Perspectivas

Armando Rojas Guardia: carta sobre la pureza

11/07/2020

Armando Rojas Guardia retratado por Vasco Szinetar

Ahora que Armando Rojas Guardia acaba de dar su último paso hacia la inmortalidad, el momento me parece propicio para sacar a la luz la que acaso sea la última pieza de nuestra correspondencia personal.

Escribí la carta que a continuación doy a conocer el 29 de agosto de 2019. Faltaban pocas horas para montarme en el avión que me llevaría a Madrid, destino en el que me había comprometido a realizar una estancia académica. El asunto central de la carta era una deuda que contraje con Armando el 24 de julio de 2019: hacerle llegar mi opinión sobre su poema en perpetua recomposición «Pequeña serenata amorosa». El propio poeta lo consideraba “uno de los mejores textos que he escrito en mi vida” y dejó claro el tamaño de mi compromiso, cuando cerró su misiva con la frase: “Espero con ansiedad tu comentario”.

Entre un apremio y otro, pasaba el tiempo sin que yo diera señales de cumplir mi promesa, mientras la memoria de la palabra empeñada ejercía una creciente presión, cuyo límite venía a ser un desasosiego, una angustia, igualmente en aumento. Hasta que por fin me decidí a plasmar mis pensamientos en una composición, cuyos evidentes defectos pueden hallar su explicación en las prisas impuestas por la circunstancia ya descrita y en las licencias inherentes a la condición privada de ese pequeño discurso.

Habrá otras ocasiones para honrar como se merece al poeta, al pensador, al amigo, al hombre bonancible, al desesperado peregrino en su andadura por el desierto trágico de la vida, con el que siempre se podía dialogar con provecho, desde tantas cosas que nos unían y a pesar de tantas otras que nos separaban.

Que su memoria nos ilumine.

Ciudad de México, 10 de julio de 2020

***

Querido Armando:

Espero que estés sobrellevando bien estos tiempos tan rudos.

Recibo con frecuencia los poemas y apuntes que publicas en Facebook. Eso me induce a pensar que estás en movimiento, muy creativo, desplegando tus potencias.

Empiezo por decirte que ya llegó a mis manos tu poesía completa, publicada en Ecuador. Tienes motivos para estar contento, por ese acto de generosidad de nuestros amigos cuencanos –muy especialmente Cristóbal Zapata y Jorge Dávila– y por ese gran tributo a la historia de la poesía y de la edición. Los ecuatorianos te hicieron justicia. Felicidades, de verdad.

Ahora, quiero aprovechar la ocasión para responder –por fin– tu solicitud de comentar tu «Serenata amorosa». De entrada, te agradezco mucho que te intereses por mi humilde opinión. Disculpa, por favor, el desorden en la exposición de las ideas que tus palabras han suscitado en mí.

Ya conocía una versión anterior de tu escrito. La que publicas ahora me sirve de recordatorio, de nueva puesta en acto, de lo que has querido expresar. Se nota el tremendo –trágico, en el sentido riguroso del adjetivo– esfuerzo por llevar a palabra la experiencia vivida doblemente: por acción directa y por reflexión. Por cierto, para mí, esto último –el basamento experiencial de tu discurso– es lo que tiene más valor e importancia. Lo vivido es lo que da sustancia a la expresión. Sin eso, sería pura flatus vocis.

Observo en tus palabras el registro de una larga meditación de autognosis. Tu propio ser como materia de indagación incluye necesariamente lo vivido, porque pienso que el ser de cada quien está integrado por todas las grandes y pequeñas actuaciones en nuestro complicado estar-en-el-mundo, así como por lo que aporta “desde fuera” nuestra espontánea andadura por la vida. Todos tenemos en común los ímpetus y los vuelos del eros personal y del propio dios Eros, verdadero motor de nuestras vidas –como zoé y como bíos–. La mayor singularidad de ese recuento poetizado de tu paso específico por esos parajes está en la peculiaridad de tu vertiente erótica.

Como ya estoy viciado por la filosofía, no puedo quitarme de encima la sobredeterminación del pensamiento socrático-platónico al acercarme a este asunto. No sé si eso está bien o no. Dado el arraigo que tiene en mí, la pregunta al respecto es sencillamente ociosa. Eros es la potencia que nos impulsa hacia la otra sarx (carne) animada (llena de vida), cuya proximidad nos nutre con la experiencia de una potencial plenitud emocional y existencial. En lo personal, admito a lo griego que el modo concreto de la sarx viva que somos y el de la que nos atrae no es algo decisivo. Esto, porque la relación inter carnal se vive como una estación hacia la conciliación con lo absolutamente real; meta, esta, que confiere sentido y dignifica por completo todo lo que ese nivel de “vínculo sexual” –qué pobre suena esto– ostende en términos de limitaciones e imperfecciones.

