En este libro, el río Orinoco no es solo un escenario, sino un personaje vivo. El autor, pero sobre todo lector, Daniel Bourdon logra traernos fragmentos de las infinitas exploraciones que a través de los siglos se han aventurado a retrazar sus cauces. Por momentos estamos ahí, y somos los ojos de cada conquistador o explorador: esos personajes románticos que han intentado situar lo inconmensurable entre mapas, cartas, memorias.
Los libros y el Río ahora llegan a su final. Es decir, a su principio.
En la exacta mitad del siglo pasado, los amos de Venezuela deciden que es hora de acabar con todo. La labor artesanal de los geógrafos solitarios ya no tiene cabida. Es la era de la racionalidad y la logística. Un grupo de veinte científicos, entre ellos tres jóvenes franceses, que inicialmente planeaban bajar por el Cassiquiare y luego el río Negro para contar la historia como lo habían hecho sus predecesores, son reclutados por las autoridades para una empresa más ambiciosa.
En una vasta sabana que bordea el río, frente a los restos de lo que había sido el pueblo de La Esmeralda, se traza una pista de aterrizaje de forma precaria. Puede que la última expedición a las fuentes estableciera allí su campamento base. Los ministerios financiarían la operación, y las Fuerzas Aéreas garantizarían la llegada regular de víveres y materiales. El mando es militar. Nada se deja al azar. Excepto los navegantes indígenas, el heterogéneo equipo viste uniforme. La conquista se quería geográfica, topográfica, hidrográfica. (…)
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Mapa de Sanson d’Abbeville, 1656. Cartografía Antigua de Guayana. Prólogo de Santos Rodulfo Cortés. Editado por CVG-Electrificación del Caroní, C. A. Edelca. Año 2000
La selva cerraba filas a su alrededor. Era imposible avanzar sin machetear las gruesas lianas cubiertas de musgo y nubes de insectos. Había enormes telarañas y hojas largas y finas como cuchillas que cortaban la piel con el más leve roce. Faltaba la sal. Los rostros se hundían en las sombras. El jefe de la misión estaba cubierto de furúnculos. La caravana parecía compuesta por fantasmas.
El 27 de noviembre [1951], al amanecer, el comandante Rísquez desinfectó sus úlceras, se puso un uniforme nuevo, se peinó y cargó su mochila con los archivos. Solo, acompañado únicamente por su ayudante de campo, se dirigió hacia una altura cuyo pico se podía entrever por una abertura en la selva. Prohibido seguirles hasta pasadas tres horas. A las ocho y cuarenta, científicos y marineros escucharon una salva. Se les concede el permiso de emprender el maltrecho camino señalado por la mano marcial del comandante; deben bordear el cauce de un delgado hilo de agua.
Al fondo de una garganta, un borbotear entre bloques de arcilla roja. “El agua de todos los tiempos brota aquí, en las raíces de la maleza”, escribió el operador de radio. Los hombres treparon a cuatro patas la pendiente empinada del callejón sin salida que cerraba el valle, talaron tres arbustos, pisaron la cumbre y contemplaron, asombrados, el otro lado del mundo.
La fuente efímera del Orinoco había sido capturada. Su matrícula era un tríptico: una longitud, una altitud y una latitud. Se tomó una fotografía de frente. Se erigió un túmulo como mojón. Se fijó una placa de bronce en forma de medallón y en el cemento fresco los expedicionarios grabaron sus nombres. Se felicitaron ceremoniosamente. Plantaron, como en un sueño, las tiendas del campamento número veintitrés.
El desconocido ahora se les escapaba nuevamente.
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Mapa de Fernando de Oviedo. Primeras representaciones del Huyapari (alias Orinoco) 1498 – 1552
Por estas tierras, toda certitud se desvanece. El lector ha consultado más de veinte relatos, casi igual número de crónicas y una enorme cantidad de artículos y de cartas. Allí ha encontrado material, pero varían en consistencia y textura, el color tampoco es del todo igual. Claro, a veces, se trata de pequeñas diferencias imperceptibles, pero es la acumulación de detalles lo que acaba por difuminar los contornos. Uno llega a preguntarse si todos esos libros, todos esos documentos, todo ese material habla del mismo río. Tal vez, se trate de un río siempre de un río completamente diferente y todos tienen en común solo eso, el nombre. El lector pasa sin cesar por los mismos estados de ánimo, irritación, cansancio y desánimo, pero termina calmándose: claro que es el mismo río, sólo que ha ido cambiando con el paso del tiempo, según la distancia que lo separa del mar y según las palabras de quienes han buscado nombrarlo; y es que muchos describirán un río, pero nadie escribirá el Orinoco. El lector busca, compara, verifica. Imposible confiar en el libro de turno que tiene entre sus manos, se limita estrictamente a lo mínimo, y hace referencia a otros libros. Y, de nuevo, hay que localizarlos, hallarlos, abrirlos y descifrarlos. De pronto, da con uno, pero descubre que se trata en realidad de la fuente del anterior. Lo lee en un idioma que no es el suyo y que no domina – es además un habla del siglo XVII que utiliza términos arcaicos y giros enrevesados-. Pero hay que avanzar, cueste lo que cueste, sin importar la incomodidad, el malestar ni los peligros que acechan tras la pared verde oscura de la otra orilla, y que el rozar de las páginas, como los remos en aguas profundas, pueden despertar en cualquier momento . (…)
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Daniel Bourdon, Orinoco, Fata Morgana, Barcelone, 2023.
Traducción de fragmentos, Paula Cadenas para Prodavinci.
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Haga click acá para leer la entrevista a Daniel Bourdón realizada por Paula Cadenas.
Daniel Bourdon
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