Memorabilia

Costumbres de Barullópolis (II)

03/06/2020

[Este es el segundo texto de Toro dedicado a ciertos comportamientos de los caraqueños de fines de los años treinta del siglo XIX. Se publicó en Correo de Caracas, el 25 de junio de 1839.]

 

Vista de Caracas. John Thomas. 1839

¡Oh feliz igualdad! ¡Oh edad de oro! ¡Oh feliz tierra de bendiciones y prodigios!, donde la naturaleza rica y jugueto­na se complace en reunir en un punto tantas y tan variadas producciones; donde contrastes mil adornan los campos, con­trastes mil la sociedad. La rosa desenvuelve sus fragantes pétalos al suave aliento del aura matutina, y la picapica que la abraza sacude en su purpúreo seno sus dorados y punzan­tes pelillos: el majestuoso y suculento plátano amenaza con su dulcísima carga al diligente agricultor que yace dormido a sus pies, cuando montando el sol al cenit y lanzando rayos que iluminan y encienden las esferas, la sombra amiga le convida con su frescura al plácido reposo; el matapalo, emblema del falso amigo y del mal gobierno, ahoga con estre­chísimos abrazos al bucare, protector del sabroso y aromá­tico cacao: aquí en vueltas mil y mil revueltas, se enreda y relaza el guaco con la zarza para preservar al hombre a un tiempo de las serpientes y de las Evas: allí el copaiba destila su vulnerario bálsamo junto al mortífero manzanillo que con su sombra adormece: crece a este lado el erizado e inhospita­lario cardón; crece al otro la fresca parcha convidando con sus pomas de ambrosía. ¡Oh qué bella es la naturaleza en es­ta tierra! ¡Cómo desmiente las convenciones de los hombres! Pero, ¡oh tú muy más bella sociedad que copias tan fielmente la naturaleza y la sobrepujas en caprichosos maridajes! ¡Qué amable abandono! ¡Qué mágico poder que nivela y confunde sin violencia, todo rango, toda condición, toda edad, todo sexo! Mira al lechuguino abuelo con qué garbo se despechuga y dice ternezas a las niñas; mira al joven romántico de bar­bas hasta la cintura y melancólica frente, más grave que un asunto con el escarpelo en la mano disecando la sociedad y dejándola cual esqueleto que cubierto de andrajos, a las páli­das vislumbres de amarillenta luna, hórrido y sombrío se levanta del sepulcro; mira el togado convertido en garitero y en torno de él los hijos de familia, el buhonero, el hacendado, el carnicero, el comerciante echando suertes a la fortuna: mi­ra el militar y el cura, el truhán y el magistrado, las prosti­tutas y las vírgenes, los tahúres y fulleros, en familiar confu­sión. ¡Oh tierra venturosa! ¿Dónde se vio jamás borrada a tal punto la fealdad del vicio y más mellados los filos de la importuna virtud? ¿Quién vio nunca lo que vemos?, traiciones honoríficas, injusticias de sublimado mérito, castísimos adulterios, pujante y fogosa vejez, docta y sentenciosa ju­ventud. ¡Chipre! ¡Sibaris!, tierras sois de anacoretas; aquí sí se goza de la vida; aquí sí Venus y Baco tienen su blandísi­mo imperio, y en las plazas y templos, en los palacios y caba­ñas oyen el sacro himno:

Bebamos mientras vivimos
que en la tumba no se bebe.

Vamos al baile: ¿qué vi? De Terpsícore las gracias a to­rrentes. Todo brillaba en el salón; el resplandor de mil bu­jías reflejaba en los vistosos trajes de rica seda que ostenta­ba los colores del rubí, del topacio, del zafiro y de la esmeral­da. Las bellas de Barullópolis sentadas en estrecha y conti­nuada línea, formaban con los ojos y las bocas una vía lác­tea más hermosa que la que trazó Iris en el cielo; al tiempo que los hombres de pie y apiñados en un rincón y a las puer­tas de la sala, hacían gestos y daban manotadas, disputando sobre la belleza de sus damas. Rompe la música y en un abrir y cerrar de ojos como por encanto en medio del salón, se ha­llan las parejas que con tiempo se han acordado, frente a frente: el hombre observa la figura que los primeros en or­den han principiado, la joven se remilga, dice secretitos a la amiga que tiene al lado, y con ansia espera el momento en que el sonoro violín convide.

