Perspectivas

Alba Rosa Hernández Bossio en su literatura

Alba Rosa Hernández Bossio

18/10/2020

Las mujeres superiores que conozco pasan su vida ocultando que lo son; las otras simplemente se exhiben como tales.

A partir de esa intuición presiento a una Alba Rosa inicial. Surge del movimiento intacto con que la veo en la universidad: una muchacha delgada, grácil, de ojos brillantes y elusivos. Yo coincidía por primera vez con amigos que escribían y que nos arriesgábamos a publicar revistas. Veníamos de hacer dos números con Intento y estábamos sacando En HAA, para la cual inventé ese nombre sin referencias a la realidad. Su ser lo construiríamos nosotros, seríamos su contenido, propuse al pequeño círculo.

Nuestro colaborador más serio de ese momento, Lubio Cardozo, presentó a la bella Alba Rosa, no solo visible entre las muchachas hermosas de Humanidades, sino también escritora y estudiosa de idiomas. En HAA (humildísima y osada, tirada en multígrafo por Carlos González Icabarú y Teodoro Pérez Peralta) publicó en el número 3 su relato «Los pequeños caminos de la lluvia»: tras el límpido lenguaje, estalla el sórdido destino de una chica limitada.

Lo que no sabía entonces es que esa estudiante había nacido en Ciudad Bolívar. Su madre guayanesa (el Bossio viene de un familiar corso que llegó a Cumaná en 1842; su tío era el matemático Boris Bossio Vivas) y su padre un ingeniero enviado a Ciudad Bolívar por el Ministerio de Obras Públicas (MOP), hasta que regresa para incorporarse al proyecto del embalse de La Mariposa, en Caracas.

La niña “jugaba entre los árboles y moneaba los mereyes para buscar los frutos y comerlos crudos y las semillas asadas”; también frecuentaba los hicacos y los árboles de ponsigué. Bajaba con su madre al paseo del Orinoco sin tocar sus aguas:

Nunca me acerqué al Orinoco, nunca llegué a su orilla cuando estaba bajo, solo lo vi desde la ciudad arriba cuando iba con mi mamá a reunirse con sus amigas en el paseo frente al río, en esa especie de ágora y desfile donde todos se encontraban.

Todo esto me revela Alba Rosa Hernández Bossio en este año 2020.

Cuando tiene seis años su familia se traslada a Caracas.

En la escuela:

Mi timidez me impidió tener amigos, pero me dio la compañía de los libros y de la vida imaginaria que no traicionan (…) Hice los dos primeros años de bachillerato en el Liceo Andrés Bello (…); pero no me interesaba ninguna de las materias, aunque vi Castellano con Carlos Augusto León, solo me entusiasmaban las clases de ballet a las que asistía en la hora libre o si un profesor faltaba también subía a ejercitarme en la barra. Las maestras eran Belén Lobo y Lolita Reina. Yo me obsesioné por ser la mejor en los ejercicios y practicaba horas en la casa descuidando los estudios, así que para quitarme el ballet y los libros me enviaron a terminar el bachillerato a la Academia Mount Saint Vincent de Nueva York, un internado de monjas donde no había ballet pero sí pintura, piano y una biblioteca con libros –los leí todos, y diariamente a Shakespeare– de literatura inglesa y norteamericana. De esos años me quedó el inglés y mi pasión por Shakespeare. Mi familia consideró un grave error haberme enviado a estudiar allí porque al regresar quise entrar a estudiar Letras en la Universidad Central de Venezuela, para ellos un antro de comunistas, así como la Escuela de Artes Plásticas.

En la Mont Saint Vincent Academy se le otorga el reconocimiento «Our gifted artista» por sus trabajos de literatura, de pintura y de interpretación al piano. En 1957 toma los cursos de dibujo libre de Rafael Martín Durbán y el taller de dibujo y pintura de Pedro Centeno Vallenilla.

