Fotografía de Federico Parra | AFP
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Jueves 7, 4.30pm.
Que se nos vaya la luz en plena merienda con los vecinos no es algo que ocurra todos los días, no porque no se vaya la luz en Mérida, que ya es parte del paisaje desde hace años, sino por la compañía. De modo que decidimos tomárnoslo con humor, y seguir con la conversación. Ya llegará. Cualquiera se podría preguntar, ¿y qué hacen dos parejas de profesores universitarios visitándose despreocupadamente, cual domingo, un jueves en la tarde? La respuesta está contenida en la misma pregunta: somos profesores universitarios y desde hace meses apenas damos clases. Los alumnos que todavía no se han marchado no pueden asistir a la universidad por la falta de transporte. Tampoco la mayor parte de los profesores. Hemos organizado los cursos por Internet, cuando hay. De investigación, ni hablar. La biblioteca es ya solo un recuerdo, los libros que no se han robado están ya viejos y desactualizados. Los laboratorios, sin reactivos o desvalijados. Ni siquiera se puede hacer trabajo administrativo: no hay papel ni fotocopiadoras. Algunas computadoras sirven, pero las impresoras no tienen tinta. A veces me pregunto cómo es que se siguen acordando de nosotros en algunos índices de excelencia académica en los que milagrosamente aparecemos. De cosas tan alentadoras conversábamos cuando comenzó a hacerse de noche y los vecinos decidieron marcharse.
6:30 pm
Fue cuando comenzamos a enterarnos del tamaño de la situación. En nuestro edificio, las bombas se habían paralizado y no había agua. Gas tampoco, desde hacía una semana. Mi mujer trataba de enterarse por Twitter de los pormenores de la falla. “Tampoco hay luz en el Táchira, Zulia ni en Barinas”, dijo al comienzo. Después tuvo acceso a la lista de los estados afectados. “Casi todo el país”. “¿En Caracas también?, ¿en serio? Carajo. Esto va pa’ largo”. Recordé que hace unos meses nos habían dejado unas diecisiete horas sin electricidad. Ninguno de los dos dijo nada, pero nos miramos y pensamos lo mismo: “¡El bebé!”.
Viernes 8, 6:40 am
No nos habíamos equivocado. Ya amanecía y aún sin luz. A esa hora hacía frío. Es de las veces que se agradece vivir en Mérida. Pensé en mi familia de Maracaibo. Me comuniqué con mis hermanos con la poca carga que quedaba en el teléfono. Nada. Ellos tampoco, pero al menos tenían agua y gas. Traté de llamar a Maracaibo. Imposible. Ni por el celular ni por el fijo. Dispusimos lo necesario para la mudanza y a mediodía estábamos donde mis hermanos. Llevamos la comida que estuviera en mayor riesgo de descomponerse.
11:50 am
En el camino nos conseguimos con una ciudad semidesierta, menos tráfico que un domingo por la mañana. La preocupación y la angustia marcada en la cara de los pocos transeúntes. En las paradas de buses más rostros desesperanzados bajo el sol picante de los Andes a mediodía. Sabían que no pasaría ningún autobús y que terminarían llegando a casa a pie, quién sabe a qué hora. Donde mis hermanos comimos algo, cocinamos entre todos. Conversamos, seguramente tratando de olvidar. Recordamos viejos tiempos.
8:30 pm
Así pasamos la tarde. Nos contamos historias viejas y recordamos las sabidas hasta que comenzó a hacerse de noche. Muy temprano (especialmente para mí que soy noctámbulo) nos fuimos a dormir.
Sábado 9, 8 am
“Donde Gerardo está abierto, hay comida y están recibiendo dólares”. Siempre admiré la astuta capacidad de mis hermanos de entrar en familiaridad con los dueños de los abastos de la zona, esos que ahora llaman “Minimarkets” porque les pusieron aire acondicionado y tienen todo más caro. En el fondo me contento, no solo por la posibilidad de hallar comida, sino porque al menos hay algo que hacer. Salimos y aprovechamos de mirar otros abastos y supermercados. Casi todos cerrados o sin punto de venta por la caída de la red. A cada tanto miro el marcador de la gasolina de mi carro y me entra como un sustico. Cada vez es más difícil llenar el tanque.
