Detalle del mapa de América de Jean Denis Janvier. 1760
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Como naciones independientes, las naciones hispanoamericanas existen desde su separación del Reino de España; separación que ha ocurrido muy recientemente. Si las comparamos con naciones como China o Irán, el tiempo en la tierra de las hispanoamericanas ha sido efímero.
Pero ¿qué implica que una nación exista? Arriesgándome a incurrir en una sobre simplificación, una nación existe desde que tiene una conciencia de sí misma como una entidad separada y distinta de las demás. Este fenómeno lo definimos como “identidad nacional”, y se proyecta sobre distintos ámbitos tales como –sin ánimos de exhaustividad– la historia, las tradiciones, el idioma, la cultura y el territorio.
Es decir, una nación se percibirá como tal y, en consecuencia, distinta de los demás, porque tiene un origen diferente, otras tradiciones, otro idioma y otro territorio. Nosotros no somos “los demás”, porque nuestros antecesores son “éstos”, hacemos “estas cosas”, hablamos «de esta forma» y estamos establecidos en “este sitio”.
Pero las naciones no adquieren una concepción de sí mismas de forma inmediata. Se trata de un proceso gradual, que requiere existir de forma prolongada en el tiempo y en el espacio, que poco a poco irá consolidándose. Tal y como ocurre con la vida misma.
¿Qué pasa cuando una nación no se construye de forma progresiva en el tiempo, sino que nace de forma abrupta, como por ejemplo, de una guerra o de una declaración de independencia? Este es el caso de las naciones hispanoamericanas.
Este nacimiento repentino dejó a estas nuevas naciones en una situación de vacío de identidad, exacerbado por las propias circunstancias particulares de sus independencias, las cuales no ocurrieron por el deseo de libertad de una nación oprimida –pero existente–, sino porque las élites locales estaban insatisfechas con su nivel de poder. En otras palabras, no había una “Colombia”, un “Perú” o una “Argentina”.
Quien piense que lo contrario deberá enfrentarse al hecho de que las primeras manifestaciones de la independencia de Venezuela (19 de abril de 1810) ocurrieron precisamente en defensa de la monarquía española. En este sentido, el historiador germano-americano Gerhard Masur apunta: “Was the Hispano-American population actually ready to revolt at this time? Colonial society, looked as a whole, had remained true to the ancient concepts of loyalty, and devotion to King, mother country, and Church”.
El vacío identitario que dejó este nacimiento abrupto ha sido rellenado con las figuras de los próceres de la independencia, integrados como los héroes de un relato sobre la noble lucha de liberación contra el antagónico imperio español. El hito histórico de las independencias significó el nacimiento de estas naciones en su sentido más estricto: antes no eran, no existían. Por poner un ejemplo, la identidad nacional venezolana está indudablemente formada a partir de la historia heroica de la independencia, de quien Simón Bolívar es el protagonista. Según el relato oficial, Venezuela debe su existencia a la valiente actuación Libertador. Sin él, no seríamos. Si esto no fuera así, ¿por qué el país, a lo largo de toda su historia, ha adoptado lo que parece ser una religión oficial en torno a Bolívar? Fijémonos: así se llama la moneda, así se apellida el país (República Bolivariana de Venezuela) y el siguiente texto, que no podemos sino calificar de cursilería jurídica, es el artículo 1 de su actual constitución: “La República Bolivariana de Venezuela es irrevocablemente libre e independiente y fundamenta su patrimonio moral y sus valores de libertad, igualdad, justicia y paz internacional en la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador.”
Aquí me refiero a lo que Germán Carrera Damas entendió como «conciencia histórica», “el complejo de conocimientos primarios y de creencias, historiográficos, que rige la percepción de su ser histórico por la generalidad de la sociedad”, y que “es resultado de la acción formativa de la memoria colectiva, de la educación y de todos los demás medios de preservación y difusión de esos conocimientos primarios y creencias”.
La conciencia histórica forma parte de la identidad nacional, pero no comprende su totalidad. Es decir, para formar una identidad nacional, hacen falta más cosas que una conciencia histórica. Otro elemento de la identidad nacional –el territorio– es el que aquí interesa. El territorio es el espacio de tierra en el que una nación proyecta su soberanía, donde ella pone las reglas y las hace cumplir. Es una faceta tremendamente importante para que una nación se entienda como distinta de las demás porque delimita las relaciones de ésta con aquellas, especialmente con sus vecinos. Es la expresión más tangible de la nación como entidad separada porque tiene un límite identificable con exactitud: la frontera.
