Caracas, sus excavadores (a propósito de En rojo, de Gisela Kozak Rovero)

19/04/2020

La ciudad narrada o la narración vaciada en la ciudad, Gisela Kozak ha dedicado al menos cuatro libros a una escenografía urbana en una elección que está lejos de ser circunstancial. La escritora declara su afecto por aquella ecología, en ella dispone emociones y biografía, y cuando queda lista para mostrarla ya sabemos cómo ha atesorado ese lugar: lo nombrará con insistencia, sus avenidas e instalaciones, la trama demográfica y la urdimbre están atados al despliegue de unos actores, sin esto ellos quizás perezcan en el mal metafísico.

Caracas, la ciudad trisesquicentenaria (1567) queda al cabo signada, adquiere una identidad de última hora que no estaba, no podía estar, en la tradición documental previa, pero resulta completada desde otra, la narrativa. Pienso en los observadores confinados de El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953), de Guillermo Meneses, allí ya hay una voluntad de ver hacia adentro. Y, cómo no, en la tentativa de Andrés Mariño Palacio. Esa Caracas apenas nombrada, ya es una geografía territorial con sus dancings y boites, la playa umbilical. Son tres sus libros, dos como proyectos elaborados (Los alegres desahuciados y Batalla hacia la aurora), y ese revelador esquema de trabajo, sinopsis, que es El límite del hastío (1946).

Dos novelas y dos libros de relatos hasta ahora son el dossier de una insistencia, y parece suficiente obsesión en la obra de Gisela Kozak. Hasta aquí es una tarea cumplida y es expediente convincente para hurgar en aquello que se extiende tras sus revelaciones, el ser descrito y su identidad, qué se nos muestra en ese lazo mortal por efectivo entre la narradora y su mundo de modelación.

El tercero de esos libros (En rojo, 2011) parece una compilación, un muestrario de anécdotas razonadas por extenso, son como guiones del observador al que se le llena la libreta, ideas y versiones, un flujo que debe ser ordenado y que no espera por el género o no entra en él. Nos recuerda la angustia ceñidora de Mariño Palacio, pero a él se le acababa el tiempo y sus prospectos quedan así explicados. En el caso de Gisela Kozak y su En rojo, estamos en presencia de otro ordenamiento, y otras pulsiones, la decisión de desarrollar sus historias más duras, las más contemporáneas a una moral de las formas, es una acto consciente, y pesa aquí la valoración del formato, es la escritura que se ve a sí misma y se mide desde la potencia expositiva. Es la vigilia del escritor conocedor de una tradición, atado a la responsabilidad de revisión de sus instrumentos.

Los cincuenta relatos distribuidos en seis apartados permanecen abigarrados en una unidad de tiempo y espacio, y sobre todo de elocución psíquica; registro de emociones y rutina hilada sobreviven sin esfuerzo a una variedad solo aparente. Se impone la circularidad de quien no se distrae en complacencias ni comodidades de lector, la monotonía se abre espacio en su recordatorio de lo uniforme, la relatoría de lo que vuelve, atrapado. La variedad de eso monótono se nos revela como una manera de armonía, ya no la novela de contrapunto o multifocal, es antes la insistencia, la retención de aquella memoria imaginativa residual, a pedazos, cuyo destino es la rememoración traumática, reactiva en su exposición y por tanto en la eficacia de lo congelado como desarrollo y extensión.

Las historias fragmentadas están cortadas a tajo de la ciudad indagada, vivida y sobre todo pensada, esto hace posible que a ella regresen, se reintegran a una nave nodriza, ella las resguarda de lo efímero, de la tentación generalista de lo sin madre. Dramas en escorzo, viñetas cerradas y selladas para verificar su conclusión, el relato se cierra sobre sí, nada falta, el resto se encuentra dispuesto en el todo. Cómo el visaje de alguien despertando en una habitación, o la imagen de una mujer que, en una página escasa, palpa la piel de su hija recién nacida, nos pueden dar la medida del resto, de la fecunda crónica de una muchedumbre, y así recuperar el ritmo del todo. Pues insistiendo en lo cercado, aferrarse a los tics, la seguridad en la experiencia, en lo vivido y presentido, sin afán de sumar historias, sólo atándolas. Recelando del realismo mimético, sin promocionar el glamour de la clase media, sin magnificar estilos ni consagrar la épica de grupos. Hay un tiempo de conflicto, y quizás solo eso, el resto lo hace la negativa a las descripciones ostentosas, a la falsa objetivación de la ciudad, lo urbano no califica al sujeto, fijar el lugar no lo hace más convincente, lucha contra la reificación de lo visual, y en unas páginas donde las sensaciones y los sentidos crepitan.