Para ingresar a la Universidad

… debía revalidar el título presentando examen de algunas materias y Boris Bossio, hermano de mi mamá, logró que la Dra. Federica Ritter me preparara en latín. Cuando entré a estudiar Letras decidí cursar con la Dra. Ritter Latín Superior, que eran seis horas intensivas de clases semanales y yo la única de los cuatro alumnos que podía descifrar el orden y el sentido de las palabras. Al graduarme me contrataron para dar el curso superior de latín, apenas con tres o cuatro alumnos porque a nadie interesaba.

Nada de esto sabíamos sobre Alba Rosa, esa figulina que colaboraba con En HAA y cuyas breves, entrecortadas conversaciones (así las recuerdo) parecían un hechizo que escapa. La revista continuó; ya no la encontraba por los pasillos con la misma frecuencia. Se había graduado con Diploma en Latín Superior en 1963. “En 1964 cursé y aprobé en la UCV el seminario para obtener el doctorado en Letras, dirigido por Gustavo Díaz Solís. Mi trabajo sobre el universo trágico de William Faulkner, tuvo mención publicación”.

Quizá hasta aquí haya habido, para mí, una cierta Alba Rosa; la próxima se prolongará durante muchos años y casi no nos veremos. Durante la formación de su personalidad intelectual, creo, su nombre predestinado la acercará al aura de Homero: la del alba con dedos de rosa.

Ahora la sigo en sus mensajes desde Texas, donde está retenida por la actual situación:

Obtuve una beca de la Embajada de Italia y luego del Ministerio de Educación para estudiar Filología Clásica en Florencia, la ciudad que más he amado y añoro después de Caracas y Ciudad Bolívar. En esos tres años lo único que hacía era asistir a las clases, estudiar en la biblioteca o en mi cuarto de pensión, llenar las horas libres en los museos o caminar repasando toda la ciudad una y otra vez (…) [L]legué a estar tan cerca del griego y del latín que podía escanciar a Homero o a Virgilio aprehendiéndolos a primera vista. Yo hubiese deseado quedarme descifrando los papiros o manuscritos que analizábamos en clase, o ayudando en reconstrucciones de textos. Pero cuando regresé a Caracas no pude enseñar latín, ni continuar estudiando sus reliquias, ni encontré interlocutores, sino que debí enfocarme en el estudio de la literatura hispanoamericana para los cursos de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar hasta transformarlo en mi nuevo universo de pasión.

En 1969, a su regreso, las cátedras de latín y griego han sido eliminadas. Pasa a la universidad Simón Bolívar y al Instituto Pedagógico. Aprueba su maestría en literatura latinoamericana con La voz de la retórica sobre la obra de José Antonio Ramos Sucre. Trabaja en esa universidad y publica su ensayo sobre el exilio de Ovidio y la traducción de algunos poemas de las Epístolas desde el Mar Negro; también textos sobre Aquiles Nazoa, José Santos Urriola, Juan Bosch y crítica cinematográfica. Cinco de sus relatos han sido publicados en la Revista Nacional de Cultura, en Imagen y en El Nacional. Su relato «Celebración» ganó mención de honor en el Concurso de Cuentos de la Universidad Santa María.

Ha sido compiladora y autora de notas críticas en la Antología del cuento hispanoamericano (USB). También en la Antología de la poesía hispanoamericana, dirigida por Guillermo Sucre y donde participaron Gonzalo Rojas, Sonia García, Ana María del Re, Violeta Urbina; y Luis Miguel Isava en el segundo volumen.

Se casó con el versátil actor, pintor y poeta Asdrúbal Meléndez. Tiene dos hijos: Melissa, quien posee el doctorado en Viola de la Arizona State University y está en constante actividad como solista, miembro de orquestas sinfónicas o ensambles de cámara. El otro hijo es Marcio, astrofísico que trabaja en el Instituto del Telescopio Espacial de la NASA en Baltimore.

Alba Rosa Hernández guarda, inéditos, trabajos sobre Julio Garmendia, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Roland Barthes, Octavio Paz, Teresa de la Parra, César Vallejo, Vicente Huidrobo y otros. Así como otro conjunto de ficciones y poemas.

