Fútbol

15 años de la clasificación al Mundial

Venezuela celebra su victoria contra Uruguay. 8 de febrero de 2009. Fotografía de Juan Barreto | AFP

14/01/2024

Este mes se cumplen quince años de uno de los episodios más felices de mi recorrido profesional en el fútbol, la clasificación de la Selección Sub-20 al Mundial de Egipto. Los quince años son doblemente significativos porque, a su vez, en el 2009 se cumplían quince años de haber comenzado el largo proceso de transformación del fútbol nacional.

En esos primeros años acumulamos muchos aprendizajes para pensar en el desarrollo deportivo y del país, pero la euforia que rodeaba a las selecciones nacionales impedía extraerlos. Quizás el tiempo transcurrido permita recuperar una reflexión un poco más atemperada.

El camino al Mundial comenzó en 1994, cuando Lino Alonso se encargó de las selecciones juveniles, participando en los Juegos Sudamericanos de ese año que se realizaron en Valencia. Mi inclusión, que he contado en otros lugares[1], fue parte de todo un esfuerzo de transformación del fútbol nacional ingeniada por Lino para traer profesionales de distintas áreas a modernizar la liga. Él se dedicó a recorrer el país para reclutar jugadores de distintas regiones, desarrollar entrenadores y ligas locales, sumar voluntades en forma de periodistas, contadores, empresarios y, así como yo, psicólogos. Parte del plan era ampliar la red de visoría para poder detectar talentos jóvenes del interior del país que no estaban siendo incorporados en los procesos de la selección nacional y construir procesos locales que pudiesen mejorar el desarrollo de esos talentos.

La otra parte era aprovechar los pocos espacios disponibles de alta competencia, así como colocar algunos en el fútbol internacional, para acelerar el desarrollo de los jugadores destacados. Desde la selección nacional Sub-17 y Sub-20 nos montamos en esa punta de la pirámide. La tarea imaginada por Lino implicaba trabajar el triple de lo que lo hacían nuestros rivales de la Conmebol, a sabiendas que, aún ese esfuerzo, no alcanzaría al comienzo para obtener resultados. Tendríamos que crecer en todos los terrenos: desarrollo de infraestructura para el fútbol, desarrollo de entrenadores, de ligas competitivas, incorporación de jóvenes en los equipos profesionales, vínculos con el exterior y un largo etc.

Es útil recordar que el desarrollo del talento futbolístico se había retrasado en Venezuela, en comparación con otros países suramericanos, en parte, por los petrodólares. Los equipos profesionales venezolanos en la década de los setenta se podían dar el lujo de contratar diez extranjeros, muchas veces con renombre internacional. De manera que no era extraño encontrar alineaciones con un solo venezolano en cancha. Una paradoja clásica de la Venezuela Saudita: el exceso de dinero como impedimento y no estímulo para el desarrollo.

En 1997 dimos una primera campanada. En los veinte años anteriores, Venezuela había participado en siete campeonatos Sub-20, jugado veintiocho partidos, de los cuales sólo había ganado dos. Con un grupo de jóvenes prometedores que fueron exigidos al límite, en el campeonato de Chile, ganamos 2 y empatamos 1 en la primera ronda, clasificando a la segunda vuelta por primera vez en la historia. Daniel «Cari Cari» Noriega quedó goleador de ese campeonato, lo que le valió un contrato para jugar en el Rayo Vallecano de España; mientras que a Jorge «el Zurdo» Rojas y a Ricardo David Páez les sirvió de impulso para ir a las inferiores de Boca Juniors. El primer paso, de favorecer la internacionalización, se había dado.

Sin embargo, tardamos unos cuantos años más en acercarnos a una actuación como la del 97. En el camino, se ganaron unos juegos Centroamericanos y se hicieron varias actuaciones destacadas en premundiales, pero nunca lo suficiente para clasificar al Mundial. En el 2005, luego de un campeonato Sub-17 desastroso, fuimos despedidos y nuestro proyecto quedó, por un tiempo, suspendido.

Pero las semillas que se sembraron en esos diez años continuaron floreciendo a través de los Juan Arango, Renny Vega, el Zurdo Rojas, Oswaldo Vizcarrondo, Tomás Rincón, entre tantos otros, que comenzaban a abrirse paso en el fútbol internacional.

César Farías era uno de esos jóvenes que Lino había incorporado como asistente en el proceso de desarrollar entrenadores talentosos en las distintas regiones del país. Trabajamos juntos en el Premundial Sub-20 de 1999 en Mar de Plata. César, a sus veinticinco años, ya había logrado ganar un campeonato de tercera división y de segunda división, haciendo ascender a primera a un equipo modesto de Cumaná llamado Nueva Cádiz. Allí, con un grupo de jóvenes en desarrollo, en el que destacaban Arango y Alexander Rondón, logró un ascenso meteórico que lo condujo eventualmente a dirigir el Deportivo Táchira. Y allí guió a ese club a cuartos de final de la Copa Libertadores.