Quizás por el flujo de cuerpos y voces, humedades y deseos, todo esto parece presentido, propuesto desde la autonomía de lo imaginado, aquello decidido a no duplicar la realidad, o en todo caso sí a violentarla —para hacer de la escritura un tiempo de rectificación de lo anodino, del sentido común. Cuánto desenfado es preciso para moverse con soltura en las gradaciones de estos grupos de dos, parejas vehementes o solitarios en su elucubración, adelantando cómo será el día, sofocados por la ausencia de escenario, o solo por el subdesarrollo. Complejizan la pobreza o el fracaso para escapar de la sociología y permanecer a la espera de las novedades de la literatura, una manera de salvación, y no está mal que así sea. De ellos nos quedan sus lecciones y dolores, lo perdido y la felicidad a retazos, también la nostalgia de aquello para lo que nos faltó valor o temeridad.

El formato es ideal para las historias radiales, confluencia en un espacio donde los ecos encuentran ajuste y simpatías, el caos y lo inacabado aunque concluso que termina en una identidad sí rematada. Todo cabe en una topografía urbana, no tanto descrita como definida: es la Caracas levantada desde un origen visible y pugnando por afirmar sus tiempos, épicos, guerreros, de sola ocupación humana. El que aquí discurre parece uno de consagración de los fracasos venidos de una máxima potencia, lo alcanzado en el poderoso desarrollo de alteridad y sociedad del conocimiento, y por eso mismo más espectacular. Un breve catálogo: los tipos del orden corrupto, y desborda la cosa pública, los nuevos ricos y el Estado delincuencial, el empresariado desertor, las familias cuyo modelo resulta disfuncional, y sobre todo, como un rictus, la educación impotente, cómo la ilustración no alcanzó para la auto interrogación y la disidencia —no fue suficiente, a su vez el adiestramiento profesional se encontró sin escenario para la redención material. Lo académico y la formación universitaria, los gustos asentados fuera de la urgencia, arte, música y danza aliados del sosiego se fugan en el último instante y dejan al agónico en la soledad de la bancarrota. Han escapado de la miseria desde la educación, pero no lograron construir un mundo sustentable ni integrar otra clase, cuelgan de frente a un futuro anhelado y nunca descifrado, detrás el abismo. Los museos vacíos, camino a ruinas arqueológicas, en las salas de conciertos los indigentes aplastan su mugre contra el vidrio; en los pasillos de una universidad el viento empuja esqueletos de pequeños animales: agrego yo este leve visaje, no desentona, creo. La sala de cine de los voyeristas y exprimidores queda «para que los evangélicos hagan sus griterías y sus curaciones». Pero nada de esto figura en el prospecto, es solo la profecía avanzando sobre los estropicios y haciéndose modo de vida, hábito triste de los presuntuosos. Y no es que llegó la plaga y con aquellas expectaciones acabó, las expectaciones han debido contenerla, pero no eran sino planes de fin de semana que daban por descontado un día de sol.

El reciclaje de lo aprendido y adquirido se muestra en un consumo incestuoso, los restos del festín, la amargura de los saberes inútiles en la sociedad y su autofagia. Esto pudiera resumirse sin derroche en la imagen que observa la putísima médica cubana desde su balcón: muñecas despanzurradas colgando del camión del aseo, el hombre las recompone para venderlas. El fracaso urbano de la Caracas de saldo rojo, rojísimo, expresa bien la catástrofe del país y sus instituciones mal escritas y peor redactadas, la enfermedad de la abundancia y la riqueza salida de la nada, bien recibida por igual entre ganaderos y empresarios exonerados y la pobrecía fértil que avanza en el largo cordón de miseria que es la periferia llamada Venezuela. Cómo se resuelven esas carencias, esas intoxicaciones –el modelo elegido en la ruidosa ebriedad–, sus consecuencias aleccionadoras, en unos espantados que no creen serlo e insisten en una manera de disidencia, en la elaboración de unos ritos distintos, al margen de la nacionalidad criollista. Pues algo se hace en una puesta al día, más que resabios quedan, ganas y gustos de quienes alcanzaron a ver un horizonte, la noche iluminada de amantes y ciudadanos que juegan a serlo.

