Crónica

“Venezuela Aid Live”: preludio del futuro

Fotografía de Luis Felipe Franco | @nitanfranco

TEMAS PD
24/02/2019

I

Venezuela es una frontera imaginada que comienza con unos contenedores soldados al piso. Un país aislado, que cierra su futuro con una muralla que ataron unos guardias al suelo. Esa puesta en escena es el backstage de un concierto multitudinario en el que 32 artistas internacionales mainstream cantan para un público binacional, a la vez que presencian la barrera que no permite el ingreso de insumos que pueden salvar vidas y de la gente que quiere celebrar con un abrazo el reencuentro.

Este concierto se celebra el día antes de que Nicolás Maduro impedía el paso de las 600 toneladas de ayuda humanitaria que necesita Venezuela para atender, al menos, a 40 mil personas durante un mes. La recolección de ayuda es una medida que comenzó a organizarse desde que Juan Guaidó, como Presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, asumió las competencias como Presidente Encargado, el 23 de enero de 2019, de acuerdo a los artículos 233 y 333 de la Constitución de ese país. Ese es el argumento para proclamarse y que alrededor de 60 países lo reconozcan y asuman a Maduro como ilegítimo. Con este panorama se presenta el concierto Venezuela Aid Live, una iniciativa del empresario Richard Branson inspirada en los conciertos Live Aid de 1985 que protagonizó Queen en Londres a favor de Etiopía y Somalia, cuando una sequía importante produjo hambruna, y en el que se recaudaron más de 100 millones de dólares para ayudar.

Guaidó asiste a pesar de su prohibición de salida de Venezuela, al lado de los presidentes Iván Duque (Colombia), Mario Benítez (Paraguay) y Sebastián Piñera (Chile). Hay un momento en el que casi rompen el protocolo y se suben a la tarima, que la disposición sobre el puente no permitió y Branson lo agradece.

Los venezolanos están conectados al streaming del concierto no solo desde Cúcuta y Venezuela, sino desde cualquier huso horario. La crisis humanitaria ha provocado el destierro de al menos 3.4 millones de venezolanos que están en diferentes países, según cifras de la ONU. El cordón umbilical los une a su origen por una razón más fortuita que haber nacido ahí: comparten el deseo de cambiar la historia contemporánea hacia algo mejor.

Fotografía de Luis Felipe Franco | @nitanfranco

En Colombia vive un millón cien mil venezolanos de los 2.7 millones que habitan en Latinoamérica según cifras oficiales. Esto representa el 0.5% del PIB del país, una cifra que tiene impacto fiscal en salud, educación, infraestructura y otros bienes públicos. Todos los migrantes, legales e ilegales, son parte de esas cinco mil personas que dejan diariamente Venezuela y se topan de frente con ese destino incierto que es el futuro. Hoy están representados en la tarima puesta en la frontera, la primera parada de un camino que la crisis económica les ha obligado a ver a pie a los más vulnerables.

II

Cúcuta está llena de señales de tránsito que indican que Venezuela queda a la derecha y, desde el terraplén se ve cómo empieza ese país: con una montaña nublada que a sus pies tiene, por ahora, unos contenedores de obstáculo que dicen “PAZ”.

Venezuela está aislada también en sus medios de comunicación, que no permiten el flujo de información imparcial en sus canales. Está aislada porque es el único país de Suramérica en el que no existen las plataformas digitales para escuchar y monetizar artistas musicales, a menos que se active un VPN o se tenga paciencia con los videos de un YouTube a 3.20Mpps, la velocidad de conexión más lenta del mundo. Por eso el concierto es, en su mayoría, un repertorio de canciones de hace veinte años, con suerte quince, de artistas que estrenan hits mundiales cada mes.

El Venezuela Aid Live no tiene precedentes para Venezuela. Desde 2015 no hay un concierto masivo porque las disqueras y productoras han cerrado operaciones. Es casi imposible producir algo grande sin ayuda del Estado. Las radios transmiten solo canciones de artistas que pueden pagar su promoción en dólares, a pesar del control de cambio, y que no les interese tener un retorno que la hiperinflación no les va a permitir.

En marzo de 2008 Juanes logró reunir a Carlos Vives, Alejandro Sanz, Juan Luis Guerra, Miguel Bosé y Ricardo Montaner como símbolo de una unión en la otrora Gran Colombia. Hoy está confirmado no solo este cartel, como símbolo del pop que mueve masivamente la emoción, sino que se han sumado artistas replicadores del mensaje que han surgido en 11 años en el imaginario de un género musical cada vez más atrapado en la fusión.

Fotografía de Luis Felipe Franco | @nitanfranco

En Cúcuta hay día cívico, lo que quiere decir que trabajadores públicos y colegios tienen el día libre. Esta medida, que promueve mayor asistencia, también genera suspicacia en los colombianos: “¿Por qué el presidente está más interesado en la realidad de otro país que en la suya?”, “¿Esta es la única manera de enviar ayuda a Venezuela?”. Otros asumen que Venezuela Aid Live, que se lleva a cabo en el nunca inaugurado puente Las Tienditas, es una celebración a ese asunto idiosincrático que hace que para Cúcuta sea mucho más cercano ese otro país en conflicto que el de su propia capital, que está a 14 horas de distancia y los mismos grados Celsius de diferencia.

