Liceo Andrés Bello, en la parroquia La Candelaria de Caracas. Fotografía de Juan Barreto / AFP
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Domingo 20 de mayo al mediodía. No hay colas de electores en el centro de votación más grande de Venezuela. En el liceo Andrés Bello, en la parroquia La Candelaria, se espera que 12.000 ciudadanos ejerzan el voto. Pero a las afueras de la institución hay más vecinos paseando a sus perros que gente buscando su cédula de identidad en el registro electoral. La última vez que largas filas de electores rodearon el liceo fue durante el plebiscito del 16 de julio de 2017, y en las presidenciales de 2013 unas 9.150 personas sufragaron en ese centro.
Cerca de la puerta se colocaron 17 sillas, pero no hay votantes que las ocupen. Una señora de cabello canoso se sienta en una de ellas y conversa con una mujer más joven. La mayor tiene 83 años y se llama Reina Álvarez.
—Perdone la interrupción, ¿está esperando para votar?
—No, ya yo voté. Me senté aquí a descansar.
Reina dice que “los opositores que desean el poder son peores que demonios”. Considera que el mandatario electo debe ocuparse, primero que nada, de la escasez de alimentos poniéndole mano dura a los comerciantes. Reina pelea en los supermercados y les dice a los vendedores que son abusadores. “Desaparecen las cosas y cuando regresan están a un precio que no puedes pagar. Le echan la culpa a Maduro y no es así. El Gobierno hace algo con las bolsas CLAP, pero hasta de eso se quejan”.
—Usted que ha participado en varias elecciones presidenciales, ¿no cree que hay pocos votantes?
—Escuché decir que los escuálidos no salieron hoy, puede ser por eso. Mi hija es escuálida y no quiso votar.
Una mujer se acerca para preguntarme cómo debe sufragar. Tiene acento extranjero. Confiesa que es la primera vez que participa en unos comicios en Venezuela. Dice que tiene un carnet de la patria, pero no lo muestra. Sin embargo, asegura que no recibe ninguno de los bonos anunciados por el Gobierno. Su hija, que es empleada pública, le ha dicho que si quiere ser beneficiada debe participar en las elecciones sin importar el candidato que elija. La señora siente la obligación de hacerlo, pero al llegar al liceo Andrés Bello comienza a dudar. Observa las sillas desocupadas, los militares bostezando en la puerta, los niños jugando pelota. “Yo pensaba votar por Bertucci, pero ahora no sé qué hacer. No veo a casi nadie votando”.
Un joven de lentes con chaleco caqui, identificado con el logo del Consejo Nacional Electoral, explica que no se forman largas colas “porque el proceso es muy rápido”. Calcula que tan solo demora un minuto. Algunos de los que ya sufragaron caminan al otro extremo de Parque Carabobo y se unen al grupo de personas que rodean un toldo rojo. Todos llevan en sus manos el carnet de la patria. Una mujer los recibe y con su celular escanea el código QR rotulado al reverso del documento, mientras otra copia a mano el nombre y la cédula de identidad de cada persona. Un hombre se abre paso entre la gente que rodea la mesa y su carnet cae al piso. Se escucha una voz femenina que bromea: “¡Cuidado se le pierden los bonos!”.
Nadie pregunta por la seguridad de sus datos, ni por la legalidad de este procedimiento que no está contemplado en la Constitución ni en la Ley Orgánica de Procesos Electorales. Hace una semana, el presidente Nicolás Maduro anunció durante un acto de campaña desde Charallave que todo aquel que tuviera un carnet de la patria recibiría un premio por votar.
Mañana electoral al oeste de Caracas
El acceso a la avenida Universidad está cerrado. Una cinta amarilla bloquea el paso, a la altura de la Galería de Arte Nacional. Dos efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana, con armas largas colgando de sus hombros, indican a los conductores que tomen la avenida Bolívar para ir hacia el oeste de la capital. Solo dejan pasar dos camionetas negras identificadas como transportes diplomáticos, que trasladan a varios observadores internacionales argentinos hasta el liceo. “Esto está cerrado por medidas de seguridad. Por aquí pasan los políticos más importantes”.