Sus logros le llevaron en el 2007 a la Selección Nacional. En su contratación pidió que le dieran las riendas, no solo del equipo absoluto, sino también de la Sub-20 y trajo a Lino como su asistente, echando a andar de nuevo, el proyecto que había sido cortado dos años antes.

Durante los dos años siguientes se trabajaron las dos selecciones en simultáneo. Muchos de nuestros módulos de preparación implicaron coordinar el trabajo de la selección mayor y la juvenil. Se trabajó de manera incansable, cuando no estaba concentrada la selección mayor, estaba concentrada la juvenil.

Así que, cuando llegamos a enero de 2009, sentíamos que muchos años de esfuerzo confluían, al fin, en un equipo con los jugadores desarrollados, con las condiciones ideales de preparación —se hicieron quince partidos amistosos—, y con la enorme fortuna de que nos tocaba ser sede del campeonato. Dicen que los éxitos repentinos tardan unos diez años en construirse. En el caso nuestro, fueron quince. Nosotros sabíamos que podíamos dar un batacazo que sorprendería al mundo del fútbol. Lo sabíamos, porque teníamos tres lustros organizándolo.

Hay muchas cosas que contar del campeonato. Escogeré solo tres anécdotas.

En los meses previos, en que tuvimos la oportunidad de conocer a los jugadores en detalle, nos comenzó a preocupar el más destacado de esa generación, César el Mágico González, quien llegó a jugar en las filiales del Villareal. El Mágico que tomó su apodo de un gran jugador salvadoreño, era especialmente habilidoso con la pelota y tenía una contextura física por encima del promedio, lo que le hacía sobresalir en esa división. Era atrevido y soberbio, lo que en ocasiones es útil para enfrentar los rivales de alta envergadura. Pero en el camino, su indisciplina y su poca capacidad de integrarse al grupo comenzó a incomodar. Un mes antes tocó repensar la nómina final. Consultamos con los compañeros de equipo y concluimos que, efectivamente, era un factor de riesgo para el funcionamiento colectivo en que apostábamos todas las fichas: Venezuela no iba a ganar torneos internacionales por grandes figuras, sino por tener un equipo sólido que pudiese contrarrestar colectivamente a las estrellas de Brasil, Argentina, etc. Así que decidimos, contra la opinión de la prensa que nos cuestionó, prescindir del jugador promesa.

Salomón Rondón era el siguiente jugador más destacado para ese momento, y parte de la tarea fue mostrarle que su presencia era muy valorada, pero que nos servía solo en la medida en que él aprendiese a encajar dentro del esquema de juego, que entre otras cosas, implicaba entenderse con otro delantero ambicioso y complejo como lo era Yonathan Del Valle, quien luego se convirtió en goleador en Portugal y Turquía.

El escritor inglés Cyril Connolly, parafraseó un viejo adagio diciendo “A quien los dioses quieren destruir, primero lo confunden, diciéndole que es una joven promesa”. César González continuó en el fútbol venezolano unas pocas temporadas. Pero rápidamente lo que destacó fue su indisciplina; en varios momentos desapareció durante semanas de entrenamientos. En varias ocasiones lo contactamos para intentar ofrecerle apoyo. No hubo manera. Un día desvaneció definitivamente del panorama deportivo de manera misteriosa, hasta unos años después en que volvió a aparecer, pero entre la lista de los delincuentes más buscados, por ser parte de una banda de robo de autos[2].

Es difícil reconciliar el contraste entre César y sus compañeros. El talento natural, el atrevimiento, la ambición juvenil, pueden ser claves para el crecimiento o para la autodestrucción. Su capacidad de generar relaciones constructivas con el entorno, la consideración hacia el otro, la constancia y la fibra ética de la persona son claves para que esa energía vaya en una dirección u otra.

La triste historia de César remarca algunas señas del trabajo realizado. No fue por talento natural o por inspiración que se lograron resultados. Fueron muchos años de trabajo sostenido, buscando transformar estructuras, desarrollar profesionales de distintas áreas, generar vínculos con el fútbol internacional, potenciar el trabajo en equipo, aprender de la experiencia y elevar nuestro nivel en todos los terrenos, lo que nos permitió competir con las mejores selecciones del mundo. El contraste entre El mágico González y Salomón Rondón resulta paradigmático en la Venezuela actual.

El segundo momento fue al final de la primera ronda. Habíamos ganado 3 a 1 a Perú y empatado con Argentina y Ecuador. El equipo andaba bien, pero llegamos al último partido necesitados de un resultado para pasar a la siguiente ronda, porque Argentina, Colombia y Ecuador tenían los mismos cinco puntos que nosotros. El día previo a nuestro partido, de manera desconcertante, el entrenador de Colombia comenzó a llamar a Farías. César, que debió sospechar algo, no contestó la llamada, evitando cualquier distracción.