Precisamente fue su hijo quien propició en Amazon la publicación de su novísimo libro de cuentos y poemas en prosa con el título De dioses y hombres, ya en internet.

Su nombre recorre el ámbito de nuestra lengua y de otras, como la más extraordinaria estudiosa de la obra de Ramos Sucre, a quien han editado memorablemente Carlos Augusto León, Francisco Pérez Perdomo, Katyna Henríquez, Carmen Boullosa y Adolfo Castañón, entre otros.

Esta Alba Rosa también me ha dicho:

Son tantos los autores que me han iluminado, para usar el lugar común, que es imposible dar sus nombres. Yo leeré siempre la Odisea de Homero, los trágicos griegos y los diálogos de Platón. En latín siempre regreso a Virgilio y a Catulo, a quien es imposible traducir, así como a Virgilio.

(…)

Todo el italiano está en La divina comedia de Dante. Por mucho tiempo adoré a Stendhal. Nunca he gustado de Racine. A Marcel Proust y a Albert Camus los amo cada vez más.

En inglés no puedo vivir sin releer a Shakespeare y a Virginia Woolf. En la literatura norteamericana soy devota de William Faulkner y de Walt Whitman. Conozco a fondo la literatura latinoamericana porque la he enseñado por treinta años y pienso que Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es la obra maestra de nuestras novelas. Desde siempre he leído a Jorge Luis Borges y es el autor que más releo, tanto como a José Antonio Ramos Sucre y los dos me han devuelto la nostalgia del latín perdido que ellos intentan regenerar en el español.

De dioses y hombres

Así se titula el conjunto que acaba de aparecer en Amazon. Veinticinco textos y una cálida introducción de la autora nos dejan ante lo que, para mí, es el primer libro de ficciones publicado por Alba Rosa Hernández Bossio. Relatos de cuerpo canónico y breves imágenes, como poemas en prosa, lo integran.

En todos la escritura es límpida y la acción eficaz, bien trazada para conducirnos a dosificados finales. Así, «Celebración» recorre el amor de una joven y un artista, en una casita con seductor jardín, pero aprisionada por el ruido urbano. Él posee un cordero, que oscila entre significaciones de inocencia y sometimiento, quizá como la muchacha; a quien gradualmente le impone el silencio o la rara comunicación mediante un lenguaje polinesio. Como ocurrirá en otros relatos, presenciamos unión y separación. 

«De dioses y hombres» construye a una niña/mujer a quien encontramos cuando el azar le permite ver, vislumbrar, espiar a su padre (muy amado) en un café de la ciudad, muchos años después de que abandonara a la familia y a la niña. Como es frecuente en las narraciones de la autora, las atmósferas emotivas son poderosas y curiosamente ardientes e impersonales. Un extraordinario manejo de ceñidas pasiones (como no conocemos las fechas en que han sido escritos, este relato guarda vínculos especiales y quizá preparatorios para uno de los más ambiciosos textos del libro: «La asunción de Laura»). Aquí la cualidad divina del padre consiste en la fe con que la niña (¿o la mujer?) lo percibe.

«Brumado» es la historia de un perro y una niña. De nuevo tenemos la efigie de un animal que transita entre los personajes, dotado esta vez de fuerza instintiva. Asistimos a la transformación de un ángulo de la ciudad y de la casa. A un regreso que parece ausencia. No en vano Hernández Bossio fue atenta lectora de Gustavo Díaz Solís y de escritores que bordean la cercanía animal como Quiroga. En este aspecto, por sus páginas sopla el aura de Esopo, Apuleyo, Shakespeare, William Goyen, Wenceslao Fernández Flórez.