La educación inocua se aviene bien con una erótica de la salvación, esa donde se mezclan la memoria culta y las humedades como rito, da seguridad política y crea la certeza de estar en algo, aun en la ruina de una sociedad, en la indigencia de unos estilos, o azorado ante el presentido mundo exterior. Desde ahí se interpreta y se vive el país fracasado y anacrónico, se le denuesta y se le teme («No se sabe si ella será una gran madre; tampoco si la hija será feliz y plena, acomplejada y débil, con figura paterna o sin ella; se ignora si la criatura irá a una buena escuela o a algún adefesio educativo y si Venezuela valdrá la pena cuando la criatura tenga veinte años».) Fucilazos en la noche huidiza, trozos de un collage desparramado, al recogerlo vemos la obra, el número de relatos es superior a la variedad, hay así repeticiones que son insistencias, el paseante se da de frente con los mismos actores, estos a su vez reconocen por enésima vez, como en un déjà vu, un trance, una mueca, una calle, la misma expectación florida.

Sexo y relaciones nostálgicas rescatan una intimidad que parece más bien huir de un vacío social, la puesta en escena real resulta anodina, poco interesante para los avisados, en busca de otros placeres: la belleza oculta pero aguardando, lo festivo íntimo, ese consuelo que es magnificar manías y orgasmos, ya no el amor que no dice su nombre (André Gide), bien exhumado en el catálogo. Señalado está un mundo ruidoso, fatuo, y es una manera de desear que prestigie el bienestar, el buen gusto y el programa corporativo de los ciudadanos.

Provengo de una familia en la que las celebraciones son inexistentes mientras en la tuya se festeja todo: cumpleaños, Navidad, graduaciones, Día de la madre y del niño, en fin. Todos ustedes son infantiles, les gusta comer, beber, reírse y les falta serenidad y sindéresis, aunque sin duda son buenas personas.

Y aquí parece estar el detalle fatal, se pone distancia entre unas felicidades y otras, se las compara desde el resguardo y el desdén, se sabe, pues, por qué este país no marcha, le falta solemnidad y le sobra hedonismo. Y eso podría enmendarse, con otros métodos distintos a la educación, también la familia está inhabilitada para eso, ya lo sabemos. Pero qué hacer cuando la falta de sindéresis, circunspección mínima, obra en quienes «sin duda son buenas gentes». Todos los vicios quedan en suspenso, es el mal del país, el perdón. Se perdonan los amantes y los asesinos, los delatores y los brujos, los empresarios desangradores y la pobrecía purulenta, las madres filicidas y los violadores de niños.

Es de rigor señalar, o advertir, la circunstancia de este tiempo, es una frontera, y la narradora insiste en que se sepa, hay una fecha o una sombra cobijadora, pues estos cincuenta discurren en una zona marcada, sobre ella luces deben iluminar un origen lineal o circular, pero importa la intensidad. Una frontera desvaída se impone y ciñe, estruja para reclamar una paternidad. «La vida cotidiana es mucho más inquieta que antes de 1998, la vida cotidiana transcurre en una ensordecedora batahola de eventos…» Cuál es la novedad, hubo una alteración del ritmo o se llegó al fin de la inocencia, no es una constatación menor, está en cuestión la genealogía de un desasosiego, su dependencia del correlato o la cacareada autonomía del sujeto. Tantas angustias y emociones, flujos de hormonas y rabias, anhelos y vidas expectantes han nacido al espectáculo público desde un cambio de gobierno y la ostentación de una democracia, será posible tanta vitalidad creadora, desenfado de los montunos siempre bien provistos de matrícula universitaria gratuita y cuerpo liberado de gazmoñerías. Todo esto ha florecido en un prospecto de matanzas y destrucción de instituciones, cómo es posible, me pregunto, tanta promiscuidad. La profecía y, mejor aún, la duda se esconden en la literatura, talleristas, cómo no, hacen sus ejercicios sobre el futuro y el final de la novela. El coordinador del taller pregunta por ese final y estima el volumen en unas 600 páginas: «–No sé, ¿espero a ver qué pasa de aquí al 2012? Risas, susurros, silencios. –¿O al 2030?, –dice un joven con cara de pocos amigos» («Canto de guerra de las cosas»). Ardor electoral o devoción por la estadística funeraria, talleristas educados en la democracia; la corrección quiere constatar pero ya ese primer plazo se cumplió, también el de 2018 y en 2020 el espanto ríe, cómo votarán los cadáveres en 2030, punto para el nerd que tiene pocos amigos.

