Entrevista

Arnaldo E. Valero: “Sí, hemos tenido intelectuales muy lúcidos”

16/01/2022

Fotografía cortesía de Arnaldo E. Valero

En el breve lapso que antecede a la tanda de preguntas y respuestas, surge una reflexión muy personal de Arnaldo Valero*: “¿Cuál es la pertinencia de ser un profesor de literatura en estas circunstancias? ¿Qué sentido tiene?” Supongo que esa pregunta nos ha sorprendido a muchos de nosotros desde el trabajo que realizamos. No es un cuestionamiento banal, en una sociedad en plena disolución. Y cada uno estamos en la obligación, en la necesidad, de encontrar una respuesta que preserve nuestra dignidad como seres humanos. A tal punto de sobrevivencia nos ha empujado el empobrecimiento y la depauperación de este rincón del mundo llamado Venezuela.

¿Por qué no aprovecha la oportunidad y responde la pregunta que se hizo, digamos, ante una audiencia distinta a la de sus estudiantes de la ULA?

Sí, desde hace años me hago esa pregunta. ¿Qué sentido tiene ser profesor de literatura en Venezuela? Y básicamente eso es lo que ha orientado mi ejercicio como docente y como investigador. Después de haber leído libros a los que uno tiene que acudir (Los orígenes del totalitarismo o 1984, entre otros títulos), ellos, Hannah Arendt y George Orwell, se han convertido en referencias ineludibles. Diría que la primera conclusión a la que llegué es que la situación venezolana es tan espantosa que incluso la palabra distopía se queda corta. El país parece un laboratorio -económico y social- a cargo de un equipo de sádicos intoxicados con la más dura de las drogas, que es la impunidad. Un lugar donde se encuentra una suerte de sociofagía. No es Saturno devorando a sus hijos. Es un todo contra todos. En eso se ha convertido Venezuela, tras una política sostenida de destrucción de las instituciones y del aparato productivo, tras años de hiperinflación y tras una crisis humanitaria compleja. Ojo, todo esto antes de que estallara la pandemia. Antes del coronavirus ya nosotros estábamos al borde del abismo y el virus nos dio el empujoncito que faltaba. 

Son muchos los retos que nos ponen a prueba ante el panorama que describe. ¿Qué diría alrededor de la narrativa?

Sin duda. Uno de ellos es la escritura y necesariamente tenemos que apelar a lo que ya tenemos. De ahí la importancia que adquiere la crónica. La crónica o la relación de hechos que acabamos de presenciar y que nos han interesado especialmente, entre otras cosas, porque nos parece ver en ellos aspectos claves de aquello en lo que se ha convertido nuestra vida. ¿Qué es lo que logra una buena crónica? Yo creo que sobre todas las cosas les da aliento humano a historias difícilmente imaginables, a partir de las cifras que ofrecen las estadísticas, porque una cosa es saber que casi siete millones de venezolanos se han ido a raíz de la crisis humanitaria que ha generado el saqueo y la represión ejercida por Chávez y sus sucesores y otra cosa es enterarse de las circunstancias específicas, cotidianas, domésticas, que han obligado a tantos a abandonar los estudios, a separarse de la familia, a despedirse de los amigos, para empezar desde cero en un lugar que no es su patria. La crónica demuestra eso. Ese día a día. Esa cotidianidad. Esa impotencia.

Se crea un ecosistema donde la crónica se convierte en literatura. Diría que la crónica o una novela histórica son textos que podrían ser complementarios o que se superponen y nos ayudan a entender lo que estamos viviendo. 