A una cuadra de allí, a las puertas de un edificio de la Gran Misión Vivienda Venezuela en Bellas Artes, un hombre con boina roja saluda a los transeúntes. Cubre su rostro con una máscara con las facciones del expresidente Hugo Chávez. No se pueden ver sus ojos y mirarlo bailar al ritmo de las canciones de Alí Primera causa más susto que simpatía.
Una mujer pelea con su hija en la parada de autobús, a pocos pasos del falso Chávez. Lleva una bolsa de mercado mal amarrada con un mecate a una carrucha de metal, y la joven carga un bolso abultado. Van para Antímano, una parroquia de Caracas a 12 kilómetros de Bellas Artes.
—Tenemos exactamente 40 minutos esperando por transporte. Vamos al metro, hija. Hazme caso.
—Mamá, ¡ya va! ¡En el metro te violan, te roban, te hacen de todo!
—¡Hija, por Dios!
—La última vez me robaron. Y estaba contigo. ¿No recuerdas?
Transcurren 10 minutos más y solo pasa una camioneta. “Ruiz Pineda DIRECTO”, se lee en el cartel colgado en el parabrisas. El chofer no tiene intenciones de recoger pasajeros en la ruta. Es un domingo electoral sin transporte público. La señora me pregunta si también espero un autobús y me propone caminar hasta la estación Parque Central, para evitar la transferencia en Zona Rental. “Si vamos las tres juntas es más seguro”. Durante el trayecto hace solo un comentario sobre las elecciones: “Espero que la gente salga a votar en la tarde. Yo vengo de Higuerote y por allá todo está vacío”.
En el vagón del subterráneo viaja un niño con una camisa de la campaña por la Constituyente. Un hombre viste una franela verde con la “M” tricolor de la propaganda de Maduro. Otro lleva una gorra roja en la que pega un papel para cubrir, en vano, el lema “Rumbo a los 10 millones”. Esa fue la frase favorita de Chávez en su última contienda presidencial. En aquel entonces, el 7 de octubre de 2012, 80,49% de los electores participaron en los comicios.
Al llegar a mi centro de votación, en la parroquia San Juan, solo un elector busca su cédula en las listas. No hay nadie más en el lugar. Visito el centro en el que estaban registrados mis abuelos. Unidad Educativa República del Ecuador. Dos militares recostados en la puerta con la frente sudada vigilan la calle desierta. En la Escuela Básica 19 de abril, frente a la Plaza Capuchinos, un guardia nacional regordete fuma un cigarrillo con desgano, manteniendo un pie apoyado en la pared. Tomo un autobús de regreso al liceo Andrés Bello, donde se rumora hablará un observador internacional.
El viaje de regreso es silencioso. No hay salsa cabilla ni reguetón en el bus. El conductor recibe los billetes y sin decir palabra regresa el vuelto a los pasajeros. En la parroquia San Agustín baja del autobús una familia numerosa, entre ellos una niña que no para de llorar. Cuando la unidad reanuda la marcha y los deja atrás, se escucha el motor y la conversación de un joven y una chica en el primer asiento. Hablan en voz alta de la fiesta de anoche. Él dice que todavía está borracho, ella que bailó hasta el amanecer. Pero mañana será día de mercado. “Espero que haya arroz. No tengo nada”.
Comparto asiento con una miliciana. Tiene el entrecejo fruncido y lo cachetes rojos por el calor. Cuando pasamos por el Liceo Bicentenario Republicano en San Agustín, aparta la mirada de la ventanilla. Detrás del enrejado de la institución se repite la escena de las sillas vacías.
No hay tráfico en Caracas. Bellas Artes está a dos minutos. “Hasta aquí llego yo”, anuncia el chofer. Estoy de nuevo frente al edificio de la Gran Misión Vivienda. El falso Chávez gira en dirección al bus. Como si nos diera la bienvenida, levanta la mano y nos saluda.
Indira Rojas
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