgia –dolor por los bienes perdidos junto con la alegría de atesorar los momentos bien vividos– y la esperanza del retorno a un mundo finalmente hermoseado aposta, pese a tantas sospechas de que hace tiempo dejó de ser y de que nunca volverá.

La sustancia de que está hecho Ítaca es nunca (Barcelona, Editorial Candaya, 2021), el más reciente libro de la poeta venezolana Cristina Falcón Maldonado, viene de todo ese hervidero emocional, aunque su voz se cuida bien de no ceder a estridencias y patetismos casi siempre intempestivos.

Es una pasión inútil tratar de rehuir ciertas circunstancias, pese a su persistencia opresiva durante demasiado tiempo. Los espíritus nobles acceden pronto a la conciencia de esa verdad y alcanzan el temple necesario para plantarle cara y asumirla como sello y cimiento de su integridad humana. Todo indica que ese es justo el caso de Cristina Falcón, como lo evidencia sobre todo –no únicamente– esta última etapa de su labor poética.

Sí: Cristina Falcón se decidió a volar desde su natal páramo en los Andes venezolanos, hará cosa de unos siete lustros, y ha echado suficientes raíces en Europa como para tenerla por transterrada –la célebre precisión existencial de José Gaos–, sin que por ello se nos escape el hecho de que primero tuvo que pasar su etapa de desterrada. Solo alcanza el estado de transtierro quien antes ha vivido el destierro. No habría que ver en esas dos palabras los nombres de experiencias contradictorias, sino complementarias. Pero, mientras más tiempo se está lejos de la tierra y la casa originarias más fuerza va tomando la memoria. No me refiero a la caprichosa y feble facultad que trae a nuestra mente imágenes, hechos, dichos, situaciones y sentimientos vividos desde los tiempos de nuestra caída en el mundo. Hablo más bien de una memoria antropológica, de un fondo de humanidad adquirida con la vida y asentada en nuestra ánima y nuestro ánimo, que va confiriendo sentido a nuestra historia personal, al tiempo que nos dota de cimientos para sostener y continuar nuestra andadura hasta el último aliento. En ese sedimento nos repatriamos y nos rematriamos: se renuevan la tierra y la morada primigenias: se superan destierros y transtierros: «Hace/ tanto que fui/ donde no/ hubiera querido// me fui tanto/ que vuelvo» (p. 112).

Ítaca es nunca arraiga en ese humus renovado y, tras seguir varias veces el curso de los versos que lo surcan, se repite una misma resonancia en mi entraña hecha igualmente de éxodos, errancias, peregrinajes y trashumancias: la reinvención de la tierra primordial y la casa originaria como antídoto contra la física cruel de la distancia y como lenitivo para la siempre excitable fantasmática del deseo. La voz poética, en este libro, se duele de la lejanía reconfirmada como perenne e insuperable: se resiente de lo que el tiempo ha cobrado sin piedad en los seres y enseres queridos: se aflige de la impía erosión de los anhelos y hasta de algunos sentimientos. Ciertamente, de las hojas de este libro mana una tonalidad apesadumbrada, incluso en apariencia desesperanzada. Esa impresión es engañosa. Sin que se requiera demasiada perspicacia exegética, el lenguaje practicado por Cristina Falcón da la pauta para denegar esa unilateralidad: la lógica sinuosa del “sí, pero…”, por la que la vivencia del desastre –el hecho de quedarse sin “astros” tutelares– no desdice un horizonte abierto a otros cursos de la siempre inasible Fortuna. Así, la gramática de las conjunciones adversativas opera como la clave de la sospecha de que podría ser que no todo se hubiese perdido: de que la esperanza, aunque con discreción y cercada por reveses y desazones, sigue latiendo. Por ejemplo, está la amarga luz de que «Uno termina siendo/ solar/ limen/ resabio// rastro de nadie» (p. 110), pero el libro cierra dejando constancia de que «La vida era más que lo que nos dijeron» (p. 123). Y si de por sí a todos en todas partes se nos “dice”, se nos promete, algo esperanzador, nada impide pensar que en ese magis implícito en la existencia subyace una promesa, no importa si ceñida a las contenciones de algún escepticismo.

Esa poesía adversativa es la apuesta más notable de Cristina Falcón en el plano de un decir poético, en general, signado por una afortunada austeridad verbal, una concatenación de fulguraciones opacas, así como por un bisbiseo y un medio tono penetrantes. De ahí la organización interna del libro: de las cuatro secciones de que consta, las tres primeras se titulan «Pero país», «Pero casa», «Pero madre».

En «Pero país» resuenan las trazas casi mudas de los misterios dolorosos del desfase entre la memoria y la realidad actual y obstante de una república y un terruño devastados por los fragores de la Historia y las «extrahistorias» cada vez más borrosas. Esa es la expresión más punzante del «nunca» que nos enrostra el título del libro: la aceda claridad de que toda migración, a la postre, es la pira en la que arden sin remedio las naves de una existencia ya lejana e ida para siempre. Una existencia que la memoria moldea de manera caprichosa y, sobre todo, que nunca puede restituirse, reconstruirse, por mucho que se quiera y se intente hacerlo.