La hacienda Los Trapiches es un terreno gigante con carteles de “propiedad privada” a pesar de situarse exactamente debajo de un puente que sirve de frontera entre dos países que hoy celebran un concierto gratuito. Está lleno de esa maleza que hace caer a cualquiera pero que hoy hace correr a miles de cucuteños que caminan entre tres y cinco kilómetros antes de poder escuchar a los artistas latinos que el mainstream les ha impuesto por años.

La puesta en escena es la de un programa entrañable de la televisión venezolana. Todos los televidentes y el público que se congrega a cuadras de distancia de la tarima, va dispuesto a abrir su sensibilidad. Camila Canabal, Nelson Bustamante, Érika de La Vega, Luis Chataing son algunos de los presentadores de la jornada. Todos animadores de RCTV, el canal más longevo del país, al que el gobierno de Hugo Chávez cerró en 2007 al no renovarle la concesión para seguir transmitiendo.

A pesar de que se unen también youtubers como Marko, Lele Pons y Juanpa Zurita, la atención de la gente está concentrada en los símbolos. Durante esta tarde es más importante que Diego Torres interprete “Color Esperanza” de hace 18 años o que Carlos Baute viaje de España para decir “Yo me quedo en Venezuela”, de hace 25, a que Alejandro Sanz interprete el tema que estrenó hace dos semanas. Ambas canciones son emblemas de las manifestaciones contra el chavismo desde sus inicios. Por eso la gente llora frente a las pantallas y cree que, de verdad, este concierto significa algo más que música.

Fotografía de Luis Felipe Franco | @nitanfranco

Es la solidaridad de esos países que se abrazan en una canción; la expectativa de unos voluntarios que viajarán hasta Cúcuta para ayudar a pasar las cajas de insumos porque tienen hambre y familiares enfermos; la tristeza compartida de los números que 24 horas más tarde compartirán los medios de comunicación: cinco asesinados, 131 heridos, 51 detenidos.

Mientras unos se presentan, otros se encuentran en la parte de atrás del puente. Les piden permiso a los guardias para tomarse fotos, saludan a los artistas que llegan, a la gente. La prensa está desbordada de acreditaciones entre medios de los dos países y la señal de transmisión falla. En la hacienda, donde está el público, llegan familias cargadas con sus almuerzos e hidratación. Otros llegan con bolsas grandes para recoger sobras de la basura y hay quienes han salido en camilla por la asfixia. No hay sombra y, al fondo, hay unas pantallas con un sonido de eco que prefieren los que, aunque no puedan escapar del sol, sí pueden alejarse de las multitudes.

Dicen que son entre 200 y 300 mil espectadores. Llegan caminando, en buses desde otros departamentos de Colombia, pasan los puentes fronterizos desde Venezuela, incluso para quedarse. La mayoría con el tricolor puesto y unas estrellas. Siete u ocho. Banderas, camisetas, bandanas, pintura. Los vendedores ambulantes van cerrando la vía con sus múltiples ofertas. Los venezolanos se reconocen por el atuendo que por años han coleccionado para manifestarse en contra del chavismo y que usan como signo visible del destierro, casi como un uniforme.

El cuatrista Jorge Glem, cumanés asentado en Nueva York; Gusi, vallenatero que nació en Puerto La Cruz; Reynaldo Armas, confundido a menudo como colombiano, y Nacho, que acaba de recibir la nacionalidad en Colombia, son parte de ese tejido simbólico que desvaneció barreras en escena. Este último, una especie de anfitrión artístico, cantó vestido con una chaqueta que asemejaba a los próceres de la independencia. Nacho resolvió otro gesto que se convirtió en el significante del concierto: aceptó la invitación de Chyno, su excompañero de dúo, a interpretar con él la canción que los internacionalizó: “Mi niña bonita”.

Chino y Nacho es el dúo más importante que ha tenido la escena musical venezolana en los últimos 15 años. Se unieron en 2007, el mismo año que se gestó un importante Movimiento Estudiantil en Venezuela, de donde emergieron parte de los diputados y presos políticos emblemáticos de este tiempo. La generación que los sigue es la misma que asumió la Presidencia Encargada, representada ahora en la figura de Guaidó. Es la que protagoniza las cifras de migración, pero también de mayores logros políticos y apariciones internacionales. Es una generación a la que difícilmente le gana la desesperanza.

Por eso nadie dirige la coreografía que todos llevan años esperando: los cantantes que se abrazan, el público que sonríe y, al unísono, las manos de los espectadores que se agitan al ritmo de un merengue que llevan ensayando en cada presentación que ven desde la pantalla o el asfalto. Por eso los hombros de Chino y Nacho se mueven al ritmo de la felicidad que les genera la unión. Por eso artistas y fans hoy son cómplices de una escena que llevan mucho tiempo esperando: la reconciliación que necesitan los venezolanos para empezar a construir, juntos, su propio relato en libertad.


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