Perspectivas

Cicerón en Caracas

22/07/2023

Estatua de Cicerón. Palacio de Justicia, Roma. Fotografía tomada de latinitium.com

Resulta casi imposible establecer con certeza la fecha de llegada de los primeros textos ciceronianos a Venezuela. Solo se puede suponer que sería en fecha temprana, pues Cicerón era considerado, como ahora, el paradigma por excelencia de la prosa latina, un modelo imprescindible para el estudio de la lengua del Lacio. No cabe duda de que los diálogos y los discursos ciceronianos ocuparon importante lugar en las primeras bibliotecas, conventuales y privadas, de aquella Venezuela. Ildefonso Leal (Libros y bibliotecas en la Venezuela colonial, 1979), nos recuerda al respecto que en el siglo XVII “hubo un gusto muy marcado por deleitarse con la prosa de los grandes escritores clásicos”. Por lo demás, los textos de uso en los seminarios, universidades y en otras casas de estudio hispanoamericanas estaban establecidos en las Leyes de Indias. En el siglo XVIII el obispo Mariano Martí hizo fundar numerosas cátedras de latinidad a lo largo del país, entre cuyas lecturas obligatorias figuraban las “oraciones o discursos de Cicerón”. 

El año de 1797 comienza con graves acontecimientos que van a marcar la historia de Venezuela. El 16 de febrero desembarca en Puerto España una flota inglesa capitaneada por Sir Henry Harvey, enviada para ocupar Trinidad y desde allí dominar las bocas del Orinoco y el comercio con Tierra Firme. Ello significará para nuestro país la pérdida de “la más hermosa y primera de sus islas”, según Caracciolo Parra-Pérez (Historia de la primera república de Venezuela). Hábilmente, los ingleses establecieron el libre intercambio con la costa y comenzaron a instigar revueltas contra la corona española entre los pobladores de la Tierra Firme, actividad en la que sus competidores franceses les llevaban ya tiempo de ventaja. Sin embargo, ahora la presencia inglesa no se limitaba a folletos revolucionarios y libros prohibidos de filosofía, sino que se trataba de su presencia a pocos kilómetros de nuestras costas.

El 19 de julio de ese mismo año, el Capitán General Carbonell da parte al Virrey de Santa Fe de la revelación de un complot republicano, promovido por los capitales retirados don José María España, corregidor del pueblo de Macuto, y don Manuel Gual, veterano. Los conspiradores pretendían formar un Estado con las provincias de Caracas, Maracaibo, Cumaná y Guayana, decretar la igualdad absoluta de blancos, indios, negros y pardos; adoptar los Derechos del hombre y decretar el libre comercio de los puertos venezolanos con buques de todas las banderas. Además, todos los ciudadanos aprenderían el uso y manejo de las armas, siguiendo un concepto de moda desde los días de la Revolución Francesa, las “milicias populares” que también contempla la constitución norteamericana. Se trata, en suma, de una república comercial y liberal a la manera de la de América del Norte.

Entre los numerosos documentos incautados a los conspiradores hay uno, la Proclama a los habitantes libres de la América española, que comienza con una frase significativa. Dice así: “¿Hasta cuándo vuestra paciencia aguantará el peso de la opresión que crece todos los días?”. Para cualquier lector medianamente culto (que entonces no eran muchos, es verdad), la frase remitirá directamente a aquel Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra, “Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia”, que Cicerón pronunció ante el senado romano la noche del 8 de noviembre del año 63 a.C. La frase da inicio a la Catilinaria I, el primero de cuatro discursos que entonces pronunció el Arpinate al develar la conjura que Catilina preparaba para dar un golpe de Estado, destruyendo así la república.

Es imposible una biografía justa e imparcial de Lucio Sergio Catilina, envilecida y manipulada por las terribles acusaciones, ciertas o falsas, de su enemigo Cicerón. También por Salustio, quien le dedicó una monografía, el De coniuratione Catilinae. Seguramente muchos de los rasgos monstruosos que se le atribuyen, como que realizaba sacrificios humanos, son meras invenciones. Nacido probablemente en el año 108 a.C., provenía de una familia del más noble origen patricio, la gens Sergia nada menos, aunque de poca fortuna material. Se distinguió como soldado y tuvo una meritoria carrera militar, así como un cursus honorum impecable. En el año 68 a.C. era pretor de la provincia de África. Vuelto a Roma dos años después, se presenta a elecciones consulares, pero se le impide participar y poco después llegan a la ciudad las primeras denuncias sobre los abusos de poder que cometió durante su gobierno en África. Catilina es llevado a juicio en el 65 a.C. y esa primera vez obtiene el apoyo de la oligarquía romana, Cicerón incluido.