Además, aquí hay gente con muy buena pluma. Aunque los escritores, los periodistas, están haciendo referencia a hechos que están sucediendo, prevalece por sobre todas las cosas la exquisitez y el apego al lenguaje. Esto es algo para tomarlo muy en cuenta, porque una de las cosas contra las cuales ha atentado este régimen es sobre la calidad de expresión y cuando uno empieza a expresarse con corrección, con respeto, ya uno se está convirtiendo en un disidente, tal como lo expone Václav Havel. Pero, además, ese hecho de resistirse a la manera como el régimen ha manipulado el lenguaje también nos aproxima muchísimo a los géneros literarios. Recordemos que por largos años tuvimos entre nosotros a Tomás Eloy Martínez. Su libro, Lugar común la muerte, le dio un giro tremendo a lo que es el ejercicio de la crónica, que ya en Venezuela cultivaron escritores como Alejo Carpentier. Entonces, ¿cómo sobreponerse a esa adversidad que significa vivir en un país como Venezuela? Gracias a la belleza que nos concede la escritura. 

¿Qué explicaría el uso contumaz del lenguaje vulgar al que apela la cúpula chavista en el manejo comunicacional, en la destrucción de las instituciones culturales? 

Algo a tomar en cuenta es el lenguaje soez que utilizó Fidel Castro ante un congreso de docentes de educación básica (1971) celebrado en La Habana. Allí -para referirse a los intelectuales de todo el mundo que lo habían acompañado hasta la defenestración de Heberto Padilla- Castro los llamó “seudoizquierdistas descarados, agentes del colonialismo cultural, ratas de barcos que se hunden”… lo único que le faltó fue citar a Lenin, quien -en una carta dirigida a Gorki- llegó a decir que “los intelectuales no eran el cerebro sino la mierda de la nación”. Eso ocurrió hace exactamente un siglo, en 1922. Antes, en 1917 y 1918, y lo cita Alexander Solzhenitsyn, los había llamado “infectos”. Los líderes de izquierda se han servido de la invectiva para descalificar y deshumanizar a sus adversarios políticos. De ahí se nutre el chavismo, pero también tiene como punto de partida esa condición de lo venezolano tan acertadamente descrita y analizada por Miguel Ángel Campos en La fe de los traidores. En Venezuela, efectivamente, siempre ha existido una tradición de lo escatológico. De maltrato, ofensa y vilipendio hacia el otro. Entonces, “lo cubro con una especie de manto pestilente, con lo cual logro que mucha gente se distancie”. De esa tradición se sirvió Chávez para su ejercicio del poder y el resultado que tenemos es ese. En realidad, el desprecio de la izquierda no difiere en nada a cómo los nazis se referían a los judíos. 

Ha enumerado varios títulos que son piezas literarias opuestas al totalitarismo. Incluso, ha trazado una línea que nos emparenta con esas prácticas destructivas del otro, ¿Qué es lo que ha advertido en esas lecturas? ¿Ve un nexo directo con lo que ocurrió con los intelectuales en otros países?

Lo que nos ha pasado puede que les resulte una novedad a muchos venezolanos, pero no lo es para el continente. Estas cosas las comenzaron a padecer los cubanos desde el mismo momento en que Fidel Castro convirtió a la isla en una franquicia soviética. De ahí la trascendencia que han adquirido escritores como Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Raúl Rivero, Reina María Rodríguez o Antonio José Ponte. Para quienes seguimos en Venezuela, ellos, esos escritores, son nuestros contemporáneos, según lo que Giorgio Agamben ha entendido como contemporáneo. Ellos han mantenido la mirada fija en el tiempo que les ha tocado vivir para percibir su oscuridad. Por eso, libros como Mea Cuba, Otras cartas a Milena o La fiesta vigilada parecen haber sido escritos aquí mismo, acosados por esta oscuridad que ha secuestrado a Venezuela. Agamben habla de lo contemporáneo a partir de un poema de Osip Mandelshtam, el poeta que fue condenado por Stalin y que hace las veces de guía, compañero e interlocutor de Igor Barreto en El Muro de Mandelshtam. Esto es muy significativo porque, desde hace años, algunos escritores que fueron perseguidos, censurados, torturados y encarcelados por los bolcheviques nos conceden la clave para articular creativamente nuestra dignidad como individuos. Algo que, según Vaclav Havel, constituye el trasfondo principal de cualquier política alternativa independiente.     

