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De 14 personas muertas en la Cota 905 (julio de 2015) pasamos a 23 personas muertas en la parroquia La Vega el pasado fin de semana. Un incremento de personas asesinadas en medio de operativos policiales. Si faltaba un hecho que corroborara la tesis de Verónica Zubillaga y otros autores —del punitivismo carcelario masificado a una práctica de matanza sistemática extralegal—, pues las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana vinieron a darles la razón, sin atenuantes, sin reparos y en medio de la muerte.
Una aproximación a la histórica relación de autoritarismo y violencia del Estado hacia los sectores populares está contenida en el libro Dicen que están matando gente en Venezuela (Editorial Dahbar). Lo que sigue a estas líneas es sólo una arista de la investigación que, además de Zubillaga, desarrollan Manuel Llorens, José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez.
¿Qué caracteriza lo que se denomina «punitivismo carcelario»?
El punitivismo carcelario se inserta dentro de una historia de militarización de las fuerzas policiales. En ese sentido, además, tenemos una relación muy autoritaria del Estado hacia los sectores populares. Eso lo revelan las investigaciones de Tosca Hernández desde los años 80 y se expresa en la legislación (la Ley de vagos y maleantes), en las acciones policiales (redadas) y en el discurso (la célebre y oscura frase del general Belisario Landis cuando caracteriza a un joven, habitante de un barrio, como un «predelincuente»). Y lo que sucede, a partir de 2010, y en paralelo al proceso de reforma policial, es que se despliegan operativos militarizados como el Dispositivo Bicentenario de Seguridad (Dibise). Por un lado, con la mano izquierda, llevas adelante una reforma en la que se está debatiendo la impronta autoritaria de la policía y, al mismo tiempo, con la mano derecha, estás lanzando operaciones militarizadas represivas. A partir de ese año se encarcelan, masivamente, a hombres jóvenes que habitan en los barrios.
A estas alturas, creo que nunca hubo voluntad política de llevar adelante la reforma policial. Es decir, el control de las armas, de las municiones y una política claramente preventiva del delito. Lo que hubo, más bien, fue una maniobra del señor Hugo Chávez para atraer competencias y construir la idea de consenso alrededor de un supuesto cambio en el tema de la seguridad ciudadana.
Hay que decir que las políticas militarizadas han tenido apoyo de los gobiernos de la IV y de la V y, si miras las encuestas, hay un consenso entre grupos del chavismo y de la oposición de aplicar políticas de «mano dura». Es decir, más allá de la orientación política, hay coincidencias sobre la forma en que se enfrentan los problemas sociales o la criminalidad. Pero en 2007 se abrió un espacio para que distintas voces —provenientes de universidades, de organizaciones sociales, de organizaciones defensoras de derechos humanos, incluidas las de orientación más oficialistas— para que se debatiera el papel que juegan las policías y su relación con los sectores populares y el uso de la fuerza. Ése fue el proceso de la reforma policial. Entonces, no era sólo el designio o la voluntad de Hugo Chávez Frías. Así mismo diría que hay un cribaje de la sociedad venezolana, más allá del chavismo y de la oposición, caracterizado, primero, de una relación muy autoritaria con los sectores populares, de mucha distancia y, segundo, de darle la espalda a esa realidad.
Ese debate concluye y se produce una respuesta militarizada. ¿A partir de 2010 se produce un cambio cualitativo?
Diría que en un trasfondo de autoritarismo hay una exacerbación de la militarización. Ese giro no sale de la nada. Se acentúa a partir de 2013, en un contexto en el que colapsan los precios del petróleo y la propia industria petrolera. Por otro lado, ya no tienes la figura aglutinante de Hugo Chávez. Viene entonces una fase mucho más acentuada de militarización, en la cual escuchamos «el discurso de la persecución» y del «enemigo interno». El tema de las armas, por ejemplo, lo ves en la multiplicidad de actores armados o en el mapa de actores armados que tenemos en la actualidad.
Justamente, en un contexto de contracción económica a niveles increíbles, de hiperinflación, de pobreza generalizada y, finalmente, de emergencia humanitaria compleja, el gobierno del señor Nicolás Maduro profundiza su política de mano dura. ¿Cómo se vive esta realidad en los barrios de Caracas?
Quisiera contextualizar que las políticas de «mano dura» no son exclusivas de Venezuela. Es un tipo de políticas que ha prevalecido en América Latina. La tienen en Centroamérica y en Brasil claramente. El resultado de esta política, al menos en Centroamérica, es que hay una reorganización del mundo criminal para responder a la guerra. Y algo predecible: la escalada de violencia. Entonces, la política de «mano dura» en Venezuela se enmarca en ese patrón común de América Latina.
¿Estamos ante un aporte de América Latina para el mundo?