«De buenas maneras» se centra, como «Celebración», en un amor y su interrupción. Reaparece la reja de un jardín, que separa al amado. «Con detenimiento» es la paradoja de quien se lanza en automóvil contra los atropellos de la ciudad y «ya llegas a la reja verde, ya la abres con tu mano y tu pie entra en el sendero de piedras blancas bajo el enramado de las enredaderas al umbral donde tus sentidos se abren»: la amante febril que se descubre excluida: «tú, aquí estás sola ante la puerta entrecerrada que cede al tacto de tu mano» y rememora: «nuestro cielo cuando yacíamos en la colcha roja, nuestra diversión cuando mis ojos se llenaban contigo, ese repertorio irrecuperable de luces variando tu rostro, y ahora qué hago con ellas».

Algunos de estos elementos reaparecen, en ocasiones como detalles, en los dos cuentos mayores (o «novelas cortas») que completan el volumen.

La autora quiso incluir varios de los que (temerosa y pudorosamente) designa como poemas en prosa. Y lo son, aunque de manera tácita su desarrollo estriba casi siempre en una exposición narrativa (también adquieren economía de aforismo). Su registro se balancea entre la independencia de la visión poética y la trama sutil, sostenidas por el estilo unitario.

Nada puede sustituir su lectura directa, como breves totalidades. Sin embargo, me dejan la tentación de advertir en ellos pequeñas condensaciones que bien pueden corresponder al método que exigen para ser creados o al procedimiento que cerca la creación de todos los relatos. Por ejemplo, en «Sibila», cuando la voz alude a «las palabras oraculares que busco», ya que «nadie busca la sonoridad del abismo». También al extraño producto en que desemboca toda escritura: inexorable maravilla o extravío para el poeta (o para el lector) y, en este caso, para su autora, desafiante respuesta de la lucidez: «La palabra se queda sola en el papel, traspasada de la mano y del alma ardidas. Cuántas demoras y tormentos, cuántas agonías y reconciliaciones, para que después, desprendida de su hacedor, lo desconozca» («Fuga»).

En «Sibila» y «Tendido» hay un yo responsable de la imagen; en los otros se aplica la tercera persona. El contacto terrible con la adivina permite la revelación; y esta corresponderá con lo circundante. Pero nadie acude a rescatar la luz del abismo, nuestras vidas se desperdician consultando tahúres. Notable en «Tendido» el trazo aforístico entre el yo y lo que nos cubre.

En «Psique», como es frecuente en Alba Rosa Hernández desde siempre, vemos un trasfondo sagrado. Quien recibe amorosamente al dios y por error quema su hombro, lo sigue para “endiosar” su amor a plena luz.

Algunos poemas, al estilo de Kavafis, Yourcenar y Graves, trabajan sobre una escritura imaginante: el paso de Odiseo en «El errante» y la muerte de Héctor (en «Penélope») o «El enemigo» en la fábula clásica. Hay vínculos invisibles entre «Ser», «Árboles», «Tendido», «Impar» (delicadamente aforístico), que el lector vislumbrará.

Es la escritora quien aleja y acerca las palabras, quien decide entonaciones y énfasis, también quien se oculta o se revela con todo ello. Pero creo que hay mucha experiencia inmediata de la propia Alba Rosa en textos como «Horda», «Fuga», «Memoralia», «El fiel». La frecuentación a Ramos Sucre asoma en la aérea perfección del lenguaje; sin embargo, los homenajes al poeta adquieren concreción en estos casos: «Hendidura», «Rosa» y especialmente en el bellísimo poema «Aves», próximo a «La verdad» de Ramos Sucre, que nos mueve hacia los ciclos y el tiempo inmediato: «Primigenia fidelidad de las aves migratorias que retornan siempre a la misma hora al mismo árbol. Inhumana fidelidad (…) Pájaros geométricos que desertan del nido y se van sin memoria sin pasado. Prefigurados pájaros».