Los intelectuales y escritores venezolanos, prolíficamente -bajo distintas plataformas y distintos géneros- han abordado “la oscuridad de Venezuela” como usted la ha calificado. Sin embargo, seguimos viviendo en la incertidumbre, en la falta de respuestas. ¿Qué diría usted?

Aquí hemos visto la integridad y la lucidez de muchísimos de nuestros intelectuales. Ha sido tan seria la manera como ellos han afrontado esta oscuridad que uno podría advertir que hay resultados extraordinarios en términos estéticos. Uno de ellos, y de los primeros, fue El ojo del Mandril de Laura Cracco, publicado por la Dirección de Cultura de la Universidad de los Andes. Ella nos muestra lo que fue el chavismo en sus primeros 15 años. Y, de la misma manera que hace una década nos preguntábamos ¿qué es esto? -y advertíamos que algunas categorías como totalitarismo o biopolítica se quedaban cortas- igual muchos de nuestros intelectuales se daban cuenta de que los conceptos tradicionales no daban la talla para expresarse. Pero, una vez que terminas de leerte el libro de Gracco, tienes la perspectiva que te ofrece un mosaico narrativo. Entonces, sí, hemos tenido intelectuales muy lúcidos. 

En una ocasión Miguel Ángel Campos dijo que esto era una forma de genocidio. De muchas cosas. De la vida política, económica, cultural, de la comunicación, de la cotidianidad, incluso. Un proceso simultáneo, quizás inconcluso. Y en esa misma medida, analizado, estudiado parcialmente. Todavía no hemos visto el final. ¿Usted qué piensa?

El asunto está en que a esta gente le tiene sin cuidado la opinión pública internacional. Una de las grandes diferencias entre este modelo y la democracia es lo que se hizo con el petróleo. Venezuela es la responsable de la creación de la OPEP y mira lo que representó esa organización para todos los países que exportaban petróleo. Pero este mismo país, bajo la égida de Chávez, promociona Petrocaribe. ¿Cuál fue el primer uso que le dio Hugo Chávez a Petrocaribe? Comprar votos en la OEA para que Venezuela no fuera investigada por violación a los Derechos Humanos. Los recursos del país, además del petróleo, han sido utilizados para menguar, para anular, la opinión pública. Y se ha hecho mediante la compra de la firma de intelectuales internacionales, que en su momento llegaron a suscribir un manifiesto diciendo que era mentira que aquí se habían masacrado jóvenes en 2014 o en 2017. Una de las particularidades de esto es que se ha servido de una infraestructura creada previamente, así como el castrismo en Cuba se sirvió de la infraestructura creada por la Unión Soviética. Es el tipo de lógica, el tipo de infraestructura, que, durante muchísimo tiempo, ha dicho que Pinochet era un dictador asesino, mientras que Fidel Castro era un líder indiscutible del tercer mundo. 

¿Usted cree que el chavismo corrompió a la izquierda latinoamericana? ¿Y por tanto sumió a este continente en esa crisis moral y política?

No lo creo. En este momento hay muchos intelectuales apoyando al régimen, algunos de ellos fueron profesores míos cuando fui estudiante de Letras en la Facultad de Humanidades y Educación. Todos ellos se anotaron -desde la ULA, al igual que desde otras universidades autónomas del país-. Todos ellos se ufanaban de su militancia comunista, de ir todos los años al Festival de las Artes y el Fuego en Santiago de Cuba. Se ufanaban de ir a la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, cuyo director era García Márquez. Algunos, incluso, se ufanaban de haber participado en la guerrilla urbana y de que no les quedó otra opción que venirse a Mérida porque Caldera había cerrado la UCV. Todos ellos han apoyado esto. Por no hablar de Luis Britto García, a quien consideré un intelectual con ética, con integridad, cuando estudiaba Letras. Así que, de verdad, ¡no! Creo que esa izquierda ha consumado su sueño, que era estar en el poder. 