Jugábamos a segunda hora. A la primera, Argentina y Ecuador empataron. De manera que si empatábamos con Colombia, los cuatro equipos terminarían con seis puntos. A nosotros, sin embargo, nos favorecía la diferencia de goles y nos bastaba empatar para pasar. Colombia en cambio, solo le servía la diferencia de goles si el partido terminaba con dos goles por lado o más.

Nuestros jugadores venían con todo el embalaje de la preparación y la confianza de jugar en casa. Pero aún antes de arrancar el partido, los jugadores colombianos comenzaron a acercarse repetidas veces a buscar conversación con los nuestros, que volteaban a la banca sin saber qué pensar. Una y otra vez les invitaron a negociar el resultado. «Déjense meter dos goles que nosotros nos dejamos meter dos también, y así ambos aseguramos el pase a la ronda final», le decían en cada detención del partido. Nos habíamos preparado durante años en adversidad para casi cualquier escenario. Menos ese.

A pesar del imprevisto, nuestro equipo salió con fuerza y al minuto 40 Salomón anotó para irnos arriba. De ida al camerino en el medio tiempo, vi al entrenador de ellos, Eduardo Lara, abordar a Lino y cuchichearle al oído. El fútbol me había mostrado muchas luces y sombras a lo largo de los años, pero negociar un resultado jamás.

Se sentía una tensión distinta en el camerino mientras César, Lino y el asistente, Marcos Matías, entraban a organizar la estrategia para el segundo tiempo. Los jugadores descansaban frente a sus puestos.

Al salir, César pronunció una de las mejores charlas que le he oído.

—Muchachos —dijo con seriedad—: yo les transmití hace meses, cuando comenzamos a prepararnos, que su generación tenía la oportunidad de clasificar al país, por primera vez, a un Mundial. Y hoy, estando a minutos de dar un paso importante, el equipo colombiano quiere proponernos un negocio para no correr riesgos.

Hizo una pausa y siguió:

—¿Saben qué? Cuando yo les dije que tenían las condiciones para clasificar a un Mundial es porque lo creo en verdad. Si yo les dijera hoy que negociemos un resultado con un rival, significaría que les mentí. Que en verdad no creo en ustedes. ¿Y saben qué más? A nosotros nadie nos ha regalado nada para llegar hasta acá. Todos los jugadores venezolanos que han vestido esa camiseta han tenido que enfrentar muchas cosas difíciles a lo largo de muchos años. Si hoy Colombia quiere regalarnos un resultado, es porque sabe que ya los hemos superado. ¡Así que salgan a la cancha a jugarse el alma, que nosotros tenemos con qué! Si al final del partido entregamos todo, y por mala suerte perdemos y nos quedamos fuera, todos vamos a poder irnos tranquilos a casa sabiendo que dimos lo mejor de nosotros mismos. Si en cambio, negociamos un resultado, pasaremos a la segunda ronda. Pero no sé si nos podremos ver con orgullo al espejo.

El camerino temblaba de emoción al final de sus palabras. El equipo salió con determinación al segundo tiempo y ese día César se ganó el respeto definitivo de esa generación.

Pero, como dice un amigo, la vida es perfecta pero confusa. Todavía quedaban algunas sorpresas por delante. En el minuto 68 cometimos una falta en el área y nos pitaron un penalti en contra que trajo el empate. El resultado nos seguía sirviendo, pero Colombia agarró fuerza para buscar su segundo gol que les permitiría pasar a la ronda final. A partir de ese minuto el partido consistió en saber sufrir. Rafael Romo, un joven de casi dos metros de altura, nacido en Turén, creció aún más en estatura bajo los tres palos parando varias pelotas claves, mientras ellos atacaban con desespero.

Cuando ya todo parecía resuelto, en el minuto 93, cuando los árbitros prefieren evitar controversias, nos pitaron de manera increíble un segundo penal. El tiempo se detuvo. Nuestros jugadores se llevaron las manos a la cabeza. Dieciocho mil espectadores enloquecidos en el estadio hicieron un silencio atroz por encima, del cual se escuchó a un jugador rival regodearse: «Eso les pasa por huevones».

Los dioses griegos del destino futbolístico parecían haber dedicado algunos versos a la Vinotinto. El jugador colombiano colocó el balón en el punto penal e inhaló. Corrió hacia adelante y cobró a su derecha. Romo extendió sus brazos hasta rozar el balón con los dedos para desviar el disparo. Fin del partido. La foto de Romo en el medio de la cancha, rodeado por sus compañeros, celebrando el pase a la segunda vuelta, llorando, es una estampa para la historia.