Sin duda, sin duda. Esta impronta militar, esta persecución, es un modelo claramente latinoamericano. En El Salvador, a comienzos de este siglo, se aplicó la política de «mano dura», siguió el incremento de los crímenes —particularmente de los homicidios— y como respuesta, el Estado lanza la «política de súper mano dura», lo que se logró fue que se terminaran de conformar y de fortalecer las maras (verdaderas estructuras del crimen organizado). Algo similar ocurre en Brasil, con este grupo conocido como Primer Comando de la Capital.
Volvamos a la inquietud inicial. ¿Cómo se viven estas políticas en un barrio?
El paroxismo de «la política de mano dura» fue la OLP (Operativos de Liberación del Pueblo). Te puedo hablar de todos los trabajos que hicimos en la Cota 905. La gente lo vivió como dos años de una invasión bárbara. Es decir, una invasión de diferentes funcionarios de cuerpos policiales, con capuchas, fuertemente armados. Lo llamativo, el patrón sistemático que arrojó las entrevistas que hicimos, es que en el contexto de escasez de alimentos y de bienes de primera necesidad, a la gente le robaban la comida, los teléfonos celulares, pañales. Realmente es una forma de depredación muy sistemática. La gente decía: «Vienen los de negro los lunes».
Una cita del estudio: «Irrumpieron semanalmente, varios días a la semana, por más de dos años». Quisiera detenerme en las implicaciones de esta frase. Un cálculo, extremadamente conservador, arroja que —en sólo un año— hubo 108 operativos policiales, todos en la Cota 905. Diría que no se trata de establecer el control, sino de infundir el terror.
Por esa razón acudimos a conceptos como Necropolítica, del filósofo camerunés, Achille Mbembe (una política de muerte contra un sector de la población, a la que se somete a un estado de excepción y de enemistad rutinario, que se haya en la base de la práctica estatal del derecho de matar). Es un Estado, como dice Mbembe, mortífero. La población se siente acorralada por los distintos poderes armados, porque es cierto que hay grupos criminales organizados, con los cuales se convive, digamos, como lo señala la literatura, una forma de gobernanza criminal. Y, al mismo tiempo, tienes la invasión armada por parte de las fuerzas policiales. Sin duda, es la zozobra como forma de vida.
¿Qué derechos ciudadanos están suspendidos en esos operativos?
Los derechos más básicos, comenzando por el derecho a la vida, el derecho a la preservación física. Lo que le oí decir a una señora. Aquí vivimos como los monitos, «no podemos ver, no podemos hablar y no podemos escuchar». Y eso es casi como la vida biológica. Es decir, no tienes ningún derecho.
La tesis que prevaleció en el chavismo: hay una relación directa entre pobreza y la delincuencia. Si la pobreza se disparó en Venezuela a partir de 2013, lo que cabía esperar era el endurecimiento de la política de «mano dura». ¿Por qué habría de sorprendernos?
No, no. Aquí pasa algo que va en contrasentido a esa tesis. Los estudios dicen que a mayor pobreza —o desigualdad— mayor violencia. Pero en medio de los ingentes recursos que Venezuela percibió por el petróleo y de las políticas redistributivas del chavismo, comienza a incrementarse la violencia. ¿Por qué? Con un grupo de investigadores tenemos una hipótesis: en medio de la bonanza económica hay una lucha interna dentro del Estado y, por lo tanto, una fragmentación. Lo que impide, por un lado, que se apliquen políticas estructuradas, a la vez que se incrementa la política de «mano dura» y con ella la respuesta de los grupos del crimen organizado. Además, bajo la premisa de que esto es una revolución pacífica, pero armada, haces una inyección de armas a la población y se pierde el control de las armas. Hay, por ejemplo, un flujo de municiones de las industrias militares a los grupos delictivos. Entonces tienes una confluencia de factores que en Venezuela producen un incremento de violencia muy importante. Vemos mucha fragmentación y el proyecto bolivariano de crear un nuevo Estado termina siendo un fracaso. Lo que tenemos actualmente es el desmantelamiento del Estado social y mucha violencia policial e interpersonal.
Citemos dos frases del libro. La primera, dicha por el general Antonio Benavides: «El destino final de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra». Y la segunda, un tuit de Freddy Bernal: «¿Cuántos funcionarios policiales y civiles deben morir? Hay que tomar policial y militarmente los corredores de la muerte de Caracas». ¿Cuál es el poder que hay detrás de estas palabras?