Esta Caracas, menos rumbosa que en The Night de Blanco Calderón, pero más cercana y seguramente ominosa, está puesta al alcance de unos intereses, de la narradora dispuesta a hacerla albergue de su saga personal, la historia de un alma que lo ha visto todo, digamos, el torrente de la formación de quien atesora un lugar como una comodidad psíquica. Cuando es evocada desde la lejanía, turismo o exilio, tres o cuatro textos, la topografía se esfuma pero persiste el eco, llega, sosiega o paraliza, la vida doméstica te alcanza, recordándote el hogar cuando por teléfono te avisan de la muerte de tu hermana en una protesta callejera («Extranjera»). Los actores remodelan la ciudad, es dispuesta para sus andanzas, nunca se sustrae, es siempre indicada, un hito o visaje, nomenclatura de espacios y coordenadas, no tanto de recuerdos, apelación a una geografía de metrópoli para prestigiar ontologías vacilantes. Y si los elogios no son directos, el recordatorio de su aspereza sí lo es. «Sabana Grande, corazón urbano de la hostil Caracas», «de calles solitarias, tristes y sucias», «peligrosa y sin alma». No en vano la autora firma en el club de Miguel Eduardo Pardo y Manuel Díaz Rodríguez, ese del finis patriae, no cree que llevemos la democracia en el ADN, se atreve a decir que es preciso irse de este país y hasta de irse, huye de ese «arraigado sentimiento provinciano disfrazado de cosmopolitismo», pues detrás vienen milicianos y taciturnos. Ciudad estragada, venida de un fondo verificable, de ascenso y etapas sumatorias, dio el ejemplo, dice un himno y el país debe seguirlo. En un último acto se reconoce sin sobresaltos en su literatura de transferencia y en una imagen donde se pasa del jolgorio a la ruina, saltándose la decadencia —«el deterioro de las obras de arte entre estanques secos, hojarasca, polvo y matorrales o la presencia de hombres y mujeres con escobas casi artesanales…» La descripción, o la queja, parece en exceso solemne, es una denuncia nostálgica de los domingos de vernissage, los restos de una promesa frágil o quizás fraudulenta.

Variaciones para un solo instrumento, ese «en rojo, como un negocio que va a la quiebra», y sin embargo el espectáculo no se desgasta ni disminuye su brillo, si domina la perspectiva de los exploradores contando en voz alta o examinando sus devociones, el catálogo se propone completo o justo. La proporción de representaciones solo hablaría de la personal delectación de la autora, en todo caso el sexo como mediación, guerra florida siempre actual, abunda; sexualidad como compensación o prestigio de homo sapiens sin salida, y como Freud siempre tiene la razón la estadística no hace ruido. Sexo como realización y catarsis. Hasta en la criminalidad tutelar aflora o se impone en diagonal este sexo nada vacilante: el malandro achicharrado vivo por la turba en la sala-comedor de la madre santificadora, en las escalinatas del cerro ha dejado a tres carajitas preñadas —«Mija, sírvale a su hermano, ordena la madre a la hija mayor con tono desabrido mientras mira su hijo chiquito, con veinte muertos encima y los que faltan, como lo más grande que hay en el mundo». («Objetos al acecho».) La putísima médica cubana ensimismada en los hombres que ha tenido y en los que le quedan por delante, descuida uno, la alcanza y la abre en canal en una iluminada pasarela de domingo («Vuelta a la patria».) La obertura del que va con su mujer al concierto en el teatro Teresa Carreño, pronto será su ex mujer, recuerda todas sus novias y el mal sexo, sale solo y antes de concluir el concierto («Casa de ciudad»). Ese manual lésbico de canibalismo mutuo, la durmiente se ha quitado el uniforme militar, yace desnuda, arropada en la habitación fría, y es como un perdón más («La pasión»).

Hay un balance y un tiempo cumplidos, ese fijado como al desgaire al menos un par de veces y de viva voz por los mismos actores: la Venezuela imantada de las «novedades políticas de los últimos años», donde pasan cosas dignas de verse con los propios ojos, como un John Reed, cada cual quiere ver el nacimiento de un mundo. Unos vendrán a hundirse en el festín de sangre y sin que los salpique una gota, se irán con millonarios contratos o donaciones a dar testimonio al mundo; otros, modestos profesores, hablarán a sus alumnos de la nueva epifanía del socialismo, no faltarán las romerías de ciudadanos lectores de periódicos y amas de casa. Allí la memoranza de la guerrilla, menos que eso, personajes sin nombre, inevitables en la previsible adoración, incidentes menores en una filiación sin relieve, por fortuna son pocos y puestos a buen recaudo: la infamia señalada y sin épica, quizás con un amago de ironía. La erótica triunfal de buena parte del libro también los signa, por igual la esgrimen como estandarte, fe en una identitaria del sexo (identity politics de amplio espectro: sexo, crimen, género, raza, oficio, morbilidad…), aunque a la ignominia deban agregar la fanfarronería («Qué tiene que enseñarles a estas muchachas que podrían ser sus nietas una mujer a la que su marido comunista dejó por una carajita de veinticinco años»).


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