El libro imanta todo lo anterior hacia dos largos relatos en los que Hernández Bossio despliega sus agudas dotes de narradora. Desprendida de la imposición poética que ciñe los relatos breves y caracteriza al poema en prosa; en busca de «la sonoridad del abismo», se desliza hacia los polos de su arte con incisiva, insistente e ininterrumpida seguridad: aunque en ambos cuentos sus materias se crucen, exigen a la autora la diferencia expositiva y temática. En uno, abordaremos la sobrehumana experiencia de vivir con un dios; en el otro, las gradaciones de la sensibilidad en la amistad y el amor rebasan lo previsible. Estamos hablando de «El regreso» y de «La asunción de Laura» («son narraciones más completas que ampliadas pueden ser novelas cortas», indica la autora en su presentación).

«El regreso» posee como tema el fuego de la oblicua memoria que se desencadena por un hecho común e invade la personalidad y todos los tiempos de su protagonista. En el presente del relato la turbulencia en un vuelo de avión, que no perturba a la mujer, conduce a décadas atrás cuando el temor, dentro de otro avión, la hizo pronunciar para sí misma un nombre amado.

Ahora ella tiene sesenta años, treinta de feliz matrimonio y regresa a Caracas para resolver un asunto legal. No tiene hijos y lo celebra. («Hubiera estado siempre consagrada a su[s] vida[s], presa de la incertidumbre»). Con ella, Alba Rosa Hernández Bossio forja uno de los grandes personajes femeninos de nuestra ficción. Ajustaría adecuadamente en la obra de Teresa de la Parra y de Silda Cordoliani, pero también en la de algunas novelistas ingleses. Y, sin duda en páginas de Edith Wharton, pero sobre todo en las sutiles certezas, siempre engañosas, de Henry James.

Esa mujer, en su juventud, quería medirse «en belleza y perfección con las figuras de la mitología y de la literatura (mi canon nunca fue el de las divas de los medios)». «No permití el más leve desliz en mi modelo de oro que no aspiraba a compartir la realidad sino los mitos y la poesía».

Ajena a novios y manoseos optó por un «orden inconmovible» aunque su vida universitaria estuviera atenta a la efervescencia y a la participación en política. Así conocerá al otro gran personaje de la narración:

Soy inmune a la atracción de las criaturas terrestres pero una sola vez no lo fui. Porque en ese momento yo no clamaba por un olvidado rey noruego, o un doble poético de Lord Byron, sino por un ser viviente real, un hombre sujeto al mundo temporal y a la carne como yo pero con un poder mágico capaz de conjurar las leyes de la naturaleza.

Se trata de Harold (o Harald), eminente profesor y escritor, cuya silueta, elegancia y sabiduría literaria la fascinan.

Fue el día inicial de mis estudios cuando lo vi por primera vez (…) Yo iba por el corredor (…), él venía en dirección contraria y necesariamente mis pasos me llevaron a pasar a su lado casi rozándonos, sin que él me percibiera, metido en sí mismo, pero yo, al instante sentí una conmoción y un desbordamiento de los sentidos, originados por un desconocido que parecía despertar todos los deseos ignorados que atesoraba mi alma (…) Sus pasos silenciosos de cazador, su cuerpo esbelto y experimentado, sus cabellos negros hilados de blanco, sus facciones temperadas, su expresión exacta, la caballerosidad y cortesía que lo escudaban nada dicen de aquella imagen que idolatré. Pero yo era una niña inocente, ajena a toda experiencia, caída por primera vez en la red irrompible, como la de Hefesto, que la sometía a un hombre mortal Era un escritor famoso ahora profesor de la escuela (…), admirado por sus cursos. La historia visible de su biografía refería su niñez y adolescencia en la hacienda familiar en Paria, sus estudios universitarios de Leyes y Lingüística (…), su novela, traducida a siete idiomas, “Vela de armas” (la obra maestra de nuestra narrativa) (…), apenas pasados los treinta años. Pero después más de veinte años de silencio, roto apenas por cinco relatos fragmentados. Su vida era un coto cerrado (…) Pero la muralla infranqueable era su matrimonio con una noruega –bióloga del Instituto–. Se decía que ella lo guardaba como el dragón de los tesoros y que plegado a su dominio había apartado su obra creativa (…)

Desde luego, es el estremecimiento del avión, la fuerte turbulencia que no afecta a esta pasajera de sesenta años en su regreso a Caracas, lo que nos conduce al torbellino de la evocación:

Temía a los aviones que son ciencia y tecnología pero que también pueden precipitarse en el dominio del caos, en ese otro orden de leyes desconocidas. Una anomalía inicial, una desviación infinitesimal, un fragmento metálico vencido, una molécula bastarían para desencadenar lo impredecible, para jugar a los dados.