En la «Tierra de Gracia» que Cristóbal Colón atisbó en su tercer viaje a «las Indias» (1498), en lo que terminaría conociéndose como Venezuela, la voz poética advierte que «no hay con qué» (p. 20), acaso porque una vastedad otrora feraz, pletórica de vida y colorido, bullente en su violencia y su alegría, en sus locuras y equilibrios siempre frágiles, ha devenido greda «que el aliento contiene exhausta» (24), se trasunta en distancia no solo infranqueable, sino hostil, hiriente, tóxica incluso…, de humanidad desierta y en incitación a «gemir hacia dentro» (p. 32). Esta parte del poemario es un catálogo de golpes en el alma, una contenida relación de desarraigos como ecos de antecedentes de larga data –cuando menos, los dos últimos siglos de historia nacional– y que se hermanan con su lacerante continuación ampliada en los últimos años. Esa voz dolida de Cristina Falcón es hoy en día –al margen de que se lo haya propuesto adrede o no– la de millones de mujeres y hombres de Venezuela arrojados allende sus fronteras, en las últimas décadas. Eso es innegable, pero también lo es que, en la sensibilidad de la poeta, «esa herida/ se hizo pájaro» (p. 37).

Por su parte, el oscuro objeto del dolor en los versos de «Pero casa» es la intrahistoria ya muy desleída del solar originario. En este territorio –que se supondría hecho de privacidad, intimidades, consanguinidades transtemporales– ni siquiera hay rastro alguno de la palabra “sangre” y el propio vocablo “casa” termina volviéndose «impronunciable» (p. 62). Esta sección del poemario luce, así, como un estudio fotográfico de ausencias, clamor mate y en sordina, vacío… graficado por el idioma de la nada: la privación de ser. El hogar primigenio es ahora, a la vuelta del transtierro, acaso un espejismo existencial: «ausencia» (p. 49), casa que «ha perdido el habla» (p. 57), «casa de más nunca» (p. 58) silencio irruptivo y extinción de la luz (p. 56), mero «aquí» donde «solo vive el abandono» (p. 51) –más precisamente: «el abandono de los frágiles» (p. 43)–. Pero el estro del que han brotado estos poemas no cede a la resignación. En medio de tanta desolación logra «desatender mansedumbres/ [e] infringir este rigor que nos acalla» (p. 52), evade la flagelación de hacer «inventario/ de enredaderas/ árboles/ voces/ que un día fueron» (p. 50). En fin: casa en ruinas sí, pero cero voluntad de aniquilación: ni asomo de claudicación ante el presunto señorío de la nada. Así que, pese a todo, «esta casa que nos mira […] desespera/ por seguir siendo/ casa/ lo hallado/ lo fecundo» (p. 57).

Las graves e intensas vivencias que registra este libro de Cristina Falcón –en general, sin dramatismos– terminan afectando la sintaxis, en la medida en que acaso se necesita extraer desde el fondo del significado y el sentido la modulación verbal que la voz hipersensibilizada requiere. Un ejemplo, entre varios, de ese audaz juego recreador en el lenguaje: «Casa en la que nada/ salvo las horas/ que no saben a quién» (p. 60). En este terceto, la intención referencial se cimienta en la sugerencia, en la evitación deliberada de la apófansis: no se afirma ni se niega: en rigor, no se define nada: cuando más se plasma una percepción turbia, acaso una imagen nacida en las coordenadas de una distorsión conveniente, a modo de evasión de una verdad incómoda más.

En lo personal, las dos secciones comentadas son las que me interesan en Ítaca es nunca. Aquí recurro a la acepción más vital (o “mortal”, según se vea) del verbo “interesar”, entre las que ofrece el DRAE: «Producir alteración o daño en un órgano del cuerpo». Todavía no hace tanto, las páginas rojas de los periódicos daban cuenta, por caso, de la puñalada que interesó el corazón de alguien. Reconozco que los poemas de «Pero país» y «Pero casa» me interesan, me punzan las entrañas.

No confieso lo anterior en demérito de lo dicho en «Pero madre». Esta parte del libro difiere bastante de las otras. Se me viene al alma como el difícil registro de una experiencia a su modo órfica: el intento reiterado y siempre fallido de re-unión con la madre que sigue existiendo pese a haber dejado de ser. Un puñado de veintiséis poemas basta para dar sustancia a una atmósfera tenuemente evocadora de algo como un Hades, un sueño de prolongada desazón, una andina densidad de aire que nos coloca en alguna «tierra de nubes» de la que habló el gran Ramón Palomares. Es la única sección del libro en la que la voz alcanza un volumen pasional –amor obliga– un tanto excedido, como cuando, en estado de «perro desbocado el corazón» (p. 90), clama por la madre ausente «como una Loca/ Luz Caraballo/ cualquiera» (p. 67), en alusión a un personaje legendario de los Andes venezolanos, habitante de los versos del célebre poeta popular Andrés Eloy Blanco, en parte semejante a La Llorona, aunque mucho menos trágica.

Esa desesperación resulta comprensible, si se tiene en cuenta el dolor que causa en la poeta el vacío insuperable en que se traduce la ausencia física de la madre, convertida en el seno de la memoria en un ser  que «emprende cada día/ su viaje para siempre» (p. 92), una oquedad que «percute/ su no ser hacia nosotros» (p. 78), un leve espectro que «sin más/ se nos hace signos» (p. 82) y no cesa de insistir «en el adiós/ que solo es aire» (p. 87).

Ítaca es nunca –ojo: en este libro Kavafis también termina siendo “nunca”– es exilio, es renuncia, es nostalgia, es vacío, es memoria, es acedia, es agonía, es amor, es promesa… sí, pero poesía.


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