Su planta gentilísima y ligera,
…………………………………………
blandamente hacia atrás, da gentilezaY el cuello desviando
a la hermosa cabeza
reposada sobre él; ¿quién no suspira,
quién al ardor se niega,
qué bello entonces su ademán respira?

Contradanza era y tenía yo un extranjero a mi lado, que no se cansaba de ponderar lo intrincado y difícil que le pa­recía esta danza. «Yo no puedo, me decía, comprender ni una figura: una pareja la hace de un modo, otra de otro: una empieza cuando la otra acaba; ¡y no puedo alcanzar!, ¡qué es­pecie de armonía hay entre la música y los movimientos!» ¡Oh!, señor, le dije yo, qué poco se os entiende de eso: esta danza puede y debe llamarse el ditirambo del baile; pues que así como aquél en la poesía sale de las reglas comunes del arte y permite al genio dejarse llevar por los trasportes de una inflamada fantasía en férvido desorden; así ésta que llama­mos aquí contradanza es una infracción de todas las leyes rítmicas. ¿No ve usted esa admirable y graciosa confusión? Mire usted aquel donoso joven cómo altera el paso y desfigura la fi­gura; ése cede a una inspiración. Mire usted aquel otro cómo trae fuera de la línea a su compañera, y da tres o cuatro coces ha­cia atrás; ésa es una invención muy reciente y elegante. ¿Puede usted seguir ese laberinto de pies y manos, esa varie­dad de movimientos que ninguno se parece a otro? ¿Y quién puede seguir el vuelo, el arranque, el disparo, el ardor y el entusiasmo que inspira una bella que estrecha uno de sus brazos, que tiene unos ojos que chispean de sangre, y un a­liento que arroba, y un tacto que quema y… qué sé yo, mi a­migo? En esta plática estábamos el escocés y yo cuando he aquí que la contradanza concluye. Acercámosnos a las bellas damas. ¡Ay, qué contentas!, con qué gusto decía una, fulano me pisó cinco veces; otra señalaba con una especie de triun­fo un jirón en el traje que le hizo un petimetre a quien no ve con malos ojos; otra, fingiendo un cuidado que no tiene, de­cía: Jesús, quién aguantará a mamá cuando vea mi guirnalda hecha pedazos. A todo esto cada uno conservaba su pues­to, porque debía seguir el valse. Empieza en efecto, al princi­pio intercalado con figuras sencillas; pero era ya demasiado detener el ardor juvenil; lánzase por último en rápidos gi­ros cada pareja dando vueltas al salón. ¡Santa María Mag­dalena, exclamé yo, qué tentación para un octogenario! Mis ojos sin querer se clavaron en la bella E., que con un talle más flexible que una vara de azucena y ella más linda que la rosa al abrir, arrebataba con su garbo y gentileza las mira­das de todos. Leve, graciosa y ágil como la mariposa que va­ga de flor en flor, el suelo no la sentía, yo sí que cada paso me lo daba en el corazón…

Cuando suspiro
al fenecer de un bello movimiento
otro más  bello desplegarse miro.