Una desviación infinitesimal: es lo que abre la grieta en la fría serenidad con que la mujer percibe la agitación de pasajeros y aeromozas, y despierta la evocación del otro vuelo, cuando, a los veinte años, aterrada, dijo el nombre (inventado por ella) de Harald.

Lo que sigue es la recuperación de aquella pasión obsesiva, total. Y entonces la mano de la autora realiza uno de sus giros admirables: estamos conociendo la vida de una mujer que todo lo olvidó y que es feliz hoy, ya ajena a aquel amor; sin embargo, nada de su presente, en la narración, adquiere la magnífica exaltación de lo perdido, que se torna, para los lectores, en el fiel (como en el poema de Hernández Bossio: «Hay diferentes fieles en el mundo. La aguja que marca la justicia de la balanza. La plomada que traza la vertical de los muros proyectando una línea infinita gravitante con los astros. El exacto que incide la medida de los folios»), que anuda realidad y ensueño, pasado y presente, lo ya imposible, con su vida. (Ella se ha dicho en el avión, con los ojos cerrados, que va «a pasar la cuenta regresiva de ese pasado que me llevó a la integridad y a la certidumbre de mi vida actual»).

El cenit de ese tenso erotismo («Yo tenía veinte años, él cuarenta y nueve. Comenzaba mi primer y único viaje hacia la dicha y el abismo»), tiene su correlato en la visión intelectual con que la mujer/la muchacha se percibe: «Yo quise ser su amada como en un libro releído una y otra vez. Él me buscó para amarme en el mundo y devastó la realeza de nuestro amor». O: «Era el libro prohibido y así lo acepté, con la dicha de saberlo existente, con el dolor de saberlo inaccesible. Por eso, le inventé otro nombre, Harald, para situarlo en el mundo de la ficción como una llama perenne».

Desde luego, este relato se desborda hacia los campos de la realidad y de sus hechos. Aunque los detalles documentales también adquieren visos de ficción, bastará un sesgo –o la curiosidad o una complicidad mental– para captar su verdad externa. Así, la muchacha vive

… los años de enfrentamiento político radical, la Universidad y la Facultad hervían con la rebeldía de los estudiantes que deseaban cambiar la vida como Rimbaud, luchaban por el Paraíso aquí y ahora. Los pasillos desbordaban de afiches revolucionarios, de consignas políticas, de pendones multicolores, de juventud contestataria que justificaba la lucha armada para construir un mundo nuevo. Yo me sentí parte de esa ansia de justicia que hice mías como si mi amor por Harold lo exigiese. Ayudaba a la “célula” que los revolucionarios tenían montada en una de las residencias universitarias frente a las canchas donde copiaba en multígrafo sus volantes o manifiestos, corregía las pruebas de sus revistas y panfletos, ayudaba a prepararles las provisiones. Me veían como un hada etérea que accedía a estar con ellos por un tiempo y luego se retiraba a un mundo impenetrable.

Un pivote menor, pero decisivo, es la presencia de Olga en la universidad:

Solo Olga, mi primera y única amiga pudo romper las barreras de mi intimidad con su goce y libertad de vivir que ejercía a diario (…) Fue la única que supo de mi obsesión secreta que consideraba el inicio de mi “curación” de irrealidad, la vía para transferir a otro mi pasión, haciendo de Harald el Hermes conductor al eros real.

Sensual, espontánea, amiga firme y mensajera entre los secretos amantes, tiñe la narración con su acción melodramática. A Olga «Le parecía abominable que Harold me expusiera al escarnio y desflorara mi inocencia con promesas que no tendría el coraje de honrar como había deshonrado su genio de escritor».