¿Qué tanto de nostalgia y qué tanto de memoria hay en lo que se ha escrito sobre Venezuela?

No solo en lo que se ha escrito sobre Venezuela, sino en lo que llega a escribir un escritor tan duro como Solzhenizyn. Cuando uno lee Archipiélago Gulag, él hace un ejercicio extraordinario ofreciendo los contrastes de lo que era la Rusia zarista y lo que llegó a ser después de la revolución bolchevique. En algunos casos, apegándose a testimonios de personas o leyendo documentos y libros, él contrasta cómo era la libertad de prensa, cómo eran tratados los prisioneros políticos y llega a una cosa muy interesante que nos atañe hoy. Precisamente, en 1922, hace 100 años, el régimen bolchevique hace todo lo posible para acabar con la autonomía universitaria. Para que veas que lo que se ha hecho contra las universidades no es algo propio del chavismo, sino algo que fue propuesto por el camarada Lenin. Hablo de la universidad y yo siento una enorme nostalgia. 

¿Qué despierta ese sentimiento?

Cuando me tocó ir a la Facultad, antes de la pandemia, los colegas me decían que la Facultad estaba como muerta por el nivel de deserción estudiantil. ¿Qué joven va a querer estudiar educación sabiendo el sueldo que gana un docente? Venezuela era un país con problemas, eso no lo podemos negar, pero la educación universitaria era un vehículo de movilidad social. Era el camino para un futuro más digno. Ese era el paso a seguir para todos después de graduarse de bachiller. Ahora no es así. Los chamos quieren cumplir la mayoría de edad para irse del país. ¿Quién no va a sentir nostalgia? Y la mejor manera de hacer de esa nostalgia algo productivo es apegándonos a la memoria. Reconstruyendo. Eso es importantísimo y eso también se aprende leyendo a Solzhenitsyn, a quien leí porque precisamente Václav Havel lo propone como modelo de intelectual. Para Havel lo clave es articular creativamente la dignidad individual, a través del arte y por eso es tan importante lo estético, por eso es tan importante la literatura. Cuando le doy a leer textos a mis alumnos, estoy pensando en este momento en lo vital que es La fiesta vigilada y les digo: miren qué tremendo modelo hay aquí para afrontar creativamente la circunstancia que nos rodea. Una mezcla de crónica, biografía, entrada de diarios. Quizás estamos hablando de un compendio de esos que Deleuze Guatari llamaba “literatura menor”, pero es precisamente lo que nos sirve de refugio y nos permite sobrevivir éticamente ante tanta adversidad.  

¿Qué podemos hacer desde la literatura para oponernos a la dictadura del señor Maduro?

Leer a escritores que no sean filotiránicos. Leer a Albert Camus -más que a Sartre-. Leer a escritores disidentes: Cabrera Infante, Heberto Padilla, Antonio José Ponte, Anna Ajmátova, Solzhenizyn y Václav Havel. Recuperar la tradición literaria representada por Mariano Picón Salas, Octavio Paz y Vargas Llosa. No olvidar que el camino está minado de comisarios culturales, de “Retamúdez Gordillos” (el alias que Neruda acuñó para el sargento Fernández Ratamar), como el ministro de cultura cubano que ha venido a Venezuela a decir qué es lo que debe escribir cualquiera que se precie de ser un verdadero intelectual revolucionario. Si tomamos esto en cuenta, la literatura -y quiero insistir en esto- nos permitirá articular creativamente nuestra dignidad como individuos.

***

*Arnaldo E. Valero: Profesor e investigador titular de la ULA. Autor del poemario Mínima historia (2007). Su libro de ensayo más reciente es Canciones de fuego negro. Del reggae a la poesía dub (2015).


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