No sé hasta dónde se hubiera descarriado mi pensamien­to, con sorpresa de mis venerables canas, si el escocés que no me desamparaba no me llamara la atención hacia un objeto que fijaba toda la suya. Era un joven que por más campo tener dónde lucir sus novedades, se había puesto a valsear en el medio de la sala, cuando todas las parejas iban circulando en derredor. Era un bailador que sabía a las mil maravillas la corcojita, el sostenido y otras cosas más que un ignorante llamaría pateamiento. El tal joven era de verse: unas veces tiraba coces hacia atrás, otras, fijo en un punto, se zaran­deaba a uno y otro lado: ahora en línea recta avanzaba lle­vando a la dama a reculones; ahora, en la misma dirección, retrocedía con las piernas unas veces tiesas y otras cruzán­dolas: mil contorsiones y muecas con cuerpo, cabeza y ma­nos hacía, hasta ponerse de hinojos a los pies de su dama. Aquí sonaron los aplausos; y yo y el escocés nos quedamos mirándonos las caras. Como yo leía en sus ojos la pregunta, antes que desplegase los labios, le dije: mi amigo, éste es el romanticismo en el baile: en mi tiempo el galán más delicado, el más fino para con su dama, el que en sus movimientos mos­trara más compás, más armonía; en su porte más decoro, más gentileza, ése se llevaba la palma. Ahora el que no se despe­chuga, el que no voltea la mecontente, es un palurdo que me­rece silbidos.

No sé hasta dónde me hubiera yo dejado llevar con mis recuerdos de viejo que siempre halla el tiempo pasado mejor que el presente, si un grupillo que con maliciosa sonrisa pronunciaba la palabra pavo, comió pavo, no me hubiera llamado la atención. –Sabido es que en Barullópolis, comer pavo una pobre mujer, significa quedarse plantada sin bai­lar, no por falta de voluntad, sino por falta de quien la invite. Desde que oí el grupillo de damiselas y galanes con la solfa de pavo, pavo, busqué la víctima y acerqueme a ella. Era una joven de 20 años, no muy favorecida de las gracias y con po­co brillo en su traje; muy difícil sería hacer una pintura del martirio que sufría aquella infeliz criatura. Ya sus ojos no eran ojos, era una pura plegaria; pálida, desatentada, cada vez que se acercaba un hombre por allí se estremecía: alguna vez llegó a incorporarse en la silla pensando que le tocaba su turno de divertirse y salir de las irónicas y punzantes mira­das de sus compañeras. ¡Esperanza vana! Se comprometían los jóvenes para una segunda contradanza, todos pasaban jun­to a aquella atormentada criatura y no hubo uno que aliviase su corazón oprimido por el más necio de los caprichos socia­les. Tentaciones tuve de ofrecerme a la dolorosa; pero vién­dome en aquel momento en un espejo, conocí que con mi fa­cha de figurón de biombo, no podía menos que hacer más ri­dícula su situación en medio de tantos románticos lechuguinos. ¡Oh señora de la casa, contenteme con exclamar, qué atenta, delicada y sensible debéis ser!

A todo esto se empezaba un rigodón y yo me acerqué pa­ra mejor observar. Un morenita pequeña, picante, de ojos negros y vivos, y labio de coral, hacía de sentimental: con los brazos caídos, tardos pasos y lánguidos movimientos, pare­cía que iba a desmayarse y que bailaba por penitencia; cuando ­una joven de seis pies de alto, pálida, descarnada y recta como una flecha, brincaba y más brincaba como decidida a des­mentir lo melancólico de su figura. Allí danzaba también una mujer de vida escandalosa, con faz risueña y ademán desen­vuelto, al lado de un joven de familia honrada y que infame­mente le hacía rendidos cumplimientos; allí una inocente ni­ña saltaba descuidada rebosando en contento, al lado de un hombre habituado a la más viciosa sociedad que con lascivo ojo la atisbaba y medias palabras le dirigía que la hacían son­rojar. Aquí la indignación llegó al colmo; la vista de aquella torpe confusión me encendió en ira, y tomando mi sombrero no pude menos de exclamar… no lo digo.

Salía yo por la puerta de la calle y salía también con su madre aquella modesta joven que no había encontrado pare­ja en el baile: ella llevaba una lágrima en los ojos; yo una maldición en los labios.


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