Cuando el avión llega a su destino y la evocación concluye (también el relato), la protagonista está segura, esta vez, de que cumplidos los arreglos que motivaron su viaje, ya no regresará jamás. «Con calma, serenamente, me repito: –Ya pasará. Será solo un momento insulso, volverás a irte, no regresarás más». ¿Se refiere a Caracas?

La asunción de Laura

Sylvia y Alexis, socióloga y antropólogo caraqueños recorren el mundo en sus investigaciones. No son tan jóvenes cuando interrumpen una exploración y nace su primera hija, Ilyria, la narradora de esta historia («una pareja que había desistido de procrear, que no me buscaba… En verdad, se estaba preparando para el nacimiento de Laura cinco años después, no para el mío»). Ella de 45 años, y él de 51. Nace la nueva niña, la madre permanece en Caracas en casa de su hermana, y poco después los padres reinician su estilo de vida en el exterior con las dos niñas.

Mucho después Ilyria cuenta:

Ayer enterraron a Laura. Ellos, yo no. Yo la hubiese dejado en su lecho sobre las sábanas para admirar su belleza venciendo la muerte. Para contemplar ese rostro imborrable que ningún cuadro, ninguna estatua podrá jamás repetir. Porque Laura compartía, comparte, la misma materia de los dioses. Quienes sustrajeron del mundo su imagen algún día serán burlados cuando ella emerja intacta y mucho más bella –si fuese posible– desde ese sueño que eligió, desde este eclipse en que nos sume. Sólo Afrodita –como Praxíteles la cinceló y conservamos copias infieles– hubiese soportado una comparación. Porque toda la belleza que nos es dable contemplar es apenas una pálida irradiación desde el topos uranos (no, no desvarío, porque existe Laura lo sé) donde formas perfectas como ella habitan y donde nosotros nunca entraremos. Yo sostengo que Laura bajó directamente desde ese espacio, aun cuando fue aparentemente engendrada por padres humanos, Sylvia y Alexis. Aunque supuestamente, Laura fue mi hermana.

En el exterior y en Caracas, mientras los padres viajan, Ilyria, con fieles empleados de la familia, atiende y ama a la pequeña: «Era tan bella, miraba tan hondo cuando me acercaba para contemplarla que me daba miedo tocarla o hablarle, paralizada por su perfección. Así crecimos, yo admirándola sin cesar, ella condescendiendo a estar conmigo».

En la pubertad, justo en el momento triunfal como gimnasta, Ilyria es seductoramente obligada por su hermanita a regresar a Caracas. Esta debe volver al sitio donde naciera y disponer de su soledad. Ya en la ciudad, la hermana confirmará la luminosa plenitud física de la otra, quien ha comenzado a ocultarla: «pasaba desapercibida en el colegio y en la calle con bluyines anchos, franelas y chaquetas inmensas, cubierta su cabeza por pañuelos, opacado el verde de sus ojos tras los lentes». Mucho después comprenderá que la chica está en hibernación. «Casi no hablaba, como si el lenguaje fuese una deficiencia y solo su presencia, un gesto, una mirada lo decían todo».

Ilyria, como sus padres, posee un cuerpo entrenado en la vida deportiva y está preparada en arqueología y paleografía. No puedo imitar aquí el proceso con que una hermana va comprendiendo el poder de la otra; ni el doloroso paso de la ternura a la intriga o de la admiración al horror. Tampoco el de la destrucción indiferente que subyace en toda seducción. Ilyria, la tácita, es exaltada en su admiración pero parca en la descripción del aniquilamiento.

Yo sabía que estaba en un estado de sonámbula del que en algún momento despertaría. Pero esos cuatro años que duró su duermevela solo nosotros pudimos gozarla y padecerla como una obra de arte inaccesible, respetando la prohibición de no tocarla. Hasta que despertó.