Yo le vengo haciendo seguimiento a ese discurso de muerte. Diría que uno lo viene escuchando desde la década de 1990. Por ejemplo, aquel gobernador del estado Lara, Orlando Fernández, que decía: «No crean los delincuentes que mis policías los van a proteger de los linchamientos. Allá ellos que mueran». Entonces, son discursos que legitiman la matanza como formas de control. Por supuesto, son matrices discursivas muy peligrosas, porque se termina instalando esta suerte de relación necrofílica, en la que hay, si se quiere, una legitimación social de la matanza. Lo compruebas cuando una madre te dice: «Bueno, si mi hijo hubiese sido un malandro, pero mi hijo era sano». ¡Caramba, es como si en este país hubiera pena de muerte! Eso es lo grave. Son discursos, desde posiciones de poder, que vienen legitimando y justificando la muerte como forma de la política. Es lo que esta antropóloga brasileña, Martha Huggins, llama la instalación de una maquinaria de la atrocidad, porque se instala la muerte como patrón desde el Estado.
El saldo más reciente de la atrocidad policial arroja 23 muertes violentas registradas en la parroquia La Vega el pasado fin de semana. Una masacre. ¿Qué reflexión haría alrededor de este operativo?
Ha sido una época muy dura, precisamente, por este signo de la muerte. Añadiría también los muertos de Güiria. Son muertes por negligencia y por inanición. Es decir, son dos caras de la muerte y de la relación del Estado con la población. Uno es la muerte de una población desamparada que huye de esa manera. Uno esperaba un discurso estatal de lamento y de duelo, pero no. Es un discurso de culpabilización. Algo así como «bueno, allá esa gente que sube a un barco para ocho personas, pero subieron cuarenta». Entonces, una cara es por desamparo y la otra es por acción directa y en una sola jornada mueren 23 hombres de los sectores populares.
¿Podría hacer un retrato hablado del hombre joven y pobre, que muere a manos de las fuerzas policiales del Estado?
En aquel discurso fatídico de Belisario Landis, que jamás podré olvidar, él dice: «lamento que hayan muerto estos predelincuentes en enfrentamientos entre ellos o con la policía». ¿Predelincuentes? Predelincuentes somos todos. Y lo que llama la atención de este discurso es que lo hace una figura desde una posición de poder, que no condena esos hechos, que no llama a una investigación, sino que sólo lamenta. A lo largo de mis trabajos he señalado la implicación de ese hombre joven, moreno, de barrio. Es como tener una impronta, una marca, donde estás expuesto al riesgo de muerte por parte de las fuerzas policiales, nada más por tener ese sino.
¿Qué elementos tendría que haber en el horizonte para cambiar esta situación?
Allí, por supuesto, hay un trabajo muy arduo de rescate de la ciudadanía, de derechos y del valor sagrado de la vida. Es decir, el ciudadano cuenta como tal y es una persona con derechos. Es un trabajo de recuperación muy importante. Diría que han venido articulándose grupos, organizaciones, que están trabajando en eso, que están produciendo un discurso de ciudadanía para contrarrestar el discurso de muerte. Diría, además, que hay que saldar las deudas históricas a las cuales el chavismo no respondió, a pesar de la esperanza que sembró en la gente, digamos, los derechos sociales de los sectores excluidos. El desafío no es sólo en términos de políticas públicas estatales, sino de una cultura que recupere, que internalice, de nuevo, el valor de la vida y la ciudadanía como concepto materializado en derechos como salud, educación y vivienda.
Lo que ha habido es impunidad y una parálisis de la justicia.
En contextos donde se han experimentado violaciones masivas a los derechos humanos, tiene sentido comenzar a prepararnos y a formarnos en procesos de justicia transicional, que son muy amplios y que se tienen que ajustar a la historia particular de cada país. Pero un proceso de tales características implica examinar el pasado y aprender de esta historia. Cuando hablamos de esta relación muy autoritaria por parte del Estado hacia los sectores populares, bueno, tenemos masacres históricas como la de Cantaura, la de Yumare, el Amparo, el Caracazo. El chavismo, como promesa, emerge como respuesta a un Estado muy autoritario, que en la década de 1990 se convirtió en muy excluyente. Entonces, se trata de un examen del pasado para fraguar, precisamente, un horizonte común donde podamos caber todos en este país.
En distintas oportunidades, las fuerzas vivas de la sociedad venezolana —las academias, los gremios, las organizaciones sociales, las ONG de los más variados ámbitos— han exigido que sus demandas sean escuchadas y se les tome en cuenta. Sin embargo, la respuesta del poder ha sido, si no el desprecio, el mutismo más elocuente. ¿Por qué tendríamos que ser optimistas?
No se trata de ser optimistas. Recientemente estaba leyendo El hombre en busca de sentido, cuyo autor es Víktor Frankl, un libro que se publicó después de los campos de concentración y ahora está muy en boga a raíz de la pandemia. Frankl habla de un optimismo trágico. Es decir, es un optimismo realista, que se ubica en las condiciones extremas (los campos de exterminio), pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo. Pero tampoco es el nihilismo. Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados? Hay un movimiento de gente, de organizaciones, que comienzan a articularse para poder fraguar este horizonte en el cual nos queremos ver.
Hugo Prieto
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