11:30 am
Pensé que “donde Gerardo” (alias, “Abastos la Merideña”) habría más cola. La cosa se empezó a llenar justo después de que llegáramos nosotros. Aún así, teníamos como a diez personas por delante. Nada grave si no fuera por las dificultades para pagar. “Gerardo, a cómo me recibe estos cinco dolaritos”, se escucha desde adentro. A estas alturas, ya casi nadie tiene el teléfono con carga. Nadie o los pocos que sabían que se puede cargar con el puerto USB del aparato de sonido de algunos carros (claro, sin abusar de la batería, que si la descargas, la tragedia será sin duda peor). De vez en cuando pasan motorizados que miran la cola y la gente se pone nerviosa, pero no pasa nada. En la cola también todos se miran pero pocos hablan. Mejor dicho, todos se hablan, pero con la mirada, con una callada conversación que si sonara sería muy triste. “Estos andinos”, pienso. Pero me equivoco. El típico sexagenario, de esos que piensan que están más allá del bien y del mal y que pueden despotricar a toda garganta del gobierno, comienza a hablar con voz bien alta. Las palabras retumban en las paredes de una calle que debería estar muy transitada a esa hora. Lo miro muy bien. Tendrá unos sesenta y cinco, mal llevados, más bien setenta y algo. Cara sin afeitar de cuatro días con vellos blancos sobre la piel curtida por el sol picante de estas tierras altas, dientes imperfectos, profundos surcos en la cara, gorra descolorida y atuendo sucio que revela una ocupación mal remunerada o una situación bastante precaria. “Yo vengo de ese cerro, mire, ése que está ahí al frente”, me dice señalando con la boca, como se hace por aquí, una colina de esas verdes que rodean la ciudad y que ya se están poblando de casitas humildes. “Ahí es donde va a llegar la luz de último. Ya vamos para tres días, ¿y sabe por qué va a llegar de último?”. A continuación nos da toda una clase de ingeniería eléctrica y nos explica con detalle las razones de la falla. Cómo funcionan las turbinas del Guri, cómo se descuidó el mantenimiento de las centrales y cómo fue que se advirtió hace años que esto iba a pasar y nadie hizo nada. Definitivamente, pienso, los modales y conocimientos del anciano no se corresponden con su precario aspecto. “Yo soy ingeniero eléctrico, mire, jubilado de la ULA”, y me muestra su carnet. “Yo daba Cálculo en el Básico. Hice mis pasantías en Guri por allá por los setentas, cuando podíamos vender energía de Manaos a Medellín. No nos compraban más porque eran ellos los que no tenían plata”, nos dice al auditorio atónito, que a estas alturas somos todos los que estamos en la cola. “A mí no me contenta que se les haya ido la luz también en Caracas, pero sí me entra un fresquito, para que se enteren de cómo es la cosa por aquí”, dice y algunos asienten. En el ínterin, un empleado joven se empeña en arrancar una planta de kerosén. “Así no, mijo. Venga y le digo cómo”.
2:30 pm
“¡La tarjeta pasó!”, me dicen y respiro con alivio. Sin embargo, otros salen del abasto con cara de frustración, dejando en caja lo que querían comprar. “Vámonos, que se hace de noche”, exagera mi mujer cuando por fin hemos comprado algo de lo poco que queda.
Domingo 10, 6:30 am
Anoche hemos vuelto a casa, en medio de una ciudad ya casi en tinieblas. Creo que éramos los únicos que a esa hora (7:30 pm) nos atrevíamos por las calles y avenidas desiertas y llenas de escombros en algunos puntos. Hay que esquivar los bultos, no tengan clavos o miguelitos. “Parece que hay conatos de guarimba”, me había dicho mi hermano y por eso decidimos volver. Subimos las escaleras del edificio con la poca luz que podía darnos el teléfono. Al entrar enciendo algunas velas. Dormimos mal. Creo que el bebé siente la tensión que estamos viviendo. Por la mañana nos despierta un sonido líquido y la voz animada de los vecinos. ¡Pusieron el agua! Nos levantamos a toda prisa a poner un poco de orden en el apartamento.
11:30 am
Decidimos ir a cocinar donde otro de mis hermanos que tiene gas. Ojalá esté en casa, porque no tenemos cómo avisarle. Recogemos la comida que no se ha dañado para llevarla. En el estacionamiento, el conserje nos cuenta que había hecho unos arreglos para que el agua entrara directa de la calle. “Con razón entra tan sucia”, le dice mi mujer. Nos pone al día de los rumores sobre saqueos y disturbios en el centro, y de los muertos en los hospitales. “Quién sabe. Usted sabe que se dicen muchas cosas ¿Será verdad que agarraron a Guaidó?” Me encojo de hombros. Salimos. La ciudad cada vez más sola. Recuerdo aquel cuento, “El último que apague la luz”, de Méndez Guedez. En algunos puntos, las pequeñas barricadas hacen pensar en una guerra. Pero no hay tal. O tal vez sí. En el interior de cada uno de nosotros. En algunas aceras los vecinos se sientan a conversar. En los portales de algunos edificios los vecinos improvisan hogueras “comunales” en las que cada quien cocina sus propios alimentos. Sin embargo, lo que reina es el silencio. El olor de la leña quemada sale de los portales de los edificios y de los patios de algunas casas con una pequeña columna de humo blanco. Solo las inmensas colas, cada vez mayores, frente a las estaciones de gasolina cerradas. Por fortuna mi hermano está en casa, feliz de que lo hayamos ido a visitar. “Aquí ya no viene nadie”. “Claro mijo, si no hay ni gasolina”.
3:30 pm aproximadamente
Hemos comido y mi hermano pone café. “Esta vaina sí que no puede faltar aquí”. Yo caigo en éxtasis solamente con el olor. Mi madre nos daba un guayoyito todas las tardes desde que tenemos uso de razón. De repente se escuchan detonaciones. “Ah sí, ya salieron los carajitos de El Campito. Esta es la hora”. Nos asomamos por la ventana del apartamento. Encapuchados lanzando morteros y arrastrando escombros para cerrar la vía. Gente asomándose por las ventanas. Algunos azuzando, unas señoras sacan la bandera, otros les gritan que se vayan para su casa. Obviamente los manifestantes no son estudiantes. Esos tiempos pasaron. Ya casi todos se han ido. Estos se ven menudos, famélicos, los hombritos estrechos y enjutos, se marcan las costillas bajo las improvisadas capuchas de franela vieja. “Son unos carajitos. Muchos no tienen catorce años. Lo peor es que lo pagamos todos, que nos quedamos encerrados”, me dice mi cuñada. Carajitos que no conocen otro idioma que el de la violencia, toda una generación de carajitos violentos. Más allá, hacia el centro, se comienzan a ver columnas de humo negro. Decidimos volver.
Lunes 11
Nos quedamos en el apartamento por seguridad y para no gastar más gasolina. Tratamos de poner algo de orden y de lavar, a mano, claro, lo que se pueda. Botamos la comida que se pudrió y clasificamos la poca que aún se puede usar. A menudo intento llamar desde el fijo a Maracaibo. Imposible. De cuándo llegará la luz, de lo que sucede en el mundo exterior, incluso más allá de la esquina, no sabemos nada.
3 pm
Suena el teléfono fijo por primera vez en cuatro días. Es la vecina. “¡Pana, pero ustedes tienen CANTV!” “Y tú también, gafo, por eso te estoy llamando”. Me pregunta por el bebé. Nos pone al día de lo que pasó –más bien lo que no pasó– estos días que no estuvimos. Parece que por fin nos van a poner gas. “Mosca si oyes el ruido del camión, porque hay que salir para que no se nos vaya”. Nos cuenta que le ha costado un mundo comunicarse con su hermana en Caracas, pero que por ahí le dijo que allá ya había luz en algunas zonas. Respiro. Eso significa que está más cerca. “Pana yo lo primero que voy a hacer es poner la lavadora”. “Yo cargar el teléfono”. Risas. “Si la luz llega a las tres de la mañana, a esa hora te despierto”. “Ok. Yo también”.
Martes 12, 6:30 am
Lo estoy soñando. No, como que no lo estoy soñando. Por estos días a menudo me he puesto a soñar despierto que la bomba del agua comenzaba a sonar, señal inequívoca de que la luz había llegado. Me quedo en silencio un rato y de repente ahí está el ruido de nuevo. ¡Coño, sí! ¡Llegó la luz! Dicho y hecho: dos segundos después suena el teléfono. Mi mujer se despierta sobresaltada. “¿Qué pasó?”. “Es la vecina avisando que llegó la luz. Atiende, porfa”. Como soy un hombre de palabra, me levanto directamente a conectar el teléfono. En un rato el Whatsapp se congestiona de mensajes. Amigos y familiares preguntando cómo estamos, cómo está el bebé. Algunos mensajes vienen de bien lejos. Algunos, verdaderamente desesperados. Tienen días sin saber de su gente y nos preguntan a nosotros si sabemos algo. A los que nos preguntan cómo estamos les respondo casi invariablemente: “Estamos bien. Hemos sobrevivido. Ya tenemos agua, acaba de llegar la luz y posiblemente hoy nos pongan el gas. Me siento como en el primer mundo… solo falta el resto”.
PS.: mientras he escrito esta crónica la luz ha seguido fallando todos los días y hemos sufrido apagones intermitentes.
Mariano Nava Contreras
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