En nuestro camino de formación de la identidad nacional, la cuestión territorial se mostró especialmente conflictiva. La razón de esto es que, en la sucesión de Estados fruto de la independencia, las naciones hispanoamericanas decidieron establecer los mismos límites fronterizos entre ellas, que los que había establecido la monarquía española en sus divisiones político-administrativas internas (el renombrado uti possidetis iuris).
Pero esto no fue tarea sencilla. Los límites internos de la monarquía española estaban redactados con una vaguedad que no satisface los milimétricos estándares modernos en materia de fronteras. Como ejemplo, veamos la litigiosa Real Orden de 20 de noviembre de 1803, que con las siguientes palabras hacía una reorganización político-administrativa: «El Rey ha resuelto que las islas de San Andrés y la parte de la Costa de Mosquitos desde el Cabo de Gracias á Dios inclusive hácia el rio Chagres, queden segregadas de la Capitanía general de Guatemala y dependientes del Virreynato de Santa Fé».
Esta discordancia entre los deseos de precisión milimétrica de los Estados modernos del S. XIX, y las demarcaciones territoriales que debían establecerse con en función de las vagas, o inexistentes, fuentes de la monarquía, generó enfrentamientos entre las incipientes naciones hispanoamericanas. Por esta razón, durante la segunda mitad del S. XIX, proliferaron los arbitrajes sobre cuestiones de límites entre éstas. Gros Espiell señala que entre mediados del S. XIX y principios del XX, hubo más de 25 laudos arbitrales sobre cuestiones de límites entre naciones hispanoamericanas.
El estudio de los arbitrajes de límites de la segunda mitad del S. XIX en Hispanoamérica es un tema apasionante, pero hoy ponemos el foco en otro elemento. Nos referimos al hecho de que las naciones hispanoamericanas han instrumentalizado estas disputas para nutrir sus discursos nacionalistas. Y este fenómeno es común a todas las naciones hispanoamericanas. Estas reivindicaciones territoriales han sido utilizadas por los gobiernos como un medio de consolidar o reforzar una identidad nacional, que, como hemos señalado, era hasta esos momentos famélica.
Al final, las disputas territoriales exacerban la identidad nacional, y no solo en relación con Hispanoamérica. Lo que es común a nosotros es, en primer lugar, la proliferación de estas disputas territoriales en la segunda mitad del S. XIX; en segundo lugar, la resolución de dichas disputas mediante el arbitraje; y en tercer lugar, la influencia de estas disputas territoriales en la identidad de las naciones hispanoamericanas, con una clara instrumentalización de éstas por parte de los distintos gobiernos.
Caso Perú-Ecuador
El conflicto entre Perú y Ecuador es uno de los más interesantes. El territorio en disputa se ubica al sureste de la actual frontera de Ecuador, hasta llegar al río Amazonas. Su extensión es considerable: abarca más de 250.000 km2. Desde el punto de vista jurídico, implicó una sucesión de tratados que se suspendían, una supuesta manipulación de pruebas (en relación con la veracidad de la Real Cédula de 1740), y otros elementos que son lo suficientemente interesantes como para dedicarles un estudio específico.
Pero la disputa es relevante también desde el punto de vista de la identidad nacional. No debemos subestimar su trascendencia: ha provocado tres guerras durante la breve historia de estas naciones.
Sin embargo, tiene un peso mayor en el desarrollo de la conciencia histórica ecuatoriana que en el de la peruana. La razón es que Perú ha mantenido guerras con todos sus vecinos a lo largo de la historia, por lo que el peso de un conflicto en concreto -el que incumbe a Ecuador- será menor en la formación de la conciencia histórica peruana.
En el caso de Ecuador, es la influencia es mayor. Por ejemplo, según la investigación publicada por Juan Carlos Jaramillo Sevilla en la revista Análisis, las asignaturas de Historia de los Límites y el Derecho Territorial Ecuatoriano tienen un papel relevante dentro de la enseñanza escolar ecuatoriana.
Pero, más importante, es que el mito fundacional (no indigenista) ecuatoriano tiene precisamente sus orígenes en la titularidad primera sobre dicho territorio: que Gonzalo Pizarro, Teniente Gobernador de Quito, fue el descubridor del río amazonas. Este mito ha sido empleado por el discurso oficial como una justificación de las pretensiones territoriales de Ecuador. Para el expresidente Duran Bailen, “el país merece tener acceso al río Amazonas, (ya) que fue descubierto desde Quito”.
Como podemos ver, el caso venezolano sobre el Esequibo no es un fenómeno único a nosotros. Aunque tiene aspectos que lo hacen único -como único es cada uno de los conflictos-, puede enmarcarse en una tendencia, ya que comparte elementos en común con otras disputas territoriales.
Marc Suñer
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