Tal parece que Catilina nunca participó en lo que, paradójicamente, se conoció como “la primera conjuración de Catilina”. Al menos no directamente. Sin embargo poco a poco la oligarquía romana le va retirando su confianza, sobre todo a partir del discurso In toga candida pronunciado por Cicerón en el año 64, que se limita a propagar una serie de rumores. Poco a poco a Catilina no le queda más remedio que pasar a la oposición. En el año 63 es nuevamente derrotado, esta vez por Cicerón, en las elecciones consulares de ese año. Para entonces ya ha derivado hacia el populismo más extremo, reclutando a un grupo de descontentos entre la clase senatorial y ecuestre, y rodeándose de veteranos de guerra de las clases más bajas. Propone, entre otras medidas, la condonación de las deudas, así como la implementación de un radical programa social con él como dictador. 

Y mientras lidera una rebelión de esclavos en Capua, da forma a una conjuración que iba a iniciarse en Etruria y debía desembocar en una guerra civil por toda Italia. La noche que Cicerón develó la conjura ante el senado, Catilina huyó de Roma y se dirigió a uno de los campamentos militares que ya tenía dispuestos. Mientras tanto, los senadores autorizaban a Cicerón a hacer uso del Senatus consultum ultimum, declarando una especie de estado de sitio. El 15 de diciembre del año 63 a.C. Catilina es declarado hostis, “enemigo”, y poco después muere en Etruria, cerca de Pistoria, en batalla junto a su ejército. Su cadáver fue encontrado y su cabeza cortada y enviada a Roma para ser expuesta, como tantos años después harían en Caracas con la de José María España.

La historia de Cicerón y la conjuración de Catilina marcó huella en el discurso y el imaginario político venezolano, no solo de la revolución, sino de los primeros años de la república. Cinco años después de que se separara Venezuela de Colombia, un enconado enfrentamiento entre “godos” y liberales se suscita en torno a la elección de José María Vargas como presidente de la república, motivando un alzamiento militar que buscaba desconocer la autoridad civil. Un grueso grupo de veteranos de la Independencia, como Bartolomé Salom y Santiago Mariño, se apresta a tomar el poder. La llamada “Revolución de las reformas” fracasará, y a la sombra del fracaso un líder conservador, Francisco Javier Yánez, comienza a publicar una serie de manifiestos en forma epistolar, denunciando y desenmascarando los propósitos de los conspiradores. El nombre de las cartas, las Epístolas Catilinarias.

Once años más tarde, los enemigos de la república son de nuevo víctimas de Cicerón. Antonio Leocadio Guzmán cuenta con una envidiable posición al frente del partido Liberal para ganar las elecciones de octubre de 1846. Inmediatamente los conservadores lanzan una campaña de desprestigio contra él. Esta vez será un destacado intelectual quien acometa la maniobra. Juan Vicente González es el nuevo campeón del conservadurismo, poeta romántico y filólogo que había traducido el Arte poética de Horacio y editado el Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana de Bello. Antiguo amigo y correligionario de Guzmán, y ahora acérrimo enemigo, entre noviembre de 1845 y abril de 1846 circularán once cartas bajo el nada inocente nombre de Cicerón a Catilina. Las cartas serán respondidas por el liberal Blas Bruzual, quien publicó en El republicano un artículo titulado Mario a Cicerón

Cicerón, como tema y como argumento. El Pater patriae, adalid de los republicanos, campeón de los optimates, continúa siendo en el XIX caraqueño motivo de una estrategia persuasiva y manipulatoria que no ha cambiado desde los primeros panfletos de la Revolución. No serán, pues, las primeras décadas de la Venezuela independiente las que presencien la decadencia de la autoridad del mundo clásico, y el heroico Arpinate continuará deambulando por las calles de aquella pequeña Caracas, presto con ojo avizor para denunciar a los enemigos de la república, como en los viejos tiempos de Gual y España.


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