Alba Rosa Hernández Bossio

Tiempos, situaciones y personajes son manejados por el fiel de Hernández Bossio con buril lunar; de allí que la fluida acción parezca engañosamente unitaria, mientras cambia de matices geográficos y espirituales. Esto diluye las diversas escenas que, clásicamente, ocurren ante nosotros. Como esa ¿segunda? parte de la narración que apoya su minuciosa cronología en un viaje. Así lo indica Ilyria y los sucesos con Laura y los otros personajes encajan en tal evolución. Uno de ellos, episodio central por la calidad poética que lo recrea y por su trascendencia anecdótica, ocurre al amanecer. Y vale citar el instante supremo que consagra la tensión entre las dos hermanas:

Impulsada por su belleza, por un deseo irreprimible, ese día me atreví a acercarme lentamente a su lecho, porque pronto dejaríamos nuestra unidad, pronto ella tomaría su destino. Pero cuando la contemplaba extasiada, ella entreabrió levemente los ojos como si aún estuviera soñando y sus manos cándidas que reposaban en la copa de sus senos, se alargaron con delicadeza y armonía hacia mí, y con una celeridad indetenible, apresaron mis brazos, se clavaron en mi cintura levantándome por el aire, dejándome caer sobre su cuerpo hirviente de fuego y de hielo. Si hubiese querido desprenderme, si hubiese deseado soltarme, habría sucumbido ante su invencible poder. Mi cuerpo entrenado para superar todos los golpes y romper todas las marcas, se habría desintegrado resistiendo a esa niña de misteriosa materia indestructible, invicta ante cualquier herida, que ahora se complacía en agredirme con una violencia despiadada y terrible. ¿Qué injuria vengaba con mi carne, qué falta reparaba con mi desgarramiento? ¿Su desnudez descubierta, mi mirada espiando su sueño? Mi amor había sido inmaculado, mi devoción intacta. Y ahora ella era la diosa destructora y yo la víctima inerme, inmolada a su voluntad. Mis manos aleteaban en el aire sin asirla. No puedo, nadie puede, profanar los secretos de los dioses. Perdí la conciencia, caí en una espiral de sensaciones primitivas, en la demencia de los poseídos, violentada por el más hermoso y malvado de los seres. Al fin, exánime, hilada de sangre, latiendo todos mis poros, resurgí a la conciencia, abrí los ojos esperando un nuevo ataque que no ocurrió. Me atreví a buscarla con los ojos y la vi dormida al otro lado del lecho, sus larguísimos cabellos dorados disueltos en las sábanas, sus manos nítidas velando la copa de sus senos, su rostro puro en total olvido o indiferencia de lo consumado.

Laura morirá (¿morirá?) en el esplendor de la adolescencia. (Así se inicia el relato.)

A pesar de sus fascinantes espejismos, de su alcurnia literaria y mítica y del resplandor (en el bien y el deterioro) que causa a los varones, a otros y a nosotros como lectores, Laura no es el gran personaje de esta narración. La tácita Ilyria luce los laureles supremos: es ella quien absorbe y expande la carne lumínica de los dioses, la que contrae en un lenguaje desafiante el tránsito, la fusión de lo divino y lo inmediato. Es ella quien presiente, vigila y protege a la otra; y esta termina siendo su libre creación. No vence la irrealidad de Laura sino la analítica y cómplice disposición de Ilyria ante lo extraordinario y lo común. Nos engaña cuando afirma: «Yo era inocente y no supe auscultar los múltiples signos que preceden a la inmersión en el enigma de los dioses».

Sin duda Alba Rosa Hernández Bossio, quien quería ser como un personaje de la tradición latina, lo ha logrado al narrar esta doble asunción como si fuese uno de aquellos remotos autores. Y ha dado al cuento venezolano la seducción carnal que también surge en la mulata (¡Oh sonata Kreutzer!) de Cumboto, mientras baila Waldstein de Beethoven. Volveré a leer y a interpretar esta narración como si abriera un libro de Ovidio y a tenerla junto a La sibila de Pär Lagerkvist.

(Octubre, 2020)


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