Música en la pandemia

Caracas contenida en una fiesta

05/05/2020

En el estudio diminuto de Cheo Pardo se encuentra toda una ciudad contenida. Quienes abren la ventana y lo ven de perfil, con sus vinilos de Héctor Lavoe, la luz roja que asegura un espacio de intimidad y el descosido de su camisa apuntando a la cámara, establecen un acuerdo tácito: ejercitar la nostalgia como recurso para sostener la alegría. Es el día cincuentitanto de cuarentena y Cheo –DJ Afro, el productor altruista, el genio detrás de “Sorpresa”, Los Crema Paraíso y Los Amigos Invisibles– hace que todos viajen a la Caracas de inicios de los 2000, aunque los aeropuertos en este momento sean un lugar improbable. Los invitados están de acuerdo: pasan el umbral de regreso a sus encuentros más felices. Se pierden 10 o 20 años atrás en esa ciudad que tiene un nosequé en el ambiente que lleva a toda una masa de periodistas, gestores culturales, músicos, productores y artistas a una casa que los hace bailar y en la que se pueden construir historias en todos los rincones a los que no deja de llegar gente ataviada de alegría.

“DJ Cheo, de Nueva York a tu imaginación” es la coletilla que suena cada tanto cuando, quienes se piensan en la pista, pasan de una salsa trancada a recoger los vidrios de alguien que quebró el vaso en pleno zarandeo. Y la imaginación de quienes están en esta fiesta, transmitida por Instagram Live el octavo viernes de encierro, es puro recuerdo de ese Chacao en el que se armaban unos saraos improvisados pero donde, de la nada, surgían cavas con hielo, fotógrafos sociales, pasapalos infinitos y ríos de gente, de diferentes lugares, que nadie tenía idea de que iban a ver pero que siempre era bienvenida. 

Hay invitados que dirigen la orquesta: Erika de la Vega, Yordano, Marcel Rasquin, Alfredo Meza, el Profesor Briceño, George Harris, Verónica Rasquin, Daniel Martínez, Henry D’Arthenay, Jorge Glem, Eloísa Maturén, Beto Montenegro, David Rondón y otras 500 personas que caben en ese apartamento y no hay manera de que se quieran ir aunque el sudor del encierro les atraviese la ropa. Detrás de la pantalla están en sus escritorios, con la pijama puesta, cabeceando con un vaso en la mano, desde al menos 10 países diferentes. Y desde ahí, sin verse en el espejo, cada uno va recreando, con frases muy cortas, escenas verosímiles que mezclan su vida de antes de emigrar con la que tienen ahora, en muchas ciudades del mundo: hijos que duermen, Ubers que trasladan, lugares para comprar productos venezolanos, bebidas que ahora incluyen en su ingesta, doble chaqueta para la temperatura de menos de 10 grados. No hay guión, no hay community managers, ni equipos de comunicaciones detrás de esto. La única estructura de este live es la clave que llama a la salsa, los vinilos que va mezclando Cheo en su torna y los anuncios parroquiales que hace cada tanto a través de sus audífonos: “Epa, epa, dejen el chalequeo, que los estoy viendo” y sigue.

Ninguno se ve. Porque el código de un live en Instagram es sólo tener la posibilidad de comentar. Y en esta fiesta todos los que están conectados van elaborando conversaciones paralelas con quienes conocen, o contestándole a quienes, al aire, van preguntando cosas como: “¿Quién quiere tequeños?”, “Cuídenme el celular que voy pa’l baño un momentico”, “¿Quién es ese catire que está en la cocina hablando con fulanita?”. Son al menos 100 comentarios cada 10 segundos y ver el scroll marea casi tanto como haberse tomado cada uno de los rones que sirvieron a quienes bailaban con Rubén Blades la “Ligia Elena” que tanto pidieron que se repitiera bien entrada la noche.

Todos saben lo que sucede: a Erika no la veían hace rato porque se quedó atrapada en el ascensor, George no quiere darle la cola a gente que no conoce, Astrid dejó una botella de whiskey detrás de la secadora, Marianna trajo un sanduchón que hizo su mamá y está de muerte lenta. Hay una cola larguísima para ir al baño y Ana Karina les da papel a sus amigas por si acaso. Aparece un fotógrafo de RumbaCaracas que va registrando todo mientras se come unas bolitas de carne, Henry dice que de aquí se van todos para La Frasca de Toledo y otros más arriesgados se apuntan a agarrar carretera para Todasana al amanecer. Sólo hay una regla: el live dura hasta que la pila del celular de Cheo aguante. Y no hay trampa. Porque esta noche, el teléfono no se enchufa hasta que se apague definitivamente.

Son tres transmisiones o tres microinfartos, da igual: cada hora, Instagram corta la transmisión y hay que empezar de nuevo así la canción vaya por la mitad. Cada vez que eso sucede, los invitados creen que pasó lo que temían, pero no. Son las dos de la mañana en Caracas y todavía pueden seguir llamando al Luna de Oro para recargar provisiones o mojar los huevitos de codorniz en la salsa rosada. “Me queda 20% de pila, así que hay gozadera hasta las cuatro de la mañana”, exagera el anfitrión. Algunos se lamentan desde ese mismo momento y hacen planes más concretos: unas arepas resueltas en la Caracas de Ayer o unos pepitos de Eusebio que nunca fallan. Otros se imaginan en El Maní es Así o en El Sarao, pero son tantas opciones para seguir como invitados caben en este apartamento infinito.

Sigue llegando gente que se asoma a esta ventana después de haber asistido a otros streamings en ese mismo edificio que es Instagram. Va bajando el número de asistentes hasta 400. “Parque Caiza saliendo”, dice Claudio para despedirse. Otros se van sin hacer bulla, como en las buenas fiestas. La equis de la esquina superior derecha duele un poco apretarla. A la realidad, que llega después de esa obra maestra que es “Ah, Ah / Oh, No” le siguen las verdaderas despedidas: los mensajes en WhatsApp de los amigos íntimos que fueron juntos a esa rumba. 

Como en Caracas, no se da por terminada una fiesta hasta el alivio que supone el “ya llegué, todo bien”. Aquí, a husos horarios de distancia, aparece la nostalgia sin intermediarios en una nota de voz: “En esa época nos hubiéramos podido encontrar de verdad. Como si tuviésemos toda la vida por delante en nuestro país. Nunca pensamos que nos teníamos que ir, porque los que se iban eran otros, no nosotros. Nos podíamos conseguir en cualquier sitio y podíamos llamarnos y vernos en cualquier momento”, dice Elías. Y es verdad. Esa noche mucha gente se encontró por primera vez en años, sin saberlo, en el apartamento de Cheo como tantas veces pasó en Caracas, esa ciudad-pensamiento que contiene toda la fiesta, toda la alegría y toda una vida que no va a dejar de ser compartida aún en la distancia abismal que produce la incertidumbre. 


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