El primer gran mérito del socratismo platónico radica en haber asignado un valor notable al impulso erótico en sus expresiones más primarias y orgánicas. Sin potencia erótica no hay vida y –lo que es peor, para los antiguos– tampoco hay existencia filosófica, que es la máxima realización de la vida. El segundo gran mérito, estaría en reconocer las virtualidades del eros en punto a la trascendencia de las imperfecciones de la existencia mundana. El tercero –acaso más discutible, pero brillantemente estipulado– consiste en haber propuesto una opción concreta de trascendencia: la dialéctica: la vida en y en pos –a la vez– de la verdad. En ese encuadre, que la sarx proyectiva –el cuerpo deseado– esté naturalmente, physicamente, constituido de un modo u otro –“masculino” o “femenino”– luce indiferente. Lo importante es el despliegue del impulso erótico hacia la sarx conveniente.

El optar existencial y vitalmente por una u otra posibilidad comporta consecuencias. La más importante de todas, como dice el Sócrates de Symposion, el hecho de procurar engendrar en un cuerpo bello (la reproducción genesíaca de lo humano); aunque el potencial creativo del eros tenga siempre la opción de engendrar discursos bellos en almas bellas. Esto último sería la cumbre de la sublimación del eros orgánico, que está en el origen de toda esta historia. Sé que estoy siendo burdamente simplista y que estoy confiando en mi memoria siempre feble, pero espero siquiera rozar el sentido esencial de la maravillosa idea socrático-platónica del amor.

Digamos que esos “prejuicios” que acabo de apretujar en una cuantas líneas se me imponen, a la hora de leer tu serenata, y marcan mi grato asombro, cuando descubro en ella un himno a un modo de la ternura que, según veo, desconozco y que sustenta el homoerotismo. Para mí, este punto es el que sostiene todo el discurso. El tono poetizante, casi hímnico del escrito, celebra emocional y estéticamente una posibilidad de algo tan radicalmente real y humano, physico (perteneciente a la Physis: la Naturaleza absoluta), como es la ternura. Ante esto no hallo nada que decir, porque hunde sus raíces en el ámbito inaccesible de la experiencia, el “más allá” que se le veda a la razón, sin que por ello se desconecte de la universalidad de lo humano. Apasionante paradoja esta: la universalidad de lo erótico viene dada por la unicidad intransferible de cada experiencia erótica singular.

Por lo demás, no sé si pareceré estar desvariando, si digo que tu serenata me lleva directo a un hermoso pasaje del Fedro platónico, que en este momento no tengo a la mano (por lo que, otra vez, me veo obligado a recurrir a mi traicionera memoria). De seguro lo recuerdas tú mucho mejor que yo. Me refiero a aquella parte donde Sócrates interrumpe su primer discurso sobre el amor –en competencia contra el de Lisias–, acto seguido se pone a hacer ademanes y proferir expresiones de purificación, para resarcir el gravísimo, imperdonable, pecado de haber intentado hablar del eros sin contar con la suficiente potencia divina o conexión con lo divino, para hacerlo. Habría que asumir que, para hablar del eros, es necesario deslastrarse de toda impureza como condición del entusiasmo apropiado –es decir, la posesión divina pertinente–. No sé si sería aventurado –sobre todo, no sé si aceptarías– pensar que tu serenata ha brotado de un estado análogo, aunque en tu caso las referencias a la divinidad estén inevitablemente marcadas por tu fe en Cristo, que considero un modo específico de conexión con lo real-divino.

Como sea, todo esto le confiere a todo el poema en prosa –con todo y las alusiones mundanas, arraigadas acaso en tu inveterado “exteriorismo” de viejo “traficante”– el grado de pureza de que está dotada toda hermosura. Sí: tu serenata es una cumbre de lo más hondamente humano, pese a que a veces deba dar cabida a cierta obsesión justificatoria de lo que eres, de lo que crees y de lo que amas, que en sí mismo es la fuente de las más sanas sospechas acerca de la insania moral y la mediocridad existencial de nuestro entorno vital. Lo humano en estado puro, inmaculado, fecundo, potente a la par de tierno… eso es lo que encuentro en los no-versos de tu poema.

Disculpa lo atropellado de estas líneas, pero no quería partir a Madrid sin darte cuenta de mi lectura de tu serenata. Ando muy mal de tiempo, muy presionado, pero paréntesis como el de la lectura sosegada y por etapas de tu escrito, junto con este humilde maquinazo –que, lamentablemente, no ha podido ser lo pausado que quisiera– son las cosas que nos ligan con gusto a esta vida.

Va un buen abrazo, con mis mejores deseos, querido Armando. Hasta pronto.

Josu


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