Rafael Romo para un penal de Colombia cobrado por Cristian Nazarit. 27 de enero de 2009. Fotografía de Thomas Coex | AFP

Los dos partidos finales de la segunda ronda son el tercer momento.

Detrás de cada gambeta, cada chute, cada centro, hay toda una vida que conduce a cada acierto y cada fallo. En el caso del gol que al minuto 85 nos dio la ventaja, estaba Adrián «Kanú» Lezama, un joven humilde de Ciudad Guayana, otro de los destacados de su generación.

Meses antes, luego de una convocatoria de la selección, un chófer cansado, encargado de llevarlo a él y a César González, iba a toda velocidad por carretera a Caracas. Se durmió al volante y chocó. El accidente dejó a Kanú con una lesión de rodilla que arrastró durante todo el proceso de preparación y eventualmente le costó la carrera.

Las limitaciones física generan adaptaciones técnicas. Compitiendo con una pierna mala, Kanú recibió un balón a un costado del arco y prefirió hacer una chilena antes que frenar y voltearse. De esa acción salió un globo perfecto que flotó hasta la cabeza de Salomón Rondón, quien anotó así un hermoso uno a cero. Argentina se miraba estupefacta.

El resultado los dejaba fuera del Mundial y nos colocaba a nosotros adentro. Contra las cuerdas, sin embargo, pelearon hasta el minuto final y nos empataron en el minuto 93. Otro momento anticlimático. A segundos de poder celebrar la hazaña, tuvimos que contener la celebración para prepararnos para un partido final. Pero las emociones estaban desbordadas y se armó una trifulca titánica en la cancha. Argentina, furiosa porque el empate igual los dejaba afuera; nosotros frustrados: lo que sentimos tan cerca se había postergado un partido más.

Pensé que la frustración y la pelea eran mala señal. Nos quedaba un partido contra Uruguay y no nos podíamos dar el lujo de perder el foco. Al llegar al hotel, nos reunimos en una sala e invitamos a los jugadores a hablar. Uno a uno comenzaron a compartir lo que había significado pertenecer a la selección hasta ese momento. Pablo Camacho, el lateral derecho, había perdido a su mamá en tiempos recientes. Ella había sido una de esas madres dedicadas a la carrera de su hijo. Muchos de los compañeros la habían conocido. Para Pablo, clasificar al Mundial era una manera de honrar su memoria. Su intervención llevó a otros a hablar de familiares perdidos. En medio del país violento, habían varias historias muy difíciles que ese día fueron compartidas. Poco a poco las cosas fueron cobrando la proporción que correspondía; la vida nos enfrenta a la pérdida, la derrota en el fútbol solo es metáfora de cosas más importantes. Habíamos perdido un partido, pero estábamos vivos. La conversación condujo a una calma reflexiva. Estábamos listos para volver a enfocarnos en nuestro último partido.

El partido final lo ganamos 3 a 1. Con goles de José Manuel Velásquez, un autogol proveniente de otro centro de Kanú y un riflazo desde las afueras del área de Rafa Acosta. El equipo había superado todo suspenso para llegar, luego de cuarenta años de desierto futbolístico, a la tierra prometida de un Mundial que, simbólicamente, se jugaría en Egipto.

Mi sensación fue de confirmación más que de euforia. Atravesar toda esa adversidad a punta de trabajo y estrategias realistas, pero ambiciosas nos había permito hacer algo que, quince años antes, parecía imposible. El resultado era la confirmación pública de algo que ya sabíamos.

Regreso después de mucho tiempo a las imágenes de la celebración que recopilamos y que luego utilizamos como inspiración. En medio de la euforia de los jugadores, me veo a un lado con una sonrisa, observando, confirmando convicciones que me han continuado sirviendo en los tiempos oscuros que habrían de venir.

Han pasado quince años desde la primera clasificación al Mundial. Uno de los éxitos del proceso, es que después han venido más mundiales. No fue el éxito generacional de un equipo, no fue solo «un cambio de mentalidad», fue un proceso de transformación de las estructuras del fútbol. Es llamativo que, a pesar de la profunda crisis en que se sumió el país, a pesar de los graves casos de corrupción que se destaparon en la Federación, que replican el enorme deterioro institucional de Venezuela, el fútbol ha continuado produciendo jugadores y resultados. Creo importante vislumbrar cuáles son las fortalezas que sostienen el éxito en medio de un contexto tan enrarecido.

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Notas:

Se podría decir quizás que, es crucial distinguir las promesas mágicas de las certezas salomónicas.

[1] Terapia para el Emperador: crónicas de la psicología del fútbol. (Caracas, Libros Marcados, 2012).

[2] https://www.elnacional.com/noticias/futbol/dos-futbolistas-venezolanos-entre-los-mas-buscados-por-